(Iglesia de Asturias)
Una nueva cuaresma tenemos delante, como un itinerario para caminar senderos que pueden parecernos conocidos y trillados, pero que no es así. Tantas veces hemos llegado a la pascua con el aleluya en los labios, cantando el triunfo de Jesús sobre la oscuridad, el egoísmo, la violencia y la muerte. Pero no todo en nosotros es victoria de luz, de entrega, de paz y de vida. Y por eso, volvemos a ponernos en camino para realizar esta aventura que nos saca de las inercias cansadas y aburridas, para permitirnos mirar un horizonte de verdadero cambio, de conversión sincera, de nueva vida redimida.
El evangelio de hoy nos habla de las tentaciones de Jesús, que en Él sólo fueron eso: tentaciones, intentos del maligno de entorpecer, ralentizar, desviar su destino que el Padre trazó para su Hijo. Todos somos tentados, únicamente que sólo nosotros claudicamos cediendo al tentador que nos separa de Dios y nos enemista con los hermanos, dejándonos heridos en el corazón por dentro y enfrentados por fuera con los demás. Somos así de vulnerables y pequeños. Jesús, que compartió nuestra misma humanidad también experimentó esta tensión de ser empujado hacia donde el Padre Dios no le guiaba. Pero sacudió ese empuje diabólico para despreciar los ídolos que le separaban del verdadero Dios, para despreciar las piedras con las que le pretendían saciar el hambre con un falso pan, para despreciar la seguridad engañosa con la que el padre de la mentira quería sustituir la Providencia del Señor. Fue tentado, pero no sucumbió.
Nosotros, al inicio de una nueva cuaresma, también reconocemos nuestras tentaciones, tantas. Esas que nos separan del buen Dios y no permiten que miremos al otro como a un buen hermano. Necesitamos de este camino que durante cuarenta días nos quiere acompañar con la luz que disipe nuestros apagones, y con la gracia que ponga fin a nuestros pecados.
Aquí en Covadonga, en este primer domingo de cuaresma lo hacemos con un sabor agradecido dando cumplimiento a una peregrinación que no pudo realizarse hace 85 años. Un grupo de jóvenes seminaristas: Angel Cuartas, José María Fernández, Sixto Alonso, Manuel Olay, Luis Prado, César Gonzalo Zurro, Juan José Castañón, Jesús Prieto y Mariano Suárez. Nueve sueños llenos de ilusión. Acordaron venir a Covadonga, como otras veces habían venido a este santuario mariano tan querido para ellos, si lograban salir con vida del peligro de muerte martirial al que se vieron abocados. María no les esperó aquí en este hermoso valle del Auseva, en su santa Cueva de Covadonga, sino en ese santuario eterno que tiene forma de cielo, y así los vio llegar con la palma de martirio en sus manos.
Tenían entorno a veinte años. Querían ser sacerdotes, pero Dios eligió para ellos el altar del más alto sacrificio para una misa que no acaba: dar la propia vida como testimonio de amor hacia Quien dio la vida por ellos. En la entrega más conmovedora, aquellos jóvenes se encontraron con la persecución violenta que terminó con su carrera hacia el sacerdocio deseado como respuesta a la vocación recibida. No son un tipo de víctimas que sucumben por el odio a la raza o la cultura, la clase social o la afiliación política. Son personas que dan la vida pudiéndose quedar con ella, en un gesto de suprema libertad con santo heroísmo, sólo posible por la gracia de Dios.
No lo entenderán quienes van por caminos que Dios no frecuenta, quienes calculan la crispación y usan de la mentira, quienes malmeten, calumnian e insidian, los camaradas de la oscuridad tenebrosa que no aman ni la luz ni la vida. La historia cristiana de España relata una historia paradójica en la carne de sus mártires: la bienaventuranza de la vida que sobrevive a la muerte maldita en aquellos cristianos matados por el odio a la fe entre los años 1934-1939. Fueron víctimas de la terrible confusión, la persecución enloquecida, la represión que en nombre de la libertad se trocó en liberticida.
La beatificación a la que ayer asistimos en nuestra Catedral de Oviedo, presidida por el Cardenal Angelo Becciu, diez obispos, 156 sacerdotes, 6 diáconos, y más de dos mil fieles religiosos y laicos, no refiere el escarnio que sufrieron nuestros jóvenes hermanos antes de morir, ni se quiere reconstruir aquel terrible escenario, ni siquiera se pronuncia el nombre de los verdugos, sus enseñas y sus siglas. Nada de eso constituye la memoria histórica de la Iglesia. Nuestro recuerdo es mucho más subversivo, porque no nace del resentimiento ni pretende reescribir la historia reabriendo heridas. No esgrime la provocación, sino hacer nuestras la gratitud y reconciliación que en estos mártires aprendemos: que en el paredón del odio no salió queja alguna de sus labios; murieron amando a Dios testimoniando su belleza, y como hizo el Maestro, mirando a quienes no sabían lo que hacían, imploraban a Dios para ellos el perdón y la clemencia.
Para nuestra Diócesis es una llamada a despertar nuestra fe quizás aletargada en una cómoda mediocridad. La memoria de estos mártires nos recuerda que aquí en Asturias ha habido hermanos nuestros que pagaron con su vida su condición de cristianos. Es motivo de conmovida gratitud y de emocionado homenaje eclesial. Para dar gracias por el inmenso testimonio creyente de quienes tanto amaron a Dios que supieron entregar su vida perdonando a quienes de ese modo se la arrebataban. Por eso, en medio de tantos callejones sin salida, de tantos absurdos y heridas, aparecen estos hermanos nuestros que son como una ciudad sobre el monte, el testimonio elocuente del verdadero amor, y en el candelero de nuestro tiempo la luz más encendida, porque murieron perdonando y cambiaron la muerte en vida, haciendo de la negra noche el más luminoso día.
El perdón brilla como un reclamo para toda historia nuestra de enfrentamiento y conflicto. No podemos decir que admiramos y nos congratulamos de estos mártires nuestros si mantenemos en nosotros o entre nosotros los conflictos que nos rompen el alma y nos enajenan a los que la vida ha puesto cerca por motivos de familia, de amistad o de vocación. El perdón es la primera lección que de ellos aprendemos y la gracia que por ellos esperamos recibir.
La entrega a nuestra fe, como un modo audaz y generoso de vivir todas las cosas es lo que en segundo lugar recibimos del ejemplo martirial de nuestros seminaristas. No es fácil afirmar y testimoniar nuestra condición cristiana en medio de un mundo que se quiere volver de nuevo pagano en contra de la vida, la familia, la educación, la libertad. Tampoco ellos lo tuvieron fácil y pagaron con su vida el precio de la fidelidad en la coherencia cristiana. Ese valor nos hace falta y también lo pedimos como gracia por intercesión de todos ellos.
Finalmente, ellos no renunciaron a la vocación a la que fueron llamados. Podían haber mirado para otro lado, poner mil excusas, encontrar distracciones y atajos para buscar caprichosamente sus alternativas. Pero se abrazaron a lo que sabían que Dios había escrito para ellos, sin abaratar su entrega, sin negociar pretextos, sino diciendo sí a la voluntad de Dios como hizo María a cuanto el Señor le indicó. Ser fieles a lo que Dios para cada uno nos traza como camino de fidelidad y santidad cotidiana.
Los nueve seminaristas mártires han entrado en la vida. Desde esa vida nos contemplan. Que todos ellos intercedan por nosotros, y que las personas más zarandeadas por la dureza de la vida y la perfidia de la muerte, puedan encontrar en estos nuevos beatos el consuelo, la fortaleza y la compañía. Que intercedan por sus familias y nuestro pueblo, por nuestros sacerdotes y de modo especial por nuestros seminaristas. Yo les encomiendo esta intención particular: el fortalecimiento de las vocaciones ya recibidas, y la acogida de las vocaciones nuevas que vendrán para ocupar los nueve sitios que ellos dejaron vacíos en nuestro seminario. Que la Reina de los mártires, nuestra Santina, nos cubra con su manto y junto a todos ellos nos acompañe hasta la otra orilla. Nueve cantos de victoria, que hoy se escuchan en el cielo llegando a este rincón mariano del santuario de Covadonga, somos invitados a unirnos a esa sinfonía de amor y esperanza en el concierto de la vida, cada uno con sus estrofas.
Que Dios nuestro Señor, nuestra Madre la Santina y estos mártires seminaristas, os guarden y siempre os bendigan.
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