(La Puerta de Damasco) Me impresiona mucho pensar en la relación que existe entre Dios y el tiempo. El “Catecismo” indica: “Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad”. Dios no tiene ayer, ni hoy ni mañana, aunque en Él estén presentes, de modo misterioso – divino – el ayer, el hoy y el mañana. Dios es eterno.
Hay un texto muy interesante, y muy realista, de san Agustín que sale al paso de aquellos que piensan - “a nuestro parecer” - , que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”: “Los mismos sufrimientos que soportamos nosotros tuvieron que soportarlos también nuestros padres; en esto no hay diferencia. Y, con todo, la gente murmura de su tiempo, como si hubieran sido mejores los tiempos de nuestros padres. Y si pudieran retornar al tiempo de sus padres, murmurarían igualmente. El tiempo pasado lo juzgamos mejor, sencillamente porque no es el nuestro”.
No tiene mucho sentido situarse en un tiempo que ya no es el nuestro. La nostalgia del paraíso no debe ser un recuerdo de lo que ya no puede ser, sino un deseo del cielo. La Iglesia y la sociedad, la fe y el mundo, la fe y la razón, la fe y el tiempo… son realidades que están llamadas a entenderse.
San Agustín, el gran teólogo de la historia, vio la marcha del mundo como un drama, como un combate entre dos ciudades: “Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la terrena el amor propio hasta llegar a menospreciar a Dios, la celestial el amor a Dios hasta llegar al desprecio del sí propio”.
Estas dos “ciudades” constituyen una clave para interpretar la historia de los hombres. La ciudad terrena no es, sin más, el mundo. Ni la ciudad celeste es, sin más, la Iglesia. Las cosas no suelen ser tan químicamente puras. Las cosas son humana y mundanamente complejas.
La Edad Moderna – que ya no es tan “moderna”, tan reciente – tuvo unos inicios muy problemáticos. Quiso independizarse de todo, hasta de Dios, un poco como el segundo de los hijos de los que trata la parábola de la misericordia del Padre (cfr. Lc 15,11-32). Las ciencias pretendían convertir en superflua la “hipótesis Dios” y el “liberalismo radical” apenas quería conceder espacio a la Iglesia y a la fe.
Pero las ciencias y la concepción del Estado tuvieron su propia evolución interna. Las ciencias naturales reflexionaron sobre sus propios límites. Y el Estado moderno, en la versión americana – en los Estados Unidos – , supo abrir un espacio a la fe (baste leer “La Democracia en América” de Tocqueville). Ni las ciencias eran, necesariamente, tan ateas, ni el Estado moderno, democrático, tenía que ser forzosamente “radical” en su liberalismo.
Entre las dos guerras – comenta Benedicto XVI en su célebre “Discurso a la Curia Romana” de 22-12-2005 – y después de la segunda guerra mundial, “hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. En este marco se debe contextualizar el Concilio Vaticano II, que determinó de un modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.
¿Significa esta nueva determinación que debamos ser ciegos ante la “dialéctica de la Ilustración” y ante las contradicciones y debilidades de la modernidad? Es obvio que no. Ninguna cultura, ninguna época, ha de ser sacralizada. Solo Dios es sagrado. Los tiempos de los hombres están sometidos a la majestad de Dios, pero en ellos conviven, hasta el Día de la Verdad, el trigo y la cizaña.
“Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran”, dijo también el gran papa moderno –el más moderno de todos - Benedicto XVI. Construir un “reino del hombre” que prescinda de Dios es un intento abocado al fracaso. El reconocimiento de la plena verdad sobre el hombre incluye ser conscientes de su vocación trascendente.
No obstante, en la actualidad – y en el pasado reciente – la vida de los cristianos se hace más difícil donde no se respeta la democracia – que tiene, como todo lo humano, luces y sombras - . Ni un Estado militantemente ateo ni algunos Estados “excesivamente” religiosos respetan la libertad de las conciencias.
¡Ya quisieran, los cristianos perseguidos por el mundo – aquellos cuyo martirio es más cruento que el pretendido martirio padecido al otro lado de la pantalla del PC - , un Estado laico que no fuese, a la vez, antirreligioso y anticristiano!
El hombre está obligado moralmente a buscar la verdad en el ámbito religioso. Y el Estado está obligado a respetar esa búsqueda honrada.
Los cristianos debemos pedir libertad y ser capaces de lograr, en libertad, transformar nuestras vidas y transformar el mundo, con el peso de las buenas razones y del testimonio de una existencia que merece la pena ser vivida, en un territorio más habitable.
No tanto para reivindicar los “derechos de Dios” – Dios no necesita que seamos sus procuradores – sino para intentar cumplir mejor nuestras obligaciones con Él. Aquellas que, en el fondo, nos hacen ser lo que somos: seres humanos.
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