Queridos hermanos y hermanas: Quiera el Señor inundar de su Paz vuestros corazones y acompañar con el Bien cada uno de nuestros pasos. Paz y Bien. Saludo a los sacerdotes y diáconos concelebrantes, a los miembros de la vida consagrada, a los formadores y seminaristas de los Seminarios diocesanos Metropolitano y Redemptoris Mater, a las parroquias de procedencia y también a las comunidades del Camino Neocatecumenal que habéis acompañado a estos jóvenes en su trayectoria vocacional, a los familiares y amigos.
Estamos concluyendo el tiempo de Pascua con esta fiesta solemne de Pentecostés. ¡Cuántas cosas han sucedido en estos cincuenta días en la Iglesia, en el mundo y en nuestras vidas! No tiene pausa la andadura humana, y nos situamos ya en ese momento de la llegada del Espíritu Santo como promesa cumplida de cuanto sucedió en aquella mañana en la que María y los discípulos oraban y aprendían a esperar.
El libro del Génesis nos habla de Babel, la torre pretenciosa que aquellos hebreos quisieron levantar para conquistar a Dios. Es una expresión más de la vieja tentación humana desde el pecado original: ser como Dios. O consumiendo las frutas prohibidas en el edén de nuestra libertad, o levantando las torres indebidas que desplazan la gloria divina, o adorando los fetiches dorados de dioses falsos. Nos dice el texto que todos hablaban una misma lengua, pero sin embargo no se entendían entre sí (cf. Gén 11, 8). Es un contrapunto de lo que sucedió en la plaza de Jerusalén el día de Pentecostés: proviniendo de todos los finisterres y hablando multitud de lenguas, todos comprendieron las maravillas de Dios. Es la paradoja de la historia humana: la uniformidad puede dividirnos y la diversidad crear comunión.
La liturgia de la Iglesia tiene una secuencia preciosa compuesta hacia el s. XI, en la que invocamos la venida del Espíritu Santo. Rememora esta fiesta de Pentecostés los 50 días en los que los judíos celebraban la acción de gracias por las cosechas tras la Pascua. También nosotros hemos cosechado tantas cosas y en esta liturgia agradecemos al Señor que las culmine con el envío del Espíritu Santo. Cenáculo de espera, cenáculo de plegaria, cenáculo donde con María aprender el sentido de Pentecostés cuando las puertas y las ventanas se abren de par en par para dejar pasar el viento huracanado que sople las mediocridades, mientras se posan sobre nuestras cabezas las llamas que encienden el corazón y llenan de luz nuestra mirada.
También nosotros decimos al Espíritu: mira el vacío ahuecado del hombre cuando tú nos faltas en los adentros. Mira el poder del pecado viejo con las inclinaciones en la memoria que nos hace rehenes de un largo pasado si tú no envías tu aliento que ponga su viento purificador en las entrañas. Y cuando la tierra reseca se agrieta por la sequía que la embarga, el don del agua hermana la riega brotando las semillas en los surcos enterradas. Sólo así el corazón enfermo sana de nuevo y vuelve latir al unísono del Corazón del Maestro a cuyo costado tantas veces nos recostamos con confianza. Es entonces cuando con gratitud y asombro vemos desaparecer las manchas sin dejar arrugas en el alma. ¡Qué cálido el calor de vida que derrite el hielo de la conciencia para ver nuevamente nuestra entrega enamorada! Todos los senderos torcidos y equivocados, son así reconducidos hasta la casa del Padre donde su gracia guía nuestros pasos encontrando el perdón de sus ojos a nuestra llegada.
Han sido cincuenta días de un aleluya ininterrumpido, como aquella mañana amanecida sin ocaso, ni luto, ni llanto, desde que Cristo resucitado dejara para siempre el sepulcro vacío. Aquellos discípulos tenían que continuar lo que en Jesús sólo tuvo comienzo. Pero no estaban aún preparados. Veían por doquier miradas extrañas que fiscalizaban, y fantasmas de la Pasión que les dejaban helados. Aquellos primeros discípulos estaban huidos o escondidos por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19-23). Fueron muchos los sobresaltos y andaban encerrados entre el pánico de sus temores y el frágil recuerdo de la promesa del Maestro, junto a la confianza que les despertaba María que les convocó a la oración y al aguardo.
La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, desde nuestro particular carisma, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. Tenemos hoy delante estos diez jóvenes que con una vocación ministerial van a prolongar esta misión con la llamada que han recibido en la Iglesia. Queridos hermanos y amigos ordenandos. Estáis en la fila de los elegidos como diáconos y presbíteros. Durante años habéis estado en otras filas. Cuando por primera vez asististeis a una ordenación sacerdotal, o cuando os poníais detrás de la fila de compañeros que iban delante en vuestra andadura como seminaristas. En esta tarde de Órdenes, la pregunta para los que ya estamos hace años ordenados es en qué fila me encuentro: la de la disponibilidad a lo que Dios me sigue pidiendo o el enrocamiento en mis cálculos. Hoy el nombre que se pronuncia coincide con el que recibisteis en el bautismo. Entonces todo estaba por escribir, ahora ya tenéis escritos varios capítulos en vuestra biografía humana y cristiana.
Detrás queda una historia vivida, y en esta tarde se os agolpan mil momentos entre recuerdos variopintos. Especialmente cada uno de vosotros ha ido viviéndolos con todos los registros de la vida y en todos sus escenarios: vuestro lugar de nacimiento, la familia que aceptó vuestra llegada con el sí de vuestros padres, los primeros años aprendiendo a caminar y a hablar, las preguntas tímidas que incipientes os interrogaban, la infancia cumplida, la mocedad estrenada, la adultez joven en la que aparecieron en contraste los sudores, los amores, las dudas, los sueños y las respuestas. Y todo esto, con una fe que surcaba los mares de vuestra personal historia con datos inolvidables: nombres escritos a fuego, sufrimientos purificadores, alegrías por las que habéis brindado, alguna pesadilla pesarosa y los sueños cumplidos. Todo un carrusel que con la ayuda de Dios y de los hermanos, os ha permitido crecer en vuestra humanidad creyente, vuestra pertenencia a la Iglesia de Cristo y la certeza de estar llamados a seguirle como sus discípulos en el sacerdocio.
Nuestra comunidad diocesana hoy se vuelve a conmover ante el paso que vais a dar tras vuestra presentación como diáconos queridos Rafael, Geoffrey, Luis Guillermo, Modesto Eliezer, Edgar Michel, o como presbíteros, queridos Dimas, Jhon Ángel, João Otávio, Juan Bautista, Jonathan Arnoldo. Los dos seminarios diocesanos: el Metropolitano de la Asunción y el Misionero Redemptoris Mater, os presentan con la alegría colmada de haberos acompañado durante todos estos años.
El recorrido lo tenéis claro en la memoria de estos años: asignaturas de diverso calado e interés con los distintos profesores, oraciones y liturgias con las que habéis orado en comunidad y en privado, la convivencia fraterna con tantos compañeros y formadores, las primeras prácticas pastorales en las parroquias a las que fuisteis enviados, y la paulatina integración en esta Iglesia particular que en esta tarde os incardina como diáconos u os revalida como presbíteros. Por supuesto que ha habido antes y durante este periplo otras personas que han intervenido en vuestro crecimiento vocacional: vuestras familias, los amigos, los sacerdotes y párrocos que habéis conocido, las comunidades cristianas con las que habéis caminado. Toda una andadura por la que sentidamente damos gracias en esta tarde luminosa. Quiera Dios seguir llamando a jóvenes que nos acompañáis en esta celebración y que os preguntáis qué quiere el Señor de vuestras vidas.
El querido Papa León XIV, decía hace sólo unos días en la ordenación sacerdotal de unos seminaristas romanos: «Vosotros sois testigos de que Dios no se ha cansado nunca de reunir a sus hijos, por diferentes que sean, y de constituirlos en una unidad dinámica. No se trata de una acción impetuosa, sino de aquella suave brisa que dio esperanza al profeta Elías en la hora del desaliento (cf. 1 Re 19, 12). La alegría de Dios no es ruidosa, pero realmente cambia la historia y nos acerca unos a otros… Queridos ordenandos, ¡concebiros a la manera de Jesús! Ser de Dios, siervos de Dios, pueblo de Dios, nos ata a la tierra: no a un mundo ideal, sino al mundo real. Al igual que Jesús, es a las personas de carne y hueso a las que el Padre pone en vuestro camino. Os consagráis a ellos, sin separaros de ellos, sin aislaros, sin hacer del don que habéis recibido una especie de privilegio» (León XIV, Homilía en las ordenaciones presbiterales. Basílica de San Pedro en el Vaticano. 31 mayo 2025).
Son hermosas estas palabras del Santo Padre. Ser de Dios para donarnos a las personas de carne y hueso a las que en su nombre sois enviados como ministros de la gracia y la reconciliación, y que por dentro y por fuera se note que sois sacerdotes. Aprenderéis en vuestro ministerio tantas cosas no estudiadas en los libros, ni previstas en vuestro rodaje pastoral, tanto en vosotros mismos como en las personas a las que serviréis en nombre de Dios y de la Iglesia. Aprenderéis las lágrimas de sus llantos, el dolor de sus heridas, los gozos de sus alegrías y el ensueño de sus esperanzas. Dejaos sorprender por Dios y consentid en ese intercambio de vuestra propia humanidad puesta al servicio de los hermanos: vuestros labios sean cantores de palabras de vida, vuestras manos repartan la gracia que salva y libera, vuestros ojos reflejen la misericordia en la mirada y el amor palpite siempre en vuestras entrañas. Sólo así seréis ministros de Dios y servidores de los hermanos, como peregrinos de la voluntad del Señor y jamás como turistas de vuestros caprichos, con la ilusión intacta de un misacantano sin la doblez escéptica de quien, desfondado, no ha nutrido ni cuidado su vocación primera.
Ayer me retiré al monasterio de Valdediós para prepararme a la festividad de Pentecostés y vuestra ordenación. Os voy a imponer las manos sacramentalmente, como otros obispos me impusieron las suyas cuando fui ordenado diácono, presbítero y obispo. Y volví a experimentar la desproporción entre la gracia que por estas pequeñas manos pasa y la vida cotidiana que llevo adelante en mi fidelidad discipular. Sentí entonces la necesidad de prepararme con una confesión en la que pedí perdón por mi pobreza indigente sintiéndome mendicante de la gracia que ahora la Iglesia os administra. Somos mendigos, sí, nunca apoderados de una compraventa. Esto suscita la confianza en quien nos llama y no el temor que siembra el miedo y la tristeza. Con esta audacia invocaremos ahora a todos los santos, y detrás de cada nombre hay una página de evangelio que ellos vivieron y nos legaron. Cada uno de estos hombres y mujeres, con Santa María a la cabeza, interceden ante vuestra llamada y consagración, vuestra misión como presbíteros y diáconos.
Como acabáis de escuchar ahora, «Dios que comenzó en vosotros la obra buena, él mismo la lleve a término». Es lo que pedimos con inmensa confianza para que seáis bendecidos. Queridos amigos y hermanos, enhorabuena por este regalo que recibís y que nuestra Diócesis de Oviedo se hace también depositaria. Que seáis testigos de la esperanza en este año santo jubilar y cada día en este nuestro mundo tan necesitado de ella. María nuestra Santina acompañe vuestro ministerio. Amén.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. El Salvador
No hay comentarios:
Publicar un comentario