Queridos hermanos sacerdotes, miembros de la vida consagrada, seminaristas, familiares, feligreses y amigos de los que hoy celebran su aniversario ministerial. A todos os deseo de corazón la paz en vuestras almas y el bien en el camino de vuestros pasos.
Acabamos de pedir en la oración colecta un don, verdadero regalo que entronca con lo que estamos celebrando: “Concede Señor a quienes fueron elegidos para ministros y dispensadores de tus misterios, la gracia de ser fieles en el cumplimiento del ministerio recibido”. Nada menos que esto hemos orado: desde la memoria de una llamada (fuimos elegidos), al contenido de cuanto se nos pedía (ministros y dispensadores de los misterios de Dios), atrevernos a pedir la fidelidad en el ejercicio de este ministerio. En una sencilla oración colecta, todo un programa de renovación y acción de gracias. Y a esto hemos venido en esta mañana de la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.
Bien podemos decir lo que la carta a los Hebreos nos ha recordado como plegaria de Jesús que no se avergüenza de llamarnos hermanos, diciendo al Padre lo que podemos decir todos nosotros como sacerdotes suyos: “aquí estoy yo con los hijos que Dios me dio”. Es la oración del Buen Pastor que se presenta ante el Señor junto al pueblo que le fue confiado a su ministerio.
Una nueva tanda de hermanos nuestros concurre para celebrar, y nosotros con ellos, esa efeméride anual que reúne a los que fueron ordenados hace veinticinco o cincuenta años de sacerdocio. Yo hablaba el domingo pasado en la Catedral ante aquellos diez jóvenes que fueron ordenados, de cómo las filas se van moviendo ante nuestra mirada según pasan los años sin que haya una posible pausa, pues la vida no se detiene. Sucede también lo mismo esta mañana. Las bodas de oro y de plata os hizo años atrás curiosos de los compañeros que comparecían precisamente delante de vosotros en una fiesta como la de hoy. Estaba lejos o cada vez más cerca vuestra propia fila personal según se iba acercando la cifra redonda desde aquel año dorado de 1975 o del plateado 2000.
Supongo que habréis hecho un hueco para realizar una memoria rendida de todo este tiempo transcurrido. ¡Cuántos sueños se forjaron y cumplieron!, ¡cuántas pruebas y pesadillas los cercenaron quizás! Hay muchos álbumes también en la crónica de vuestra vida. Y es que hace 25 o 50 años, no sólo erais (éramos) todos más jóvenes, sino que surcaban nuestros pasos aquellos senderos cuando en 1975 todavía estaba fresco el fragor del postconcilio con un Papa Pablo VI desgastado en su aplicación y discernimiento con toda la carga de ilusión esperanzada y con todo el peso de la confusión y desconcierto. Igual os sucedería a quienes estrenando el nuevo milenio veíais declinar a otro anciano Papa como Juan Pablo II aplicando todas las reformas y estrenos de su largo y fecundo pontificado. A ellos dos nos encomendamos en esta mañana, por ser los papas santos de nuestra biografía sacerdotal.
En ambos casos, como sucede también ahora en este momento, eran años jubilares que marcaban esa tregua de gracia con la que el Señor viene a nuestro encuentro dándonos una nueva oportunidad para la renovación y el recomienzo. Cincuenta o veinticinco años después, han sucedido tantas cosas en vuestras andaduras personales: habréis tenido que despedir a personas queridas y cercanas tras el adiós de la hermana muerte corporal, los distintos destinos pastorales habrán puesto diversos escenarios en el mapa de vuestro ministerio con toda la densidad de una geografía y de una historia en las que ejercíais el sacerdocio, compañeros de ordenación que acaso dejaron el ministerio por tantos motivos (siempre una ruptura no responde a una claudicación fatal y drástica, si no se han dado paulatinamente pequeñas rupturas y claudicaciones en nuestra fidelidad cotidiana), y, acaso también habéis acompañado a jóvenes trayéndolos de vuestra mano al seminario.
Tantas personas que se cruzaron con vuestra labor y entrega ministerial: niños a los que bautizasteis o disteis la primera comunión, jóvenes que preparasteis para confirmarse, matrimonios que presidisteis de hombres y mujeres que ante Dios dijeron los votos de su sí esponsal, ancianos y enfermos cuyo declive fue sostenido por el bálsamo de vuestra solicitud. Y tantas predicaciones de la Palabra de Dios de la que previamente fuisteis oyentes en el silencio de la oración, tantas confesiones escuchadas acercando la misericordia del Padre en heridas y pecados que Él por vosotros abrazaba, y la celebración de la Eucaristía cuyo pan repartían vuestras manos sabiendo que vuestra hambre de Dios era en ella saciada. Palabra escuchada en el hondón de vuestra alma, Misericordia penitencial recibida en la humildad de vuestras debilidades, Eucaristía que alimentaba todas las hambres por la Presencia resucitada de Jesús nuestro Maestro. Porque somos dispensadores y al mismo tiempo receptores de esa gracia multiforme que el Señor pone en nuestros labios y nuestras manos.
En esta Santa Misa es ocasión para poner sobre la patena y dentro del cáliz tantos nombres, tantos escenarios y momentos, tantas lágrimas vertidas en silencio y tantas alegrías brindadas con amigos y hermanos. Nosotros, que estamos aquí acompañándoos en esta mañana, nos unimos a vuestra acción de gracias más sentido y deseamos que aquello que se os dijo tras la imposición de las manos en el día de vuestra ordenación sacerdotal se siga cumpliendo: “lo que Dios ha dado comienzo en ti, Él mismo lo lleve a su más feliz término”. La historia no está concluida y seguiréis escribiendo nuevos capítulos, según la divina Providencia os vaya sosteniendo o enviando en los menesteres pastorales que pensando en vosotros Dios os ofrezca.
Es hermoso poder llegar a esta cita con la gratitud en vuestra alma. Me vienen los versos preciosos de José María Pemán a propósito de la semilla que se siembra en nuestra historia humana y cristiana:
Compartir quiero mis días
con otras almas hermanas
y partir mis alegrías
que, en lo que tienen de humanas
son tan suyas como mías.
Abrir a todos mis brazos
y consolar sus pesares,
y entre rimas y cantares
darles mi vida a pedazos.
Y al fin rendido quisiera
poder decir cuando muera:
Señor, yo no traigo nada
de cuanto tu amor me diera
¡todo lo dejé en la arada
en tiempos de sementera!
Allí sembré mis ardores
vuelve tus ojos allí,
que allí he dejado unas flores
de consejos y de amores….
¡ellas te hablarán de mí!
J.Mª Pemán. La sementera (1932)
Pido a nuestra Madre la Santina, que siga acompañando el gozo de vuestra entrega, que cuide de vosotros y que cumplidamente interceda para ser fieles a la gracia recibida. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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