(archimadrid.org) La última fase de toda la apoteosis salvadora comenzó en Nazaret. Hubo intervenciones angélicas y sencillez asombrosa. Era la virgen o pártenos del Isaías viejo la destinataria del mensaje. Todo acabó en consuelo esperanzador para la humanidad que seguía en sus despistes crónicos e incurables. Los anawin tuvieron razones para hacer fiesta y dejarse por un día de ayunos; se había entrado en la recta final.
La iconografía de la Anunciación es, por copiosa, innumerable: Tanto pintores del Renacimiento como el veneciano Pennacchi la ponen en silla de oro y vestida de seda y brocado, dejando al pueblo en difusa lontananza. Gabriel suele aparecer con alas extendidas y también con frecuencia está presente el búcaro con azucenas, símbolo de pureza. Devotas y finas quedaron las pinturas del Giotto y Fra Angélico, de Leonardo da Vinci, de fray Lippi, de Cosa, de Sandro Botticelli, de Ferrer Bassa, de Van Eyck, de Matthias Grünewald y de tantos más.
Pero probablemente solo había gallinas picoteando al sol y grito de chiquillos juguetones, estancia oscura o patio quizá con un brocal de pozo; quién sabe si, ajeno a la escena, estaba un perro tumbado a la sombra o un gato disfrutaba con su aseo individual; solo dice el texto bíblico que «el ángel entró donde ella estaba».
Debió de narrar la escena la misma María a san Lucas –el evangelista que la refiere– en momento de intimidad.
Así fue como lo dijo Gabriel: «Salve, llena de gracia, el Señor es contigo». Aquel doncel refulgente, hecho de claridad celeste, debió de conmoverla; por eso intervino «No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande: se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará por los siglos sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin». La objeción la puso María con toda claridad: «¿Cómo será esto, pues no conozco varón?». No hacía falta que se entendiera todo; solo era precisa la disposición interior. «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado santo, Hijo de Dios».
Luego vino la comunicación del milagro operado en la anciana y estéril Isabel que gesta en su sexto mes, porque «para Dios ninguna cosa es imposible».
Fiesta de Jesús que se encarnó –que no es ponerse rojo, sino que tomó carne y alma de hombre–; el Verbo eterno entró en ese momento histórico y en ese lugar geográfico determinado, ocultando su inmensidad.
Fiesta de la Virgen, que fue la que dijo «Hágase en mí según tu palabra». El «sí» de Santa María al irrepetible prodigio trascendental que depende de su aceptación, porque Dios no quiere hacerse hombre sin que su madre humana acepte libremente la maternidad.
Fiesta de los hombres por la solución del problema mayor. La humanidad, tan habituada a la larguísima serie de claudicaciones, cobardías, blasfemias, suciedad, idolatría, pecado y lodo donde se suelen revolcar los hombres, esperaba anhelante el aplastamiento de la cabeza de la serpiente.
Los retazos esperanzados de los profetas en la lenta y secular espera habían dejado de ser promesa y olían ya a cumplimiento al concebir del Espíritu Santo, justo nueve meses antes de la Navidad.
¡Cómo no! Cada uno puede poner imaginación en la escena narrada y contemplarla a su gusto; así lo hicieron los artistas que las plasmaron con arte, según les pareció.
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