Después de anunciar la destrucción del bellísimo Templo de Jerusalén, Jesús anuncia a sus discípulos los signos cósmicos apocalípticos de la venida del Hijo del Hombre. Serán días terribles. El mundo caerá en el desorden y el poder del Maligno desatado contra el Ungido y su salvación. Todo se tambalea. El mundo yace en las tinieblas y el caos, y los hombres, enloquecidos y desorientados apostatarán y se entregarán a su propia destrucción. Degradada la razón, corrompida la juventud, enloquecida por su autosuficiencia, no sabrá distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira, y serán zarandeados por todo viento de doctrina. Una degeneración sin precedentes pretenderá una naturaleza sometida a la pasión de sus deseos concupiscentes. La libertad desaparecerá. Los pueblos se dividirán, se enfrentarán y muchos desaparecerán de la tierra. Y los hombres sin sentido se arrojarán en manos de la locura colectiva al abismo del suicidio. Caos y confusión destructivos para establecer un nuevo orden mundial, el triunfo de la voluntad de poder del hombre solo. A la angustia sucederá la tiranía, el hambre y la muerte. La tristeza abrumará a esta generación, que se autodestruirá.
Entonces, después de terribles días, verán al Hijo del Hombre que viene de Dios, llegar con gran poder y gloria, para salvar a los elegidos de esta generación perdida. Sólo Dios puede salvar al hombre del mismo hombre. Un pequeño resto fiel lo verá.
El discípulo de Cristo discierne el significado de los acontecimientos de la historia, porque ha recibido la Palabra de salvación. Son los signos del que “ha de venir”. Las gentes que no lo conocen se sentirán llenas de angustia. Los que son de Cristo, llenos de esperanza. Los símbolos apocalípticos usados por el evangelista pertenecen a la tradición bíblica, y representan la potencia y grandeza de Dios, en cuyas manos está el mundo y la historia de los hombres.
Los signos de la historia precursores tienen una característica: la angustia <synoché> y la inquietud <aporía>, como galerna que se levanta de improviso.
Hay un temor del futuro. Los hombres se sienten agotados, desanimados, sin hálito vital, abrumados por el miedo. Temen lo que va a pasar y lo que puede sobrevenir. Estos temores y agitación están justificados. El cosmos, el orden, será sacudido poderosamente como por una anticreación, una catástrofe universal, de la que sólo la intervención directa de Dios puede salvar.
Una idea semejante se aplica también al fin de cada hombre y su encuentro individual con Dios después de la muerte. Los creyentes esperan la muerte como un encuentro con el Hijo del Hombre. Y esperan también la manifestación del juicio de las naciones y la redención del pueblo elegido al fin de la historia, instaurando la justicia y la paz. Es la “parusía”, que significa la “presencia” y la “venida” como consumación del tiempo, cumplimiento o regeneración.
Lo que distinguirá la segunda venida de Cristo es el poder y la gloria, en contraste con su primera venida, en la que el Mesías estuvo marcado, desde la cuna hasta la cruz, por el sufrimiento y la debilidad. Después de su resurrección, Jesús ha entrado en su gloria y permanece “sentado a la derecha del Padre”.
Hay un comienzo y un fin. Hay una diferencia entre la comunidad cristiana y “las gentes” de las naciones. Las gentes quedarán aterrorizadas, presas del miedo, la angustia y la inquietud. En cambio, los cristianos “alzarán la cabeza”, con gran serenidad, paz y valor. Como la mujer encorvada que sanada por Jesús, se alza liberándose de su enfermedad. Al igual que ella, los cristianos se incorporarán, enderezarán su cuerpo, humillado por la persecución y la proscripción. Y mirarán al redentor sin temor.
Al final, no triunfará el Maligno. El sentido de la historia del hombre no es la destrucción caótica y terrible, sino la revelación del Hijo del hombre. Todos lo verán y reconocerán que viene de Dios, con su gloria y su poder creador. Cristo no vendrá como la primera vez, en debilidad, sino en toda su grandeza y majestad.
Hasta que esto no suceda, la Iglesia camina en la historia bajo el peso de la persecución, el desprecio y el odio, humillada y ofendida. Pero entonces “levantará la cabeza”, llena de fe y humilde esperanza. La humillación y la persecución cesarán y una Iglesia jubilosa se pondrá en pie. Entonces la comunidad eclesial se levantará para su liberación. Serán reunidos todos sus hijos en un solo rebaño en torno a su único Pastor.
Entre tanto, tengamos cuidado de nosotros mismos, se decían los primeros cristianos, que esperaban la inminencia de la llegada del día del Señor, a la vez que afirmaban que era imprevisible.
Al acercarse el fin, renace la esperanza. Un fin que es permanentemente inminente; una liberación que ha comenzado ya. Ya está operando en nosotros la salvación. Ya ha comenzado el día de su visita. Una salvación que es personal y comunitaria, corporal y espiritual. Una visita que pone fin a la iniquidad y la opresión, para instaurar la justicia y la paz. El Mesías nos trae el rescate, la libertad de los cautivos, nuestra redención. Jesucristo, el Redentor, el liberador.
Los versículos 34-36 son exclusivos de san Lucas y transmiten una enseñanza moral de la Iglesia primitiva: “Tened cuidado de vosotros… Estad despiertos en todo tiempo…” No se trata de una máxima estoica para alcanzar la felicidad pacífica ni el progreso del alma, sino de estar preparados para la salvación que se avecina y a la vez se ignora. De ahí la necesidad de estar vigilantes y de tener cuidado; en definitiva de vivir con dignidad. Es una exhortación ética y moral, a no vivir de una forma materialista, grosera, con la pesadez de la embriaguez, el desorden y el exceso, indigna, carnal, sino a mantener la altura espiritual propia de quien ha conocido y espera a Jesucristo.
Para las gentes materialistas, embotadas sus mentes y desorientado su corazón, aquel día, el fin de su vida, llega como una sorpresa, paralizándolos como si cayeran en una trampa. Es el salario del pecado y la vida sin Dios. De pronto, “todos los habitantes de la tierra”, que viven sin Dios y poniéndose en el lugar de Dios, quedan paralizados por el miedo, la angustia y la tristeza temerosa. No hay consuelo para la muerte definitiva. Aunque en el fondo se sabía, el fin se presenta como sorpresa: no hay nada más, se acabó. Fin.
San Lucas, como san Pablo, nos exhorta a no vivir así, como hombres sin esperanza, sin fe y sin verdadero amor. Al contrario, hemos de vivir la vida entera con humildad y sabiéndonos siempre en las manos de Dios, como mendigos de Dios, suplicantes y orantes sin interrupción, en esta hora. Mirad, ahora es el momento favorable; ahora es el día de la salvación. Tened despierto el corazón. Vigilad, orad, para no caer en la tentación, para no sucumbir en la prueba de la vida, para escapar del peligro inminente y mantenerse en pie, con dignidad.
Es necesario evitar todo lo que obnubila el corazón: las concupiscencias, la embriaguez, los vicios, etc. Porque el Hijo del hombre, ciertamente, vendrá. Vendrá para cada uno el día de su muerte, y vendrá para todos el día del juicio final universal. Debemos velar y estar atentos y preparados para recibir al Señor. Velar va unido a orar. Quien ora, vela. Orar con perseverancia, celebrar la Pascua del Señor en la Eucaristía, sin desertar de la Iglesia. Oración, vela, Eucaristía, van unidos.
Ahora, en este tiempo entre la resurrección de Cristo y la parusía, la Iglesia peregrina en el mundo cumpliendo su misión de sembrar el Reino de Dios en el mundo y en los corazones de los hombres. Igual que Cristo, la Iglesia que es su cuerpo y, por tanto, el Templo nuevo del Espíritu Santo, ha de ser rechazada en este mundo, ha de ser juzgada y condenada como blasfema al dios de este mundo y rebelde contra el poder mundano. Ha de ser flagelada, coronada de espinas, insultada, abofeteada y escupida. Se burlarán de ella meneando la cabeza los que pasan y miran. La Iglesia, al igual que Cristo, ha de ser crucificada entre malhechores, y ha de perdonar a los que la maltratan y crucifican. La Iglesia, como Cristo en la cruz, ha de experimentar el abandono, la negación de los discípulos que huirán, la soledad y la sed del amor a los que ama. La Iglesia ha de ser descoyuntada, como descoyuntaron los huesos de Cristo. Y, finalmente, la Iglesia ha de morir. Sólo así resucitará gloriosa al tercer día, al amanecer del grande y solemne domingo, el día de la nueva creación, para ser eternamente consolada después de la gran tribulación, y cantar un cántico nuevo a Dios-Amor infinito por toda la eternidad, en una existencia transfigurada en Cristo, en la que el Señor enjugará las lágrimas y participará del júbilo de las bodas del Cordero inmaculado.
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