Estuve enfermo. Así de taxativo lo dijo, mientras todos alrededor se miraban unos a otros sin saber qué decir. Pero luego redondeó todavía más una extraña lista de cosas que a todas luces resultaban incomprensibles. Era una retahíla de desgracias encadenadas unas con otras como quien relata sus desventuras en una película de miedo. Estuve enfermo. Esta era la realidad. Y ¿de qué enfermedad? Entonces él dijo: de todas. Porque toda dolencia que sufra cualquier persona me duele a mí también. La mirada de aquellos contertulios albergaba su pregunta secreta que nadie se atrevía a formular. Todos quedaron en vilo ante lo que no sabían por dónde podría llegar ni en qué consistiría.
Esta escena sucedía en un rincón de aquella Palestina lejana hace ya más de veinte siglos, cuando Jesús espetó sin anestesia a sus amigos los principios de su divina solidaridad. Por ese motivo comenzaba esta provocación con una amable expresión que captaba la atención más llena de benevolencia: venid a mí, benditos de mi Padre… porque estuve enfermo con todas las penurias que te dejan molido el cuerpo con el miedo que atenaza, y tuve hambre y sed de tantas cosas necesarias, me encarcelaron sin derechos pisando mi libertad, me expulsaron de mi tierra condenándome a ser un paria si patria como extranjero errante, me despojaron de mis ropas hasta desnudar mi dignidad…
Era necesaria una aclaración urgente. Pero no encontraron otra explicación que la de un Maestro cercano hasta el extremo de toda situación de riesgo que pone a prueba nuestra esperanza. Él mostraba con los hechos que con nuestras lágrimas hacía su propio llanto, y con nuestras alegrías dibujaba en su rostro la mejor de las sonrisas. Suyos nuestros pesares pesarosos, suyo nuestro brindis de fiesta.
Hace unos días celebrábamos el día del enfermo. Una realidad por la que antes o después todos pasamos, cuya circunstancia aligera siempre nuestro abultado equipaje para recordarnos cuáles son las cosas que verdaderamente valen la pena y que a menudo son eclipsadas o ninguneadas por lo banal, lo frívolo y lo mediocre. Hasta que el médico nos lee el inesperado diagnóstico que nos afecta de lleno o que irrumpe en quien queremos de veras. ¡Cuántas cosas se nos pasan entonces por la cabeza mientras un dedo invisible nos apunta recriminándonos el tiempo perdido, las oportunidades malogradas, los abrazos no dados, los perdones que todavía siguen en las trincheras de nuestras batallas!
La enfermedad no es una maldición, sino una ocasión única para aprender de golpe lo que en una vida plácida quizás jamás hemos escuchado su mensaje, su susurro, su grito. El gran escritor inglés Clive Staples Lewis, autor de las célebres Crónicas de Narnia al que tanto influyeron Chesterton y Tolkien, decía que “Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo”. Podemos situarnos ante esta realidad desde la rebeldía blasfema o desde la desesperación angustiada, pero cabe también mirarla de otra manera siendo llevados en la carne propia o en la de un ser especialmente querido, a una síntesis de la vida, retomando cosas, sentimientos, recuerdos y sueños que únicamente valen la pena. Sabemos que somos mortales, pero no siempre gestionamos sabiamente nuestros años. La “hermana enfermedad” tiene esa cualidad purificadora de adherencias espurias, simplificadora de la hojarasca inútil, para asomarnos con gratitud por tanto y por tantos, pidiendo perdón a tantos y por tanto, dejando que en esa página en blanco se recomience o se estrene el relato que se nos confió, ese que Dios quiere escribir conmigo, con nuestros renglones torcidos o algún borrón inesperado. El punto final no lo ponemos nosotros, sino que nos adentra en el eterno cielo. Bendito megáfono que nos despierta y reconcilia con lo más hermoso que Dios ha puesto en nuestra entraña y nuestras manos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm,
Arzobispo de Oviedo
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