Estamos estrenando un nuevo año los cristianos. Es algo que acontece cuando damos comienzo al adviento, esas cuatro semanas que nos preparan para la celebración de la Navidad ya tan cercana. Es sabido que los cristianos siempre comenzamos el año un poco antes de las calendas habituales en el almanaque civil. Cabe recordar ese dicho popular de “año nuevo, vida nueva” para aplicarlo a nuestro cristiano estreno de año, lo cual quiere expresar algo muy hondo y muy humano: que nuestro corazón no se resigna al fatalismo de lo que acontece como una inercia imparable que nos empuja inevitablemente sin más ni más. Por este motivo nuestro corazón tiene derecho a decir ¡basta! a tantas cosas que no van; que nuestro corazón es justo cuando a pesar de todos los pesares tiene la osadía de soñar una vez más.
La gran posibilidad de una renovación que nos llena de paz y esperanza, por dentro y por fuera, no depende de nuestros acuerdos, no es fruto de un empeño colectivo de que las cosas sean de otro modo. La Vida Nueva que año tras año, día a día, e instante tras instante podemos celebrar, se llama Jesucristo. Sí, llegan los tiempos que hacen nuevas las cosas porque nos las quiere reestrenar Aquél que nos las dio.
Esto quiere decir que ni la mentira, ni el caos, ni la muerte, tienen la última palabra desde que Alguien tuvo la locura o el atrevimiento de proclamar “Yo soy la Verdad, y el Camino, y la Vida”. Y nosotros creemos en esa Vida Nueva que se ha hecho uno de nosotros, que puso su tienda de encuentro en las contiendas de nuestras insidias. O estaba loco para decir semejantes cosas, o sencillamente era Dios... y Hombre verdadero. En este tiempo bendito se nos hace una invitación a la vigilancia. No es la actitud nerviosa que genera ansiedad ante el temor de ser sorprendidos y registrados en nuestra humilde condición, tantas veces mejorable humana y cristianamente hablando. Es vigilar como quien no desea jugar con la vida y tomarse en serio el valor y el significado que quien nos la dio espera de nosotros un saludable cambio. Un auténtico toque de atención para poder abrirnos sin temor y sin inercia, a la novedad que nos permite sencillamente volver a empezar. Esto es lo que propiamente esperamos de verdad, lo que soñamos que pueda ser posible tras el sopor y el pudor de vernos condenados a un aburrido caminar que no tiene delante ningún horizonte.
Son las actitudes de quien desea que suceda algo nuevo, algo que nos mueva y nos conmueva como la vez primera. En este sentido, vale la pena escuchar ese grito de nuestro corazón que continuamente nos reclama el milagro de una novedad que no caduque tan tempranamente, y reconocer que Alguien, como ningún otro y para siempre jamás, ha tomado en serio ese grito, ha abrazado el grito del corazón humano, de mi corazón, pudiendo desde entonces volver a estrenar esperanzas y brindar felicidades.
El adviento cristiano siempre es recordar a Aquel que vino ya, acoger su venida incesantemente presente, y por último prepararnos al día de su vuelta prometida. Esta es la paradoja de nuestra fe: hacer memoria de quien vino, desde la acogida de quien viene, para prepararnos a recibir a quien vendrá. No es un juego de palabras, ni una quimera difícil de desentrañar. Recordamos con gratitud a Jesús que vino en Belén. Aguardamos con esperanza al que prometió volver. Reconocemos con audacia al que jamás se fue de nuestro lado. Así nace la confianza de un mundo nuevo que de sus manos no deja cada día de bien nacer.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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