De nuevo aparecen las charangas con sus comparsas y notas de desenfado con más o menos gusto e ingenio en el carnaval de estas fechas. Es tiempo de asomamos a las cenizas y carnavales del comienzo de la cuaresma, y podría parecer que los cristianos estamos ante una pugna, con ese pulso que cada año dicen que volvemos a plantear frente a todos. Es fácil endosarnos el uniforme oscuro, en divisa cenicienta, que da la impresión de que somos gente dura, gente triste, amiga siempre del recorte de cualquier abundancia. Así se nos caricaturiza en no pocos foros de la opinión pública y en la publicada. Pero, evidentemente, no nos reconocemos en tal atuendo ni es nuestro tan ajeno disfraz.
Para no pocos, la cuaresma es como una especie de secular venganza de la Iglesia contra la alegría, contra la visión optimista y juguetona de la existencia. Llega la cuaresma cristiana y su mensaje sigue resultando extraño para tanta gente. Tanto que, algunos organizan su correspondiente vacuna folclórica: se sacan las coreografías del carnaval al uso, con disfraces y caretas, caravanas divertidas, bacanales a medida, desenfrenos de encargo y orgías pagables con tarjeta de crédito negras o multicolor. Y los cristianos dale con su cuaresma, con sus ayunos, sus limosnas y su oración. Quien tuviera que hacer una crónica apresurada de este escenario, tendría un fácil titular periodístico: la vieja batalla entre la señora cuaresma y don carnal, entre el libertinaje y los diez mil mandamientos, entre el paraíso fiscal del vale todo y el infierno penal de todos los peajes.
Así las cosas, es justo y necesario que nos preguntemos si los cristianos somos tan extraños y obsoletos de verdad. ¿Nos embarca la Iglesia cada año a un viaje tan triste y sin final? No faltarán los que, alardeando de cuatro ideas religiosas prendidas del baúl de sus pretéritos, digan incluso: pero ¿no os ha resucitado Cristo ya? ¿A qué vienen, pues, todas estas alharacas cenicientas en las que la Iglesia se empeña cada año? Y surge casi inevitable la inevitable conclusión: que los cristianos han perdido el tren de la vida, repiten sus trasnochadas cantinelas, y sus musas son sirenas de la nada.
Hemos de decir que los cristianos creemos, por supuesto, que Cristo ha resucitado. Pero nosotros no. En nuestra vida quedan aún tantas cosas que tienen pendiente la pascua del Señor, tantas zonas en las que su luz resucitada todavía no ha entrado iluminando. Y año tras año hacemos el camino cuaresmal con la alegría del evidente realismo que deja fuera cualquier hipocresía, sin disfraces ni caretas: necesitamos resucitar también nosotros. Y lo hacemos andando el camino de Jesús. No creemos en una alegría fugaz, prestada, escondida tras una careta que tapa una realidad mucho menos halagüeña. Creemos en una alegría que es fruto de la verdad, de la verdad de nuestra vida, porque sólo la verdad nos hace libres y nos da esa alegría que nadie nos podrá arrebatar (cf. Jn 16, 22). Por eso no nos disfrazamos en carnaval, porque tenemos bastante indumentaria con nuestra humilde realidad que reclama una verdadera y gozosa transformación.
La cuaresma que nos aprestamos a iniciar no es un túnel negro e inevitable que cada año hemos de recorrer los cristianos. Es un camino por el que volvemos a tomar el sendero que habíamos perdido, la paz que habíamos quebrado, la belleza que habíamos manchado, la bondad que habíamos embrutecido y la fidelidad que habíamos traicionado. Todos tenemos, en mayor o menor medida, necesidad de volver, esa vuelta que en el lenguaje cristiano llamamos conversión. Volver a empezar dejándonos abrazar por una misericordia infinitamente mayor que todos nuestros traspiés pecadores. Por eso, tras las fanfarrias carnavaleras, seguimos humildemente el camino que nos conduce a la luz pascual, donde la bondad y la verdad se besan, y la belleza nos quita el luto en la fiesta que no se acaba jamás.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm,
Arzobispo de Oviedo
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