jueves, 11 de diciembre de 2014

Carta semanal del Sr. Arzobispo


Conjugando el tiempo de la vida

Hemos llegado al ecuador del adviento. Estas cuatro semanas de preparación ya van mediando imparables nuestro camino. Es un tiempo que se me da para poner nombre a la espera, porque el hombre no sabe dejar de esperar. La vigi­lancia es vivir despiertos mientras esperamos. Vale la pena escuchar ese grito de nuestro corazón que continuamente nos reclama al milagro de una novedad que no caduque, de una verdad que no sea engañifa, mientras reconocemos que Alguien, que como ningún otro y para siempre jamás, tomó en serio ese grito, abrazó mi corazón humano, pudiendo desde entonces reestrenar esperanzas y brindar felicidades.

Por eso las palabras que envuelven la Palabra de Dios de este tiempo del adviento son la espera y la vigilancia. Una espera que nos asoma al acontecimiento que –lo sepamos o no– aguardamos que suceda, y una vigilancia que nos despierta para no estar dormidos cuando le veamos pasar. ¿Cómo estaba la gente que, por primera vez, se las tuvo que ver con eso que nosotros hoy llamamos adviento? ¿A quién y qué esperaban ellos? Había un gran grito que colgaba en sus gargantas: necesitaban algo nuevo, Alguien nuevo. Efectivamente, necesitaban abrazar una novedad que les arrebatase de sus zafiedades vulgares, de sus encerronas sin salida, de sus dramas insolubles, de sus trampas disfrazadas, de sus odios y tristezas, de sus errores y horrores... Alguien que de verdad fuese la respuesta adecuada a sus búsquedas y anhelos. Era el primer adviento, la sala de espera de Alguien que realmente mereciera la pena y les soltase la cautiva posibilidad de ser felices.

El adviento cristiano entronca con la paradoja de nuestra fe: hacer memoria de quien vino, desde la acogida de quien nunca se ha marchado, para prepararnos a recibir a quien volverá. Este es el tiempo que nos prepara a la celebración de la Navidad cristiana. Es posible una novedad que no dependa de unas fechas pactadas, sino de algo que ha sucedido, de alguien que está entre nosotros y que volverá. Esta es la enhorabuena que nos permite brindar sin engaño mientras el viento del Adviento nos llena de esperanza nuestro andar llenando el corazón y nuestra ciudad de alegría.

Y esto es lo que sucedió en los albores cristianos cuando, como también sucede hoy, la tristeza tiene nombre reconocible, tiene calle por la que transita y tiene calendario que la hace ingrata contemporánea de la edad de cada cual. Pero si la ciudad se llenó de alegría (Hch 8,8) es que algo sucedió en esas vidas, Alguien aconteció en medio de ellas. No se trata de una quimera, ni siquiera de un legítimo deseo, sino de algo que ha cambiado la vida de personas y ha transformado el claroscuro de una sociedad. Hay un cambio profundo que no es fruto del cálculo ni de una estrategia, sino de algo más grande y gratuito que proviene de la providente misericordia de Dios.
La historia de este tiempo litúrgico habla de los tres advientos: mirando al Señor que ya vino una vez (hace 2000 años), nos preparamos a re­cibirle en su última venida (al final de los tiempos), acogiendo al que in­cesantemente llega a nuestro corazón (en nuestro hoy de cada día). Ahí tenemos la conjugación de los verbos de la vida: el pasado, el presente y el futuro, que se concentran en el reconocimiento del que vino, del que volverá, del que siempre está a nuestro lado. El Señor que llega, el hombre que le espera con una actitud vigilante. Esto es el adviento cristiano, el que siempre se vuelve a empezar sin cansarnos nunca de hacerlo.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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