(C.E.E.) La Cuaresma es uno esos tiempos litúrgicos que más ha marcado la historia, la vida y la espiritualidad de la Iglesia de todos los tiempos. Desde que la comunidad cristiana comenzó a organizar el año litúrgico, siempre ha considerado la centralidad de la celebración de la Pascua y ha privilegiado su correspondiente tiempo preparatorio. Aunque, a lo largo de la historia, este tiempo ha sufrido modificaciones en su concepción, expresión y extensión, siempre han permanecido unas constantes fundamentales. En estas líneas trataremos de mostrar esos ejes vertebradores de nuestra cuaresma actual que, como bien es sabido, se extiende desde el miércoles de ceniza hasta la mañana del jueves santo.
No puede haber una obertura más significativa que la imposición de la ceniza sobre el pueblo cristiano, expresando así su disposición a la penitencia; la materia final de las cosas después de la cual ya nada puede existir ni tener vida, recuerda al hombre su caducidad y finitud: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3,19). La ceniza se muestra así como un signo de muerte; un recordatorio de aquello que es común e iguala a todo ser humano y así ayuda a reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por Dios.
No obstante, este rito penitencial no pretende promover un sentido desesperado de la existencia; nada sería más contrario al Dios de la vida manifestado en Cristo. El rito de la ceniza encuentra su contrapunto al final de los cuarenta días, cuando todo se renueva por medio del principio esencial de la vida: el agua. Al recordar en la celebración pascual de la noche santa, las acciones salvadoras de Dios a través del agua y, en sumo grado, la maravilla del bautismo, recordamos el medio por el que el hombre, abocado al polvo, adquiere un nuevo sentido para la existencia: «el hombre, creado a tu imagen y limpio en el bautismo, muera al hombre viejo y renazca, como niño, a nueva vida por el agua y el Espíritu» (bendición del agua bautismal). Ceniza y agua, situados en los extremos de la cuaresma, se presentan como dos antagónicos, signos de muerte y de vida respectivamente, que marcan un comienzo penitencial y un final glorioso.
Cristo en la Cuaresma
Antes de ver en la Cuaresma una oportunidad para la ascesis y la penitencia, la Iglesia se manifiesta con el firme propósito de contemplar al Señor que comienza su ascenso hacia Jerusalén y ve cercana la culminación de su obra por este mundo. Es paradigmático el Evangelio del primer anuncio de la pasión (Lc 9,22-25) que se proclama el jueves después de ceniza. Allí se advierte a los discípulos que «el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Desde los primeros pasos cuaresmales del Señor y de la comunidad cristiana hacia el lugar de la pasión y de la glorificación, queda bien patente que Él marcha decidido y, al mismo tiempo, advierte a sus discípulos el rigor del seguimiento: «el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz de cada día».
Al mismo tiempo, la Iglesia contempla el misterio de Cristo retirado al desierto durante cuarenta días, donde es tentando (Evangelio del primer domingo). Este acontecimiento que, junto con el bautismo, preparó la vida pública de Cristo, en el contexto cuaresmal se traduce en un paradigma de la vida del cristiano, llamado a «sofocar la fuerza del pecado» (prefacio del I domingo). La cuarentena de días en el desierto ejerció un influjo poderoso para la constitución de nuestra cuaresma actual y tiene, al mismo tiempo, muy fuertes resonancias veterotestamentarias: días del diluvio (Gn 8,6), años del éxodo a través del desierto (Ex 16,35), días de Moisés y Elías en la montaña santa (Ex 25,18; 1R 19,8).
Con este simbolismo, la Cuaresma sitúa a la Iglesia en un periodo donde deberá aprender a superar la prueba y la tentación por medio de la confianza en la providencia y misericordia divinas, al igual que Cristo en el desierto.
A partir de estos dos grandes principios, la comunidad cristiana se siente movida a imitar a Cristo en su estancia por el desierto y, al mismo tiempo, se dispone a preparar los acontecimientos que tendrán lugar en los días del Santo Triduo Pascual.
La Iglesia en la cuaresma
Después de mirar a Cristo en la Cuaresma es preciso que tomemos conciencia de la vida de la Iglesia, sabedores de que uno y otra son realidades inseparables. El Concilio Vaticano II pidió que en el tiempo cuaresmal se potenciaran los elementos que muestran el doble carácter de este tiempo: bautismal y penitencial (cf. SC 109). La vida de la Iglesia, por lo tanto, se articula en torno a estos dos grandes ejes.
El tiempo de Cuaresma es el tiempo de preparación al bautismo por excelencia: «los catecúmenos, ciertamente, tanto por la elección y los escrutinios, como por la catequesis, son conducidos a los sacramentos de Iniciación cristiana» (Ceremonial de los Obispos 249). Siguiendo la tradición más antigua de la Iglesia, los llamados a la fe, intensifican su preparación durante los cuarenta días previos a su iniciación, que tendrá lugar en la Vigilia Pascual. El itinerario cuaresmal, por lo tanto, posibilita a los catecúmenos una mayor profundidad en su acercamiento a la vida de la comunidad cristiana así como una más intensa formación espiritual y doctrinal, en orden a purificar sus corazones y sus mentes con el conocimiento más profundo de Cristo. Esto se verifica por los escrutinios y las entregas (cf. Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos 25).
Por su parte, la comunidad de los creyentes no sólo «visualiza» los ritos que tienen lugar sobre los catecúmenos (escrutinios y entregas) sino que, sobre todo, intensifica su oración por ellos, los acompaña con el amor de una madre que espera el nacimiento de un nuevo hijo y les muestra el testimonio de la vida consagrada a Dios que da comienzo en el bautismo.
Al mismo tiempo que los catecúmenos son examinados para verificar el grado de su conversión, los ya bautizados examinan su conciencia y se acercan al sacramento de la penitencia de forma más asidua y más fructuosa, tal y como recomienda la Iglesia en este tiempo (cf. Carta circular sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales 15).
Precisamente éste es el segundo carácter de la Cuaresma. Los que ya han sido iluminados, deben recordar y revivir su «vocación de pueblo de la alianza»; de esta forma, se hace posible que aquel bautismo que ocurrió una vez en la vida, siga siendo operante en el momento actual. Para ello es necesario abandonar el pecado y dar opción a una verdadera conversión; es decir, una auténtica adhesión a Dios: «vuelve hacia ti nuestros corazones, para que, buscando siempre lo único necesario… nos dediquemos a tu servicio» (colecta, sábado primera semana). Dicho con otras palabras, la penitencia cuaresmal no es una ascesis desencarnada, sino el medio para seguir mejor a Cristo y vivir más fielmente el Evangelio. En este sentido, es bien significativo que el miércoles de ceniza se entreguen a los cristianos las armas de la penitencia «al luchar contra los enemigos espirituales» (colecta, miércoles de ceniza): la oración, el ayuno y la limosna (Mt 6,1-6.16-18). Esta tríada clásica favorece la dedicación más intensa y asidua a la alabanza divina, la liberación de las necesidades de la tierra para descubrir la necesidad de la vida divina y la generosidad con los necesitados como expresión de la caridad cristiana y de la generosidad divina.
La Palabra de Dios en la cuaresma
«El sacramento de los cuarenta días» es un espacio donde la palabra de Dios cobra una importancia destacada. Cristo en el desierto venció la tentación constatando que el hombre no sólo vive del pan material sino de toda palabra que sale de la boca divina (cf. Mt 4,4). Del mismo modo, el creyente, llamado a vencer el pecado y la tentación, encuentra en el contacto más frecuente y profundo con la palabra de Dios la luz en la lucha contra el mal.
Uno de las mejores oportunidades para este encuentro con la palabra, reside en los textos bíblicos dominicales de la Eucaristía. Es muy conveniente comprender el itinerario que marcan los Evangelios en cada ciclo. En el presente ciclo B, tras las tentaciones y la transfiguración (comunes a todos los ciclos), encontramos tres pasajes cristológicos del evangelista san Juan con la sugerentes imágenes del templo destruido y levantado, la serpiente elevada en el desierto, y el grano de trigo que es sepultado en tierra.
La Piedad Popular en la cuaresma
Además de los sacramentos, el Oficio Divino y la meditación atenta de la palabra de Dios, los creyentes han desarrollado con el paso de la historia unas formas de piedad que ayudan también a su preparación cuaresmal. Destacan las expresiones de devoción a Cristo crucificado, la lectura de la pasión, el Via Crucis y el Via Matris (cf. Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia 128-137).
Todo ello ofrece la imagen de una Iglesia que reconoce en el misterio pascual de Cristo el centro de su salvación; que ora, hace penitencia y renueva sus compromisos bautismales
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