El Papa Francisco tocó un asunto casi prohibido… y los medios fingieron no oír (Aleteia)
El papa Francisco recordó este domingo a los cerca de 3,5 millones de víctimas de hambre provocada deliberadamente en los campos de Ucrania por las políticas del dictador comunista Joseph Stalin, de la antigua Unión Soviética, entre 1932 y 1933, para “colectivizar” granjas de ganado y tierras agrícolas.
El abominable episodio, llamado hoy de Holodomor, fue el más voluminoso, pero no el único del género: 1,5 millones de personas en Kazajistán y casi otro millón de habitantes del norte del Cáucaso y de regiones a lo largo de los ríos Don y Volga sufrieron suplicios semejantes, en la misma época, también causados intencionalmente por el gobierno comunista.
En un mensaje al pueblo ucraniano, el papa Francisco mencionó “la tragedia del Holodomor, la muerte por hambre provocada por el régimen estalinista que dejó millones de víctimas. Rezo por Ucrania, para que la fuerza de la paz pueda curar las heridas del pasado y promover caminos de paz”.
El genocidio ucraniano empezó debido a la resistencia de muchos campesinos del país a la colectivización forzada, una de las bases del régimen comunista por implicar la supresión de la propiedad privada. Los soviéticos confiscaron masivamente el ganado, las tierras y las granjas de los ucranianos y les impusieron castigos que iban desde trabajos forzados al asesinato sumario, pasando por brutales desplazamientos de comunidades enteras.
A pesar de haberse tratado del exterminio sistemático de un pueblo, aún no existe, en la llamada “comunidad internacional”, un reconocimiento amplio y claro del genocidio ucraniano. Algunas corrientes ideológicas evitan el término genocidio alegando que el Holodomor habría sido, a su ver, una consecuencia de “problemas logísticos” asociados a las radicales alteraciones económicas de la Unión Soviética. Es decir, algo que dejaría de ser ese algo porque llegó a ser algo como efecto colateral de alegadas buenas intenciones…
Es muy interesante observar que, recurrente y obstinadamente, se confeccionan teorías suavizares y condescendencias “técnicas” para regatear la verdad sobre el comunismo: esa aberración histórica jamás pasó, ni podría, de una monstruosidad tan odiosa y criminosa como el nazismo.
Además, al hablar de nazismo, prácticamente todo el mundo ya ha oído hablar del Holocausto. Mucha menos gente ha oído hablar del Holodomor. No se trata de comparar los horrores, sino de cuestionar el relativo silencio alrededor de éste en comparación con la amplia divulgación que se da a aquél, sin que ninguno de estos episodios atroces sea “menos grave” o “más grave” que el otro. Sólo hay relativización moral del exterminio humano, finalmente, en la mente de quien lo instrumentaliza.
Pero es un hecho que prácticamente todo el mundo que tiene acceso a los medios de comunicación ya ha oído decir que Hitler mató a 6 millones de judíos en los campos nazis de concentración entre 1933 y 1945 (aunque se preste menos atención al hecho que ese exterminio sistematizado también se extendió a minorías menos recordadas, como gitanos, polacos, prisioneros de guerra soviéticos, discapacitados físicos y mentales, homosexuales, además de minorías clamorosamente “olvidadas”, como las víctimas católicas – san Maximiliano Kolbe y santa Teresa Benedicta de la Cruz son dos ejemplos ilustres de entre muchos otros casi ignorados, pero bastan para cuestionar la campaña de desinformación orquestada por quien acusa a la Iglesia de haber sido “cómplice” de aquella carnicería).
Sin que se disminuya en nada, por lo tanto, la necesidad imperiosa de reconocer el horror a que fueron sometidos cobardemente el pueblo judío y las otras minorías perseguidas por el nazismo, es necesario observar paralelamente que, comparativamente, mucho menos gente ya ha oído decir que Stalin mató, poco antes, a 6 millones de ucranianos, kazajos y otras minorías soviéticas mediante la imposición de hambre masiva.
Y también son aún muy pocos los que saben de los otros 14 millones de personas que fueron asesinadas por el comunismo sólo en la Unión Soviética, por no hablar del resto de víctimas en una lista aterradora de seres humanos exterminados por el mismo comunismo en todo el mundo a lo largo del siglo XX:
65 millones en la República Popular de China
1 millón en Vietnam
2 millones en Corea del Norte
2 millones en Camboya
1 millón en los países comunistas del Este de Europa
1,7 millón en África
1,5 millón en Afganistán
150 mil en América Latina
10 mil como resultado de las acciones del movimiento internacional comunista y de los partidos comunistas fuera del poder.
Esta suma petrificante de 94,4 millones de personas exterminadas por los regímenes comunistas es estimada por los autores de “El Libro Negro del Comunismo: Crímenes, Terror, Represión”, una obra colectiva de profesores e investigadores universitarios europeos encabezados por el francés Stéphane Courtois.
Como el libro es de 1997, éste obviamente no abarca las muertes cometidas de allá hasta acá en las regiones que continuaron sujetas a ese régimen y a sus métodos esencialmente opresivos, como China y Corea del Norte; ni, está claro, en las regiones que retrocedieron en su trayectoria democrática para reeditar esa aberración histórica – como la Venezuela de Chávez, Maduro y sus comparsas del Foro de São Paulo.
En una época en que las farsas de sesgo socialista vuelven a presentarse al mundo como “liberadoras del pueblo” (nuevamente, véase Venezuela, pero véase también las modalidades del “reajuste de la riqueza” practicadas por gobiernos de ideología socialista en países como Cuba, Argentina e incluso Brasil), la verdad sobre el comunismo suele “evitarse” en las televisiones y en los “grandes” diarios y revistas al servicio de ese proyecto de poder – que no es exactamente un poder “del proletariado”, como predica, descaradamente, su propaganda (a este propósito, nunca está demás recordar el magistral resumen hecho por George Orwell sobre la “igualdad” realizada por el comunismo: “Todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros”).
Dentro de este contexto ideológico y de tergiversación de los hechos que es una característica suya indisociable, es digno de aplausos que el papa Francisco haya dado nombre a los bueyes – así como lo dio al otro genocidio ampliamente “olvidado” por el mundo hasta recientemente: aquel que la Turquía otomana perpetró contra la Armenia cristiana en 1915.
El abominable episodio, llamado hoy de Holodomor, fue el más voluminoso, pero no el único del género: 1,5 millones de personas en Kazajistán y casi otro millón de habitantes del norte del Cáucaso y de regiones a lo largo de los ríos Don y Volga sufrieron suplicios semejantes, en la misma época, también causados intencionalmente por el gobierno comunista.
En un mensaje al pueblo ucraniano, el papa Francisco mencionó “la tragedia del Holodomor, la muerte por hambre provocada por el régimen estalinista que dejó millones de víctimas. Rezo por Ucrania, para que la fuerza de la paz pueda curar las heridas del pasado y promover caminos de paz”.
El genocidio ucraniano empezó debido a la resistencia de muchos campesinos del país a la colectivización forzada, una de las bases del régimen comunista por implicar la supresión de la propiedad privada. Los soviéticos confiscaron masivamente el ganado, las tierras y las granjas de los ucranianos y les impusieron castigos que iban desde trabajos forzados al asesinato sumario, pasando por brutales desplazamientos de comunidades enteras.
A pesar de haberse tratado del exterminio sistemático de un pueblo, aún no existe, en la llamada “comunidad internacional”, un reconocimiento amplio y claro del genocidio ucraniano. Algunas corrientes ideológicas evitan el término genocidio alegando que el Holodomor habría sido, a su ver, una consecuencia de “problemas logísticos” asociados a las radicales alteraciones económicas de la Unión Soviética. Es decir, algo que dejaría de ser ese algo porque llegó a ser algo como efecto colateral de alegadas buenas intenciones…
Es muy interesante observar que, recurrente y obstinadamente, se confeccionan teorías suavizares y condescendencias “técnicas” para regatear la verdad sobre el comunismo: esa aberración histórica jamás pasó, ni podría, de una monstruosidad tan odiosa y criminosa como el nazismo.
Además, al hablar de nazismo, prácticamente todo el mundo ya ha oído hablar del Holocausto. Mucha menos gente ha oído hablar del Holodomor. No se trata de comparar los horrores, sino de cuestionar el relativo silencio alrededor de éste en comparación con la amplia divulgación que se da a aquél, sin que ninguno de estos episodios atroces sea “menos grave” o “más grave” que el otro. Sólo hay relativización moral del exterminio humano, finalmente, en la mente de quien lo instrumentaliza.
Pero es un hecho que prácticamente todo el mundo que tiene acceso a los medios de comunicación ya ha oído decir que Hitler mató a 6 millones de judíos en los campos nazis de concentración entre 1933 y 1945 (aunque se preste menos atención al hecho que ese exterminio sistematizado también se extendió a minorías menos recordadas, como gitanos, polacos, prisioneros de guerra soviéticos, discapacitados físicos y mentales, homosexuales, además de minorías clamorosamente “olvidadas”, como las víctimas católicas – san Maximiliano Kolbe y santa Teresa Benedicta de la Cruz son dos ejemplos ilustres de entre muchos otros casi ignorados, pero bastan para cuestionar la campaña de desinformación orquestada por quien acusa a la Iglesia de haber sido “cómplice” de aquella carnicería).
Sin que se disminuya en nada, por lo tanto, la necesidad imperiosa de reconocer el horror a que fueron sometidos cobardemente el pueblo judío y las otras minorías perseguidas por el nazismo, es necesario observar paralelamente que, comparativamente, mucho menos gente ya ha oído decir que Stalin mató, poco antes, a 6 millones de ucranianos, kazajos y otras minorías soviéticas mediante la imposición de hambre masiva.
Y también son aún muy pocos los que saben de los otros 14 millones de personas que fueron asesinadas por el comunismo sólo en la Unión Soviética, por no hablar del resto de víctimas en una lista aterradora de seres humanos exterminados por el mismo comunismo en todo el mundo a lo largo del siglo XX:
65 millones en la República Popular de China
1 millón en Vietnam
2 millones en Corea del Norte
2 millones en Camboya
1 millón en los países comunistas del Este de Europa
1,7 millón en África
1,5 millón en Afganistán
150 mil en América Latina
10 mil como resultado de las acciones del movimiento internacional comunista y de los partidos comunistas fuera del poder.
Esta suma petrificante de 94,4 millones de personas exterminadas por los regímenes comunistas es estimada por los autores de “El Libro Negro del Comunismo: Crímenes, Terror, Represión”, una obra colectiva de profesores e investigadores universitarios europeos encabezados por el francés Stéphane Courtois.
Como el libro es de 1997, éste obviamente no abarca las muertes cometidas de allá hasta acá en las regiones que continuaron sujetas a ese régimen y a sus métodos esencialmente opresivos, como China y Corea del Norte; ni, está claro, en las regiones que retrocedieron en su trayectoria democrática para reeditar esa aberración histórica – como la Venezuela de Chávez, Maduro y sus comparsas del Foro de São Paulo.
En una época en que las farsas de sesgo socialista vuelven a presentarse al mundo como “liberadoras del pueblo” (nuevamente, véase Venezuela, pero véase también las modalidades del “reajuste de la riqueza” practicadas por gobiernos de ideología socialista en países como Cuba, Argentina e incluso Brasil), la verdad sobre el comunismo suele “evitarse” en las televisiones y en los “grandes” diarios y revistas al servicio de ese proyecto de poder – que no es exactamente un poder “del proletariado”, como predica, descaradamente, su propaganda (a este propósito, nunca está demás recordar el magistral resumen hecho por George Orwell sobre la “igualdad” realizada por el comunismo: “Todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros”).
Dentro de este contexto ideológico y de tergiversación de los hechos que es una característica suya indisociable, es digno de aplausos que el papa Francisco haya dado nombre a los bueyes – así como lo dio al otro genocidio ampliamente “olvidado” por el mundo hasta recientemente: aquel que la Turquía otomana perpetró contra la Armenia cristiana en 1915.
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