Volvió a suceder. Quizás no terminamos de acostumbrarnos a tamaño regalo que se nos hace cada año últimamente, aunque conviene tomar nota y levantar acta para poder debidamente caer en la cuenta y saber agradecer. La noticia es que el domingo pasado nuestra Catedral de Oviedo se vio llena como pocas veces la hemos visto. Era difícil adentrarse tras las puertas de acceso. Un abanico de tantas edades: desde personas mayores que peinaban las canas de su sabiduría, hasta los más alevines que venían como bebés en sus carritos bajo la atenta mirada de sus padres. Y mucha mocedad de diversas edades. Fue realmente una ráfaga de aire fresco.
El motivo de la celebración giraba en torno a trescientas diez personas que durante un año se habían estado preparando para recibir los sacramentos de iniciación cristiana: el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Es lo que llamamos el “catecumenado de adultos”. Son muchas historias detrás de estas personas, cada una con su nombre y con su edad, y con las circunstancias de vida en todos los órdenes que llevaban en el equipaje para este viaje hacia la comunidad cristiana. Me detengo en los que se bautizaban. Distintos motivos hicieron que no recibieran a una edad más temprana, al poco de nacer, ese sacramento que nos inserta en Cristo resucitado y nos adentra en la comunidad cristiana haciéndonos miembros de la Iglesia del Señor. Los había de Asturias, de la América hispana, de Bulgaria y de Corea. Todos ellos escucharon sus nombres mientras el obispo les vertía el agua sobre sus cabezas invocando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Acostumbrados a esta escena con niños en mantillas, sorprendía gratamente ver a personas jóvenes adultas acercarse a la fuente bautismal comenzando su vida cristiana.
Yo pregunté a alguno de ellos porqué se hacían cristianos. Y me decían: por el impacto que me produjo el testimonio de los que vivían todas las cosas desde Jesús. Porque estos cristianos amigos o compañeros provocaban una pregunta: qué secreto tenéis para perdonar a quien os puede ofender o herir dentro de nuestro mundo crispado y violento; o cuál es la fuerza que os anima para expresar la verdad cuando vemos que la mentira nos rodea y se hace patente de curso en algunos políticos y mandatarios en medio de este carrusel de la impunidad y de la corrupción amañada; o cómo os protegéis de tanta frivolidad que se exhibe entre la gente del famoseo y de la mediocridad.
Me pareció muy hermosa la razón: ellos se sintieron interrogados, interpelados, por lo que en medio de la violencia aparece como testimonio de la paz, o cuando en medio de tanta engañifa emergen cristianos que viven la verdad que les hace libres, o si en medio de demasiada bronca zafia resplandecen quienes testimonian con sencillez el encanto de la bondad y belleza en sus maneras y opciones de vida. Así fue entre los primeros cristianos: que insertos en un imperio decadente consiguieron con su vida llenar de alegría la ciudad, y su amor por la vida, por la familia, por la verdad, por la libertad. Hicieron que sin ninguna pretensión significasen un reclamo y una alternativa. Todo lo demás era estéril, caduco y obsoleto, con un declive moral que destruye con sus mentiras crasas, sus corrupciones maquilladas, sus violencias agresivas, sus opulencias vacías. Pero el sencillo testimonio cristiano despertaba esa curiosidad en la que gente que los veía, para preguntarse cuál era el secreto. Era la curiosidad de los que veían a Jesús en medio de ellos: “¿de dónde saca todo esto?, ¿cómo tiene esa sabiduría y cómo así que hace milagros?” (Mc 6,1-6), “Mirad cómo se aman”, decía Tertuliano en el s. II.
Toda una responsabilidad para nuestra vida cristiana: si provoco esa bendita curiosidad por mi sencillo testimonio, o si mi vida es tan pagana que sólo suscito indiferencia. Estos amigos se dejaron alcanzar por el buen testimonio de cristianos coherentes y también ellos llenaron de alegría la ciudad.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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