Plantarle cara a alguien es encararse con él, mirarlo de frente y decirle que no tenemos miedo de cuanto él nos muestra y restriega, ni de cuanto supone su chantaje o su amenaza. Plantar cara a una circunstancia es sacudirse la inercia que nos hace rehenes o pasivos moviéndonos a huir o a hacernos los distraídos, y comenzar a construir algo distinto que traiga una novedosa bondad. Y así reza el lema de la campaña de Manos Unidas en este año 2016: Plántale cara al hambre: siembra. No es simplemente un encararse como quien se enfada y denuncia, sino como quien sabedor de lo que hay ofrece una alternativa sembrando otra posibilidad.
El hambre es ese increíble reto que tenemos en la humanidad del siglo XXI, y que seguimos arrastrando como una lacra que nos deja indiferentes cuando nuestros estómagos llenos nos impiden comprender el drama de tantos millones de hermanos nuestros que sencillamente no tienen qué comer. Fue el hambre lo que empujó a aquellas mujeres pioneras, cristianas comprometidas con el Evangelio que sabían tener sus oídos en los latidos de Dios y abrazar con sus manos las tragedias de los hombres. Eran mujeres de Acción Católica que hace ya más de cincuenta años se pusieron manos a la obra de esta aventura de unidad y solidaridad cristiana.
Fue en el lejano 1955 cuando una organización mundial de mujeres católicas elaboró un manifiesto célebre en el que decían: “Sabemos, y queremos que se sepa, que existen soluciones de vida, y que si la conciencia mundial reacciona, dentro de algunas generaciones las fronteras del hambre habrán desaparecido...” Y concluía diciendo aquella famosa proclama que dio la vuelta al mundo y se hizo el motivo de todas sus campañas: “Declaramos la guerra al Hambre”. Las mujeres de Acción Católica Española respondieron a este llamamiento que denunciaba el “hambre de pan, de cultura y de Dios que padece gran parte de la humanidad”. Esas eran entonces –y siguen siéndolo– las hambres que dejaban inanes a tantos hombres y mujeres, a tantos niños y ancianos: el hambre de pan, de cultura y de Dios, que produce un mundo insolidario y vacío.
Lo decía la recordada Mary Salas, primera presidenta que fue de Manos Unidas: “El día en que los hombres decidan que no haya más hambre sobre la capa de la tierra, no la habrá. Supone una toma de conciencia semejante a la de la abolición de la esclavitud. Será un mundo nuevo”. Y uno alberga la esperanza de que no sólo Martin Luther King sorprendiese al mundo contándonos su sueño de un mundo diferente tal y como Dios lo pensó, sino que cada uno de nosotros seamos los hacedores de ese pequeño terruño en donde del tiempo y el espacio que dependen de mí, ahí pueda nacer el trocito de mundo nuevo que llena de credibilidad mi esperanza.
Sembrar todo aquello que permite reconstruir la libertad, la dignidad, el trabajo, la seguridad, la paz y cualquier tipo de verdadero progreso en bien de la humanidad tan herida y diezmada. Cuando miramos las cicatrices mal curadas por las que tantos hombres y mujeres se siguen desangrando con sus heridas abiertas, es cuando Dios nos emplaza a sembrar con paciencia las semillas de la paz, del amor, de la esperanza, de la fe. La humanidad y cada uno de los pueblos necesitan ver crecer esas semillas dentro de sus historias y de sus territorios.
No sólo de pan vive el hombre, nos dice Jesús (Mt 4,4). Por eso hemos de sembrar el trigo, pero también tantas cosas que nutran el corazón que nos hace amables, la inteligencia que nos da razones, la fe de la auténtica religiosidad. Por todo esto hay que ayudar económica y moralmente a Manos Unidas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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