domingo, 2 de noviembre de 2025

Omnium fidelium defunctorum. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

En esta memoria tan antigua y cuidada en la Iglesia recordamos este 2 de noviembre a todos los fieles difuntos, conscientes de que no sólo es algo piadoso y santo orar por ellos como nos recuerda el libro de los Macabeos, sino que nos encontramos también ante una "obligada" obra de misericordia. Hoy que está de moda el turismo de cementerios, el arte funerario y toda la cultura que busca escudriñar en el arte e historia funeraria, hemos de tener claro como católicos esta dimensión escatológica de nuestra existencia. A veces hay auténticas excursiones para visitar las tumbas de los famosos, y no es malo, pues también hay que rezar por ellos, pero no podemos perder de vista la sensibilidad y motivación principal de nuestros antepasados y que se está perdiendo, de orar por los difuntos, de ofrecer misas en su sufragio y rezar por quienes ya nadie tienen quién les recuerde.

La realidad de nuestra sociedad ha de llevarnos a plantearnos la importancia de rezar por los que han muerto; si hace cincuenta años la mayoría de nuestros conocidos llevaban una vida de fe, confesión quincenal, misa dominical y muchos diaria, oración del rosario en familia, y estos morían confesando, comulgando y recibiendo la Unción, y las familias guardaban luto, rezaban a diario por su eterno descanso y encargaban misas para interceder por su alma y eterno descanso, hoy nos vemos en el extremo opuesto: no hay práctica sacramental, se vive de espaldas a Dios, se muere sin confesar ni sacramentarse, ni nada. Y, para más "inri", dejamos a los difuntos sin misa funeral, sin responso ni oración alguna. Es decir; antes, cuando había más seguridad de que el difunto se había salvado, había más preocupación de los suyos por ayudarle a alcanzar el cielo como meta anhelada, y hoy que son mayoría los que mueren de espaldas a Dios, ni siquiera cuentan con la ayuda de los propios para sacarlos del purgatorio... 

El Papa Benedicto XVI ya reflexionó sobre esto en su encíclica "Spe Salvi", y analizó de dónde viene la realidad social que vive hoy nuestra fe: '' En la época moderna, la idea del Juicio final se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la espera del Juicio no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente. El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y finalidad, es un moralismo, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia, tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder, no puede ser obra de un Dios bueno. El Dios que tuviera la responsabilidad de un mundo así no sería un Dios justo y menos aún un Dios bueno. Hay que contestar este Dios precisamente en nombre de la moral. Y puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia''. Para muchos, Dios hoy sólo tiene espacio si las cosas salen según los propios cálculos: si mi ser querido no supera la enfermedad y se muere, Dios es malo; me enfado con Él y, por consiguiente, ni funeral ni nada, qué, en realidad, son las justificaciones del ateísmo de moda. Que pese a esto no nos descentremos de nuestra fidelidad al Señor pues, fácilmente, nos dejamos llevar por las modas y es doloroso ver cómo familias de personas de fe dejan sin la despedida cristiana que hubieran querido a sus familiares.

Hay algunas consideraciones que hemos de tener respecto a los fieles difuntos: en primer lugar, que para nosotros los creyentes nunca son pasado, sino presente. En la liturgia siempre hay un recuerdo para ellos, una mención, una petición... En esto no hay novedad; son parte de la Iglesia, pues todos estamos unidos al cuerpo místico de Cristo; los Santos que ayer recordamos (la Iglesia triunfante), los difuntos aún están en proceso de purificación (la Iglesia purgante), y los que peregrinamos por este mundo aún (la Iglesia militante). En segundo lugar, hemos de vivir estas fechas cargadas de nostalgia positiva en clave de súplica; sí, pero también de acción de gracias por tanto bueno que los que se han ido nos legaron y dieron con ejemplo de vida de fe. Y, en tercer lugar, nuestra mirada ahora pasa por el bautismo: nuestra vocación de creyentes se cumple en nuestra unión a Jesucristo resucitado. Igual que él en su bautismo en el Jordán bajó al agua y salió de ésta bautizado por Juan para empezar su vida pública,  también nosotros hemos de resucitar ya en este mundo a la vida nueva, dejando atrás el mal y el pecado. El símbolo de la cruz, la efigie de Jesús crucificado en las sepulturas, es una plegaria para que los que compartieron su muerte y cruz compartan algún día su gloria.

Siempre ha habido la costumbre piadosa de no hablar alto en los cementerios, de no gritar, de ser un lugar de respeto; y es que para los católicos esto no es mausoleo de cadáveres, sino un dormitorio de hermanos; para nosotros el cuerpo tiene un valor y dignidad enorme: somos obra de Dios, nuestro cuerpo recibe los sacramentos y está llamado a la eternidad como piedras vivas de la Jerusalén eterna. Imploremos la misericordia del Señor para con todos los fieles difuntos y pidamos a Santa María, medianera de todas las gracias, que interceda por las almas más necesitadas del purgatorio.

Termino con una bella oración de la liturgia mozárabe que compara el fuego de los muchachos del horno, Ananías, Azarías y Misael y que relata el profeta Daniel, con el fuego del purgatorio: "Señor, tú que libraste a los tres jóvenes del fuego ardiente, libra también las almas de los difuntos del castigo que sufran por sus pecados". ¡Amén!

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