No tenemos mucha noticia de él. Que era oriundo de Cirene y que volvía aquella tarda mañana de trabajar como cualquier día. Le sorprendió un tumulto extraño en aquella calle cuesta arriba en medio del zoco. Aún no se llamaba a aquella subida la “vía dolorosa”. Quizás se asomó, curioso, a ver qué pasaba, a ver quién pasaba, y un empujón inesperado le hizo saltar a primera escena, con lo que quedaba descubierto e implicado sin ninguna cita previa.
La historia le ha conocido por ese gesto como el “cirineo”, por su procedencia, como si se le llamase el “asturiano”, caso de haber nacido en nuestra tierra. Pero aquel mocetón, de pronto, se encuentra llevando la cruz que Jesús arrastraba sin que le perteneciese. Era más del cirineo que del Nazareno. Pero aquel gesto le valió por toda una vida como si volviese a nacer en aquel instante. Es una escena que nos focaliza todo aquel drama de Jesús que tiene en estos días de la Semana Santa cristiana su convocatoria anual para los cristianos creyentes. Son fechas en las que recorrer ese camino de amor extremado hasta la locura de una muerte en cruz (Filp 2,8).
Una de las tragedias del hombre contemporáneo es la soledad tremenda en la que de hecho vive en lo hondo de su corazón. La soledad incluso en medio de gente que se te pega por un simple o un complicado interés, como si pareciese que en tanto interesa mi haber y hacienda, mi voto para cualesquiera elecciones, mi aplauso o mi docilidad domesticable por el poder de turno…, en esa medida tendré gente “incondicional” que me vestirá con su bandera, o hará de la mía su mejor gala de trapío. Pero esa compañía, por estar tan interesada, suele tener pronta su fecha de caducidad.
No es el caso de Cristo. Hay que tener mucho amor, de ese que no sabe de cálculos, ni de precios, ni de intereses bastardos, para romper la soledad de alguien que en nuestro camino se entrecruza por un momento o para siempre, y mirar su vida, quererla, y abrazarla hasta el final, con todas las consecuencias. Ese fue el trueque entre Jesús y aquel hombretón de Cirene. Este mucho amor es el que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, tomando en serio nuestra felicidad, como nadie y hasta siempre. Él no ha puesto condiciones previas para dársenos hasta la “divina locura”. Él ha respetado de antemano nuestra libertad, aunque la usásemos para responder a su entrega a nosotros, blandiendo torpemente el arma del olvido o de la hostilidad hacia Él. Él perdonará siempre, cada vez que siempre hagamos, lo que no sabemos siempre que estamos haciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
El amor y el dolor, el amor que engendra vida y que por amar está dispuesto a perderla. Así ha sido el amor de Dios Amor. Y este drama de amor, no ha quedado como gesta añeja de un bonito pasado…muy pasado ya, sino que Él vuelve a amar, y vuelve a arriesgar su piel. La Pasión de Dios es tan actual como la de cada uno de nosotros en esta circunstancia, y nuestras preguntas, nuestras lágrimas, así como nuestra esperanza y certezas, pasan por este momento de prueba en donde Dios se hace encontradizo.
Este año la pasión tiene ese domicilio de una vía dolorosa insospechada con la pandemia que nos tiene en vilo. Jesús se hace cirineo en esta encrucijada malhadada que pone a prueba lo mejor de nosotros mismos. Él está llevando la cruz de tantos, la de todos, poniendo el bálsamo de su ternura, la llama de la esperanza, el consuelo de la gracia, el horizonte de la vida que no acaba. Con Jesús, con María, hacemos esta semana santa de otra manera, mientras acompañamos de mil modos a las personas que nos rodean siendo para ellas un pequeño cirineo en medio de esta pandemia.
La historia le ha conocido por ese gesto como el “cirineo”, por su procedencia, como si se le llamase el “asturiano”, caso de haber nacido en nuestra tierra. Pero aquel mocetón, de pronto, se encuentra llevando la cruz que Jesús arrastraba sin que le perteneciese. Era más del cirineo que del Nazareno. Pero aquel gesto le valió por toda una vida como si volviese a nacer en aquel instante. Es una escena que nos focaliza todo aquel drama de Jesús que tiene en estos días de la Semana Santa cristiana su convocatoria anual para los cristianos creyentes. Son fechas en las que recorrer ese camino de amor extremado hasta la locura de una muerte en cruz (Filp 2,8).
Una de las tragedias del hombre contemporáneo es la soledad tremenda en la que de hecho vive en lo hondo de su corazón. La soledad incluso en medio de gente que se te pega por un simple o un complicado interés, como si pareciese que en tanto interesa mi haber y hacienda, mi voto para cualesquiera elecciones, mi aplauso o mi docilidad domesticable por el poder de turno…, en esa medida tendré gente “incondicional” que me vestirá con su bandera, o hará de la mía su mejor gala de trapío. Pero esa compañía, por estar tan interesada, suele tener pronta su fecha de caducidad.
No es el caso de Cristo. Hay que tener mucho amor, de ese que no sabe de cálculos, ni de precios, ni de intereses bastardos, para romper la soledad de alguien que en nuestro camino se entrecruza por un momento o para siempre, y mirar su vida, quererla, y abrazarla hasta el final, con todas las consecuencias. Ese fue el trueque entre Jesús y aquel hombretón de Cirene. Este mucho amor es el que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, tomando en serio nuestra felicidad, como nadie y hasta siempre. Él no ha puesto condiciones previas para dársenos hasta la “divina locura”. Él ha respetado de antemano nuestra libertad, aunque la usásemos para responder a su entrega a nosotros, blandiendo torpemente el arma del olvido o de la hostilidad hacia Él. Él perdonará siempre, cada vez que siempre hagamos, lo que no sabemos siempre que estamos haciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
El amor y el dolor, el amor que engendra vida y que por amar está dispuesto a perderla. Así ha sido el amor de Dios Amor. Y este drama de amor, no ha quedado como gesta añeja de un bonito pasado…muy pasado ya, sino que Él vuelve a amar, y vuelve a arriesgar su piel. La Pasión de Dios es tan actual como la de cada uno de nosotros en esta circunstancia, y nuestras preguntas, nuestras lágrimas, así como nuestra esperanza y certezas, pasan por este momento de prueba en donde Dios se hace encontradizo.
Este año la pasión tiene ese domicilio de una vía dolorosa insospechada con la pandemia que nos tiene en vilo. Jesús se hace cirineo en esta encrucijada malhadada que pone a prueba lo mejor de nosotros mismos. Él está llevando la cruz de tantos, la de todos, poniendo el bálsamo de su ternura, la llama de la esperanza, el consuelo de la gracia, el horizonte de la vida que no acaba. Con Jesús, con María, hacemos esta semana santa de otra manera, mientras acompañamos de mil modos a las personas que nos rodean siendo para ellas un pequeño cirineo en medio de esta pandemia.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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