Por unos momentos han sido su propio héroe o heroína. Los hemos visto agitados de alegría mirándose en el cristal de cada escaparate mientras se colocaban sus penachos de mosqueteros espadachines o su corona con velo de tul como princesas. Por unos instantes han sido lo que tal vez eran en sus sueños. Y así se han metido en el carnaval de sus fantasías jugando con la inocencia propia de su edad mientras se disfrazaban infantilmente sin maldad alguna. Así hemos visto de aquí para allá en estos días a tantos niños que han escenificado en calles y plazas el divertimento que no tiene en ellos ninguna trastienda.
Pero este carnaval juguetón y sin malicia termina cuando se acaba la fecha convenida y hay que devolver los disfraces, quitarse las caretas y regresar al atuendo cotidiano que en nuestros más pequeños tiene un círculo sencillo y sagrado: convivir con su familia, aprender tantas cosas en el cole, ver cómo crecen sus cuerpos, sus sueños y expectativas. Todas las preguntas, tantas de sus respuestas, tienen ese ámbito del hogar, de la escuela, de la parroquia. Allí maduran creciendo y dejándose crecer, queriendo y aprendiendo a querer, creyendo y ahondando su fe, esperando y echando a volar sus ensueños. Así de hermoso es un carnaval infantil como el requiebro retozón de nuestros más pequeños.
Los adultos tenemos otros carnavales. Y duran todo el año. Los disfraces y las caretas llevan otras intenciones, y no responden a un juego inocente sino tantas veces a un engaño calculado que tiene pretensiones inconfesables. Ahí están los teje-manejes de algunos políticos que afean tan noble quehacer con la corrupción de sus grupos y sus personas. Ahí también las frivolidades de quienes han reducido su horizonte a lo que el gran escritor Thomas Eliot denunciaba en los tres ídolos del poder, el sexo y el dinero. ¡Cuántas historias fallidas, cuántos caminos perdidos y cuántos sueños truncados y trocados en pesadillas por juzgar a los juegos prohibidos que estos tres ídolos entrañan! Ahí están también todas las violencias sangrientas que llenan de terror los corazones, los hogares y los pueblos.
El Papa Francisco nos enmarca el comienzo de la cuaresma con un precioso mensaje que nos desmarca del carnaval de la indiferencia, ese gran pecado global y contemporáneo que tanto daño hace a los hermanos y tanto ofende el corazón de Dios. Así dicen sus palabras: «Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos».
Estamos llamados en este tiempo de gracia de la cuaresma como preparación a la pascua, a hacer un camino de conversión que arranque las caretas del carnaval de la indiferencia y deje aflorar nuestro parecido y semejanza con Dios testimoniando así su bondad y su belleza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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