Después de la acogida vino el rechazo. Los paisanos de Nazaret que había visto crecer a aquel joven y trabajar con José, un muchacho normal, bueno pero como tantos, y que ese fuese el Mesías esperado, era demasiado para ellos. La acogida y aplauso inicial fue algo superficial. Ellos esperaban un Mesías glorioso, que iba a expulsar a los romanos, restaurar el trono del rey David y dar inicio a una nueva era de paz y prosperidad en la que ellos serían los dominadores de las naciones. Tenían una especie de ideología pseudoreligiosa, mezcla de un mesianismo político y una religión mundana. Como todos.
“¿No es este el hijo de José?” O sea: “¡pero si lo conocemos todos! A ver, que haga también aquí un milagro.” La triste respuesta de Jesús a esa frivolidad, parecida a la de Herodes durante el juicio que le condenó a muerte que “esperaba verle hacer algún milagro”, va precedida por la expresión “Amén” o “En verdad”. Es una forma de expresión característica de Jesús para subrayar algo importante que hay que tomarse en serio. Con ella se niega a ser utilizado en beneficio de sus intereses materiales y de poder. Hay una contradicción entre la voluntad de los hombres y la voluntad de Dios.
Les habla de los grandes profetas Elías y Eliseo, los profetas inaugurales con cuyas palabras y obras Dios guió a su pueblo frente a las tentaciones materialistas de una aparente salvación. Sus paisanos, en realidad, estaban tentando a Jesús como lo hizo Satanás en el desierto. Por eso, les contestó recordándoles la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios. Aquellos profetas habían mostrado la acción de Dios a una viuda y un militar paganos, gentiles que no pertenecían a su pueblo. Implícitamente les estaba anunciando que la salvación no era sólo para los judíos, sino para todos, que sobrepasa toda esperanza humana. Jesús les está anunciando una comunidad de judíos y gentiles.
Ante esa respuesta, sus paisanos pasaron de la admiración a la indignación, rechazaron a Jesús y su palabra, se pusieron furiosos, lo echaron del pueblo y querían acabar con su vida. Exactamente lo que terminarán haciendo los Sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno, representantes de Israel: se pusieron furiosos, rasgaron sus vestiduras, lo sacaron de Jerusalén, la ciudad Santa, y lo entregaron en manos de gentiles paganos extranjeros para que lo crucificaran como un maldito de Dios.
Jesús estaba lleno de Espíritu Santo; sus paisanos, llenos de ira. No podían aceptar un Dios que no fuese sólo para ellos, una salvación que no fuese sólo para ellos, un Mesías que no fuese su gran líder que les llevase al poder y la gloria en este mundo. Un Mesías para los gentiles no judíos, por ejemplo, para un odiado romano, era demasiado para ellos, del todo inaceptable. Así que lo echaron para arrojarlo a un precipicio: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!”, gritarán finalmente contra él.
“Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino”, majestuoso, con pleno dominio del tiempo, siguió adelante. No había llegado su hora. Comienza un alejamiento, un rechazo, una incomprensión. Porque Jesús tenía un camino que recorrer, un Evangelio que anunciar. Pero ese episodio de Nazaret anunciaba ya el destino de Jesús. Es, por cierto, el mismo destino de la Iglesia en todo tiempo. Tras una aparente y superficial aprobación, rápidamente es rechazada y empujada al precipicio, como chivo expiatorio. Mientras haya pobres, enfermos, cojos, ciegos y oprimidos, sea material o espiritualmente, Cristo quiere seguir salvándolos, sanándolos y liberándolos.
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