martes, 31 de octubre de 2017

‘’SANTOS Y DIFUNTOS’’. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Con un sabor amargo, el inicio del mes de Noviembre nos vuelve a recordar que no somos todos los que estamos, ni estamos todos los que somos; que en  nuestra historia particular hay a veces huecos insuperables que afloran particularmente en este nostálgico mes de santos y difuntos y de difuntos santos.

Como la pura naturaleza, nuestro mundo y nuestra sociedad va afrontando sus otoños y primaveras, su natalidad y mortandad; sus altibajos y sus altas y bajas. Y aunque todo transcurre para todos desde el implacable paso del tiempo parece como si éste llevara una medida distinta para cada cual. No entendemos de tiempo -y siempre nos parece poco- cuando se trata de terminar el recorrido, aunque sea en un “valle de lágrimas”. Llegada la hora, constatamos nuestra fragilidad y pequeñez al comprobar que volvemos al mismo barro del que salimos; a esa tierra donde esperamos ser semilla de vida eterna el día que el Sembrador reclame el fruto.

Y es que son estos primeros días de Noviembre -Solemnidad de los Santos y la Memoria de los Difuntos- no sólo para la justificada nostalgia en la memoria ausente de los nuestros, sino para para poner también los ojos en el horizonte de las virtudes teologales. La Fe, la Esperanza y la Caridad que los santos vivieron de forma sobresaliente para ser reconocidos como ‘’amigos del Señor’’ y que igualmente dan sentido y razón a la esperanza de que nuestros difuntos, adheridos a Cristo por la fe y guiados por el ejemplo de los santos, gozan en Comunión con éstos de la paz de Dios en su infinita caridad con los que lo invocan y esperan, respondiendo así a nuestras “últimas preguntas”…

¿Hay algo después de esta muerte? La respuesta, personal e intransferible, está en la fe. Todo el mundo tiene fe en algo: en la política, en el deporte, en la magia, en los astros, en la medicina… Ahora bien; cuando nos referimos a la fe que por antonomasia nos llama a la vida que supera este mundo, el cristiano ha de poner la mano en el corazón y “escuchar” en él lo que dijo el profeta Joel: ‘’Yo creo que mi redentor vive’’.

¿Volveré a ver a mis seres queridos? Esa es la esperanza del que tiene fe; la misma que  definió Benedicto XVI al decirnos que “abrazados a ella estábamos salvados”. En el arte cristiano la esperanza se representa como un ancla, y es que nuestra barca no será arrastrada por fuerte que vengan las olas y los vientos si en ella hay un peso consistente. Abrazados a ella hacemos verdad la escritura: ‘’he puesto mi esperanza en el Señor; espero en el Dios de mi salvación’’ (Miq 7,7).

¿Aprobaré el examen del amor?. La mejor respuesta nos la da San Pablo: El que siembra escasamente, escasamente también segará (2 Cor 9,6).

Todos debemos desde nuestras capacidades y posibilidades ser generosos y poner al servicio de Dios nuestros “talentos” para merecer su misericordia. Cada uno en lo que podamos, alcancemos y sepamos. Personalmente, de mis experiencias en tiempo de “difuntos”, he sacado también algunas conclusiones para aspirar a la Caridad de Dios, en especial desde que soy cura “de asfalto”. Cuando estaba en mis primeras parroquias rurales, recuerdo en estas fechas las auténticas “palizas” por llegar a los diez cementerios que tenían mis siete parroquias; a veces pensaba -deseaba- ¿no sonará el teléfono y me dirá algún compañero te echo una mano?... No; siempre me tuve que “defender” sólo, pues la escasez de sacerdotes y lo remoto -decían ellos mismos- de aquellas parroquias  hacían muy difícil “el auxilio”. Luego, cuando me vi párroco de una sola parroquia pensé: ¿Qué hago?, ¿que la historia continúe con unos tanto y otros tan poco, o en conciencia y caridad rompo la balanza? Podemos hacer muchas cosas unos por otros ejerciendo la caridad para “alcanzar misericordia”. Entonces decidí ofrecerme para colaborar con algún compañero como a mí me hubiera gustado antaño, y fue una experiencia estupenda.

Uno de estos pasados años fui con esta misión y ofrecimiento a la Parroquia de Los Montes (en Piloña) y la homilía para aquella buena gente fue precisamente ajustada al Salmo 120 (“Levanto mis ojos a los montes”). Estuvieron muy atentos, pues al ejemplificar en un paralelismo metafórico la subida al Cielo como la subida a “Los Montes” (su Parroquia) les agradó esa valoración, cuando en realidad estaban un tanto acostumbrados a escuchar consideraciones más peyorativas como “montunos” o “remotos”. A veces no es difícil agradar con la sola aplicación misericordiosa Palabra de Dios, la cual nos llama a todos, vivos y difuntos, a subir al Monte de su Gloria y contemplar eternamente su visión beatífica después de practicar en este mundo la fe, la esperanza y la caridad.


Joaquín, Párroco

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