Celebramos nuevamente el día del Señor para compartir
su Cuerpo e interpelarnos con su Palabra. Y en esta semana XIX del Tiempo Ordinario
los textos bíblicos nos interrogan sobre nuestra relación personal con Dios.
En la primera lectura del Libro del Reyes vemos cómo Elías se dirige al monte Horeb buscando hallar el encuentro personal aludido. En la lectura se nos expone cómo buscaba a Dios en lo más poderoso y llamativo, pero allí no estaba. Ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, ni en el huracán… Finalmente “se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva’’. Y es que el Señor no viene personalmente a nosotros con grandes ruidos o portentos, sino discreto y sigiloso en “tú a tú” que incluso nos permite rechazar o que nuestras muchas ocupaciones “ruidosas” no nos permiten percibir.
La epístola de este día es un tanto compleja, pero sigue la misma línea de todos los textos: la relación de Dios con su pueblo. En su Carta a los Romanos San Pablo se sincera, quizás por las críticas que recibía en muchos lugares donde predicaba y donde le reprochaban sus orígenes de ciudadano romano. Pablo muestra su vergüenza no por no haber sido testigo del Señor, sino por el mal testimonio que daban los que sí le habían conocido; los que descendían de su misma tribu, de su mismo pueblo, los que a través de los siglos habían experimentado en sus familias con cierta indiferencia cómo se cumplía la promesa del Señor en sus vidas. Y es que para acercarse a Él no hay raza, ni categoría, estatus o linaje. Jesucristo viene a romper todo eso. Más en los comienzos de la Iglesia hubo muchas controversias sobre si los no judíos podían ser miembro del cuerpo de Cristo de pleno derecho. Ahora también nosotros seguimos considerando a muchos otros indignos de ser parte de nuestra Comunidad; tal vez nos incomoda compartir el banco en el templo con un extranjero o con una persona que por las vicisitudes de su vida o familia consideramos más “pecador” que nosotros. O incluso nos atrevemos a juzgar a los demás sólo en función de mis criterios como único método y evaluación... Nuestras premisas no son las de Dios, y para llegar a su corazón el juicio es únicamente suyo.
Finalmente el evangelio de hoy nos habla de cuál es la clave de nuestra relación con Dios: la fe debidamente cuidada y arraigada en nuestra vida. La duda hace a Pedro hundirse, pues éste se había hecho sus propias ideas sobre Jesús, pero aún no tenía una verdadera fe en Él. Quizá lo tenía por profeta, por un taumagurto, por hombre fuera de lo normal y con poderes, pero aún no había comprendido que era el Hijo de Dios y que hasta podía someter la misma naturaleza. Pedro peca de orgullo y -“retándole”- quiere ir hacia Jesús como el que va a un espectáculo y no como el que camina convencido hacia Dios, por eso duda y empieza a hundirse temiendo ahogarse; es ahí cuando sólo por temor y viéndose morir -como nosotros mismos tantas veces- clama a Jesús y le grita ‘’Señor sálvame’’. Jesús apenado de su falta de fe le tiende sin dudar su mano como nos la tiende a cada uno de nosotros cuando acudimos a Él -aún con nuestras dudas y faltas de fe- en nuestras tormentas y hundimientos. Sólo cuando Pedro se ve de nuevo a bordo de la barca y seguro reconoce lo que hasta entonces no profesaba, exclamando: «Realmente eres Hijo de Dios».
La lección de este domingo es ésta, alimentar y cuidar cada día nuestra relación con el Señor, edificar nuestra fe y confianza en Él y no esperar a vernos en apuros para gritar -sólo cuando nos aprieta el zapato- ¡‘’Señor sálvame’’!...
No hay comentarios:
Publicar un comentario