Nuestra vida está marcada por
el trabajo y el día a día y con éste compás nos asociamos a la creación. No ha
de ser esto una rutina, sino tiempo edificante hacia mi persona y hacia los
demás, pero, ¿se puede ser santo en el siglo XXI?; ¿Es en verdad posible? El
cardenal Ángelo Amato nos recordó una
herramienta imprescindible para ello: la humildad, sí; no hace ni dos meses que
nos lo recordó en Madrid al decir que un burro fue el trono de Jesús en la entrada a Jerusalen, al hilo de esa bella cita de San José de Calasanz:``Si quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si quieres ser muy santo, sé muy humilde´´.
Que mejor definición de lo que
es un santo que la antífona del salmo de esta fiesta: “éstos son los que buscan al Señor”. Los santos no son seres de
otros planeta sino personas de carne y hueso que ante las adversidades del
mundo supieron mantener el timón sin desorientarse nunca del auténtico guía:
Jesucristo, y sin dejar de vislumbrar el final de dicha travesía cuya meta no
es otra que la herencia eterna.
Los santos nadie podrá decir nunca que vivieron
mejor que nosotros, para nada. De las muchas riquezas que sus admirables
biografías nos ofrecen está sin duda la entereza con la que afrontaron las
mayores calamidades, sufrimientos y desgracias abrazados a la Cruz de Cristo. Pensemos
en San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, San Pío de Pietrelcina y tantos
otros condenados y calumniados injustamente. Qué decir de nuestros mártires de
todos los tiempos, que fueron tratados como alimañas y tirados a las cunetas
con el único delito de creer en Jesús y ser sus testigos. Cuántos nombres que
en cada Eucaristía actualizamos, esos hombres y mujeres que como dice la
plegaria eucarística II “vivieron en tú
amistad a través de los tiempos”…
En el evangelio de este 1 de
noviembre Jesús nos da la clave de la vida del cristiano, clave que nos ha de
servir de termómetro para saber a qué distancia nos encontramos en lo que significa
ser discípulo del Señor. Podría servirnos también este pasaje como modelo
actual para hacer un examen de conciencia como Dios manda; claro, que hay que
seguir teniendo presentes los mandamientos de la ley de Dios, pero lo que no
sirve de nada es reducirlo todo al “yo no
mato, yo no robo, y ya he cumplido”.
Cristo nos dejó un mandamiento nuevo, como a menudo nos gusta cantar, pero a veces
lo tenemos un tanto olvidado. Debemos amar incluso a los enemigos (¡ahí es
nada!) y debemos de llevar amor a los que no le conocen. El problema, ¿y cómo
darles amor?, pues llevándoles el Amor por excelencia, el de Dios. Nunca
seremos auténticos discípulos del Maestro si en nuestro corazón no hay llama,
no hay ardor ni interés por dar a conocer aquello que particular y
personalmente hemos conocido: He venido a
prender fuego al mundo, y ojalá ya estuviera ardiendo (Lc 12,49). Se
refiere al fuego del Amor.
Al hilo de esto me viene a la
memoria una historia muy apropiada para la ocasión:
Había en una Parroquia un cura
mayor que a pesar de su edad mostraba una gran vitalidad así como una gran preocupación por que sus jóvenes
feligreses no se desligaran de la comunidad parroquial. Así fue el caso de Pablito, el cuál una vez confirmado no
volvió a poner pie en el templo. Don José, el Párroco, sufría cada vez que se
daba una situación de estas entre sus fieles, así que con Pablito no iba a hacer una excepción. Una tarde de invierno Don José
se presentó en casa de Pablo, tras el saludo pasaron ambos al salón dónde se sentaron
en unas butacas que había frente la chimenea, el silencio se apoderó de la sala
y ante la incomodidad de la situación ninguno tomaba la iniciativa. Después de
media hora Don José se levantó y sacó de
la lumbre una brasa que posó sobre el suelo de piedra del salón. El cura se
puso el abrigo y cuando iba a salir pablo le dijo: Don José, no lo entiendo, no
le entiendo... A lo que el párroco respondió: es muy fácil hijo, cuando la
brasa se aleja del fuego grande se acaba apagando sola y perdiendo todo su
brillo, así es también nuestra vida, y
tú te estás apagando. El sacerdote, sin darle más detalles se fue dejándolo
pensativo. Al domingo siguiente Pablito estaba
puntual a la Misa dominical. Ojalá nosotros sepamos acercar a nuestros hermanos,
convecinos y prójimos al que es la luz de la vida, el fuego que no se apaga.
Pidamos en estos días a los
Santos, Beatos y, en especial a los desconocidos, que sin estar reconocidos por
la Iglesia forman parte de los coros celestiales que sean nuestros fieles amigos
y compañeros en ésta carrera cuyo destino es vivir eternamente en su casa. Le
pedimos también a María, Reina de todos los Santos, que ruegue porque nuestra
parroquia de Lugones también sea una escuela de santidad y de ardiente celo
misionero en pleno siglo XXI.
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