jueves, 4 de febrero de 2016

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA XXIV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO 2016


Confiar en Jesús misericordioso como María: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5)

Queridos hermanos y hermanas:

La XXIV Jornada Mundial del Enfermo me ofrece la oportunidad de estar especialmente cerca de vosotros, queridos enfermos, y de todos los que os cuidan.

Debido a que este año dicha Jornada será celebrada solemnemente en Tierra Santa, propongo meditar la narración evangélica de las bodas de Caná (Jn 2,1-11), donde Jesús realizó su primer milagro gracias a la mediación de su Madre. El tema elegido, «Confiar en Jesús misericordioso como María: “Haced lo que Él os diga”» (Jn 2,5), se inscribe muy bien en el marco del Jubileo extraordinario de la Misericordia. La Celebración eucarística central de la Jornada, el 11 de febrero de 2016, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, tendrá lugar precisamente en Nazaret, donde «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Jesús inició allí su misión salvífica, aplicando a sí mismo las palabras del profeta Isaías, como dice el evangelista Lucas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

La enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en crisis la existencia humana y nos plantea grandes interrogantes. La primera reacción puede ser de rebeldía: ¿Por qué me ha sucedido precisamente a mí? Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que ya nada tiene sentido…

En esta situación, por una parte la fe en Dios se pone a prueba, pero al mismo tiempo revela toda su fuerza positiva. No porque la fe haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino porque nos ofrece una clave con la que podemos descubrir el sentido más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver cómo la enfermedad puede ser la vía que nos lleva a una cercanía más estrecha con Jesús, que camina a nuestro lado cargado con la cruz. Y esta clave nos la proporciona María, su Madre, experta en esta vía.

En las bodas de Caná, María aparece como la mujer atenta que se da cuenta de un problema muy importante para los esposos: se ha acabado el vino, símbolo del gozo de la fiesta. María descubre la dificultad, en cierto sentido la hace suya y, con discreción, actúa rápidamente. No se limita a mirar, y menos aún se detiene a hacer juicios, sino que se dirige a Jesús y le presenta el problema tal como es: «No tienen vino» (Jn 2,3). Y cuando Jesús le hace presente que aún no ha llegado el momento para que Él se revele (cf. v. 4), dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga» (v. 5). Entonces Jesús realiza el milagro, transformando una gran cantidad de agua en vino, en un vino que aparece de inmediato como el mejor de toda la fiesta. ¿Qué enseñanza podemos obtener del misterio de las bodas de Caná para la Jornada Mundial del Enfermo?

El banquete de bodas de Caná es una imagen de la Iglesia: en el centro está Jesús misericordioso que realiza la señal; a su alrededor están los discípulos, las primicias de la nueva comunidad; y cerca de Jesús y de sus discípulos está María, Madre previsora y orante. María participa en el gozo de la gente común y contribuye a aumentarlo; intercede ante su Hijo por el bien de los esposos y de todos los invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre. Cuánta esperanza nos da este acontecimiento. Tenemos una Madre con ojos vigilantes y compasivos, como los de su Hijo; con un corazón maternal lleno de misericordia, como Él; con unas manos que quieren ayudar, como las manos de Jesús, que partían el pan para los hambrientos, que tocaban a los enfermos y los sanaba. Esto nos llena de confianza y nos abre a la gracia y a la misericordia de Cristo. La intercesión de María nos permite experimentar la consolación por la que el apóstol Pablo bendice a Dios: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios! Porque lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1,3-5). María es la Madre «consolada» que consuela a sus hijos.

En Caná se perfilan los rasgos característicos de Jesús y de su misión: Él es Aquel que socorre al que está en dificultad y pasa necesidad. En efecto, en su ministerio mesiánico curará a muchos de sus enfermedades, dolencias y malos espíritus, dará la vista a los ciegos, hará caminar a los cojos, devolverá la salud y la dignidad a los leprosos, resucitará a los muertos y a los pobres anunciará la buena nueva (cf. Lc 7,21-22). La petición de María, durante el banquete nupcial, puesta por el Espíritu Santo en su corazón de madre, manifestó no sólo el poder mesiánico de Jesús sino también su misericordia.

En la solicitud de María se refleja la ternura de Dios. Y esa misma ternura se hace presente también en la vida de muchas personas que se encuentran junto a los enfermos y saben comprender sus necesidades, aún las más ocultas, porque miran con ojos llenos de amor. Cuántas veces una madre a la cabecera de su hijo enfermo, o un hijo que se ocupa de su padre anciano, o un nieto que está cerca del abuelo o de la abuela, confían su súplica en las manos de la Virgen. Para nuestros seres queridos que sufren por la enfermedad pedimos en primer lugar la salud; Jesús mismo manifestó la presencia del Reino de Dios precisamente a través de las curaciones: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan» (Mt 11,4-5). Pero el amor animado por la fe hace que pidamos para ellos algo más grande que la salud física: pedimos la paz, la serenidad de la vida que parte del corazón y que es don de Dios, fruto del Espíritu Santo que el Padre no niega nunca a los que se lo piden con confianza.

En la escena de Caná, además de Jesús y su Madre, están también los que son llamados «sirvientes», que reciben de Ella esta indicación: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Naturalmente el milagro tiene lugar por obra de Cristo; sin embargo, Él quiere servirse de la ayuda humana para realizar el prodigio. Habría podido hacer aparecer directamente el vino en las tinajas. Sin embargo, quiere contar con la colaboración humana, y pide a los sirvientes que las llenen de agua. Cuánto valora y aprecia Dios que seamos servidores de los demás. Esta es de las cosas que más nos asemeja a Jesús, el cual «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10,45). Estos personajes anónimos del Evangelio nos enseñan mucho. No sólo obedecen, sino que lo hacen generosamente: llenaron las tinajas hasta el borde (cf. Jn 2,7). Se fían de la Madre, y con prontitud hacen bien lo que se les pide, sin lamentarse, sin hacer cálculos.

En esta Jornada Mundial del Enfermo podemos pedir a Jesús misericordioso por la intercesión de María, Madre suya y nuestra, que nos conceda esta disponibilidad para servir a los necesitados, y concretamente a nuestros hermanos enfermos. A veces este servicio puede resultar duro, pesado, pero estamos seguros de que el Señor no dejará de transformar nuestro esfuerzo humano en algo divino. También nosotros podemos ser manos, brazos, corazones que ayudan a Dios a realizar sus prodigios, con frecuencia escondidos. También nosotros, sanos o enfermos, podemos ofrecer nuestros cansancios y sufrimientos como el agua que llenó las tinajas en las bodas de Caná y fue transformada en el mejor vino. Cada vez que se ayuda discretamente a quien sufre, o cuando se está enfermo, se tiene la ocasión de cargar sobre los propios hombros la cruz de cada día y de seguir al Maestro (cf. Lc 9,23); y aún cuando el encuentro con el sufrimiento sea siempre un misterio, Jesús nos ayuda a encontrarle sentido.

Si sabemos escuchar la voz de María, que nos dice también a nosotros: «Haced lo que Él os diga», Jesús transformará siempre el agua de nuestra vida en vino bueno. Así, esta Jornada Mundial del Enfermo, celebrada solemnemente en Tierra Santa, ayudará a realizar el deseo que he manifestado en la Bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia: «Este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con [el Hebraísmo, el Islam] y con las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos al diálogo para conocernos y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación» (Misericordia Vultus 23). Cada hospital o clínica puede ser un signo visible y un lugar que promueva la cultura del encuentro y de la paz, y en el que la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, así como también la ayuda profesional y fraterna, contribuyan a superar todo límite y división.

Son un ejemplo para nosotros las dos monjas canonizadas en el pasado mes de mayo: santa María Alfonsina Danil Ghattas y santa María de Jesús Crucificado Baouardy, ambas hijas de la Tierra Santa. La primera fue testigo de mansedumbre y de unidad, ofreciendo un claro testimonio de la importancia que tiene el que seamos unos responsables de los otros importante es que seamos responsables unos de otros, de que vivíamos al servicio de los demás. La segunda, mujer humilde e iletrada, fue dócil al Espíritu Santo y se convirtió en instrumento de encuentro con el mundo musulmán.

A todos los que están al servicio de los enfermos y de los que sufren, les deseo que estén animados por el ejemplo de María, Madre de la Misericordia. «La dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, a fin de que todos podamos descubrir la alegría de la ternura de Dios» (ibíd., 24) y llevarla grabada en nuestros corazones y en nuestros gestos. Encomendemos a la intercesión de la Virgen nuestras ansias y tribulaciones, junto con nuestros gozos y consolaciones, y dirijamos a ella nuestra oración, para que vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos, especialmente en los momentos de dolor, y nos haga dignos de contemplar hoy y por toda la eternidad el Rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.

Acompaño esta súplica por todos vosotros con mi Bendición Apostólica.

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