martes, 14 de abril de 2020

ESE PRIMER FUNERARIO. Por Chus Iglesias

Si algo tiene de característica la Semana Santa respecto al resto del año litúrgico, es la repetición y simpatía que suscitan varios personajes del relato de la pasión de Jesucristo. ¿Qué cristiano devoto no le hubiese gustado liberar un rato de la cruz a Jesucristo como hizo Simón de Cirene, o conservar un trozo de tela con el que haber limpiado aquel ensangrentado rostro como la piadosa Verónica?

Pero un personaje al que no se le suele dar demasiada importancia es a José de Arimatea. Este discreto discípulo que aparece en los cuatro evangelios y con una actuación muy similar en los sinópticos, se ha constituido como el primer funerario del cristianismo, así como San Esteban pasó a la historia como el protomártir de los hechos de los apóstoles. En breves versículos, nos dicen en primer lugar que tenía una buena posición social (Mt. 27, 57), que era miembro distinguido del Sanedrín (Mc. 15, 43), y con fama de bueno y justo (Lc. 23, 50). Quizás ese buen currículum y tratarse de alguien de confianza para todos, le hizo armarse de valor, y pedir el cuerpo del reo a Pilatos, sin mucho temor a correr la misma suerte.

Otro dato coincidente en los tres evangelistas una vez recepcionado el cadáver, es que José personalmente, a pesar de su posición social, lo bajó, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro sin estrenar aún por nadie.

A este respecto, y trabajando un servidor en el sector funerario, se me hace más creíble el relato joánico, que habla de la ayuda de Nicodemo (Jn 19, 39), pues para el traslado de un finado malamente se arregla un individuo sólo, pese que nos dicen que no estaba lejos del lugar de la crucifixión (Jn. 19, 42).

Han pasado más de dos mil años desde ese momento histórico hasta hoy y he de decir que encontramos grandes similitudes con un entierro cristiano, hoy más que nunca, en tiempo alerta sanitaria y confinamiento.

Todo buen funerario por poco que lleve en el sector, sabe que para la recogida de un fallecido, además del aviso de la familia o a quien hayan delegado para ello, es necesario el permiso del responsable del lugar del óbito “Pilato mandó que se lo entregaran” (27, 58b). La recogida de un fallecido, se intenta hacer de la manera más respetuosa, no sólo por los familiares presentes “Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, lo iban observando todo de cerca” (Lc. 23, 55), sino por la propia dignidad de quien dio vida hasta entonces de aquellos restos mortales. También sigue siendo costumbre el uso de la sábana higiénica, como José de Arimatea quien “compró una sábana” (Mc. 15, 46).

 Pero más allá de la coincidencia normal del rito funerario, quiero detenerme en la peculiaridad que esta semana santa más que nunca llama la atención. “Era del día y de la preparación de la pascua y estaba comenzando el sábado” (Lc, 23,54). Aquellos funerarios “ad casum” y aquellas piadosas mujeres, tuvieron que someterse a un entierro precipitado, en un tiempo en que no estaba permitido realizar ningún tipo de actividad, producto de un sistema teocrático que castigaba saltarse ese confinamiento celebrativo.

Quizás es por estar metido en ello por profesión, pero en este tiempo me vuelven a la mente esos personajes bíblicos, que podemos verlos reflejados en tantos y tantos fallecidos por Covid-19 en toda España. Ese temor a la puerta de mortuorios a la hora de pedir un cadáver en el hospital por el
peligro de contagio, pese a tomar todas las medidas posibles. Esos entierros precipitados autorizados por el el ministerio, y donde un máximo de tres familiares pueden acompañar en el adiós y que vemos tan deshumanizador, tiene también reflejo hoy, si analizamos con detalle las exequias del mismo Jesucristo.

Un duelo mal cerrado, que dirían hoy nuestros psicólogos, pues “las mujeres volvieron al sepulcro” (Lc. 24, 1) será también sin lugar a dudas, el resultado futuro de aquellos familiares que desconcertados, llaman al Palacio de hielo madrileño desesperados: “Se han llevado a mi Señor y no se dónde lo han puesto” (Jn. 20, 13).

Así pues, quiero transmitir todo mi apoyo a todos los trabajadores del sector funerario, de toda España y en especial de mi entorno, que día a día, como José de Arimatea nos toca recoger a los muertos injustamente por esta pandemia, y sin pompas ni grandes despedidas, damos sepultura en los cementerios locales, o en los hornos de nuestras instalaciones. Quizás la sociedad no es tan consciente de este papel que nos toca jugar en esta macabra historia nunca soñada, como lo es de sanitarios, policías u otros sectores, pero seguiremos adelante con la discreción y profesionalidad que siempre nos ha caracterizado, como aquel “bueno y justo” (Lc. 23, 50a).

Quiero finalizar el presente, con ese mismo apoyo sincero también a las familias. Especialmente a aquellas que no podéis hacer un velatorio y un funeral por las restricciones legales, y como María el Sábado Santo oráis y lloráis en soledad desde vuestra casas a los que van camino del cielo.

¡¡Ánimo!!

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