La campaña de la izquierda mediática (secundada,
en perfecta coordinación, por el PSOE) contra Miguel Ayuso, catedrático de
Derecho Constitucional, alega entre otras cosas la supuesta incompatibilidad
entre algunas afirmaciones suyas como teórico de la política y su condición de
miembro del cuerpo jurídico militar. Pero como esa incompatibilidad es bastante
difícil de sostener en Derecho, parece más bien un pretexto para atacar el
contenido mismo de las ideas de Ayuso, cobrándose de paso la pieza de un hombre
“culto y de verbo brillante” –eso lo reconoce El País–.
Varias de las ideas que se le critican pertenecen al corpus común del pensamiento católico más clásico.
Por ejemplo, que la Guerra Civil fue “una cruzada” lo sostuvo el cardenal Enrique Pla y Deniel tan pronto como el 30 de septiembre de 1936 en su carta pastoral Las dos ciudades: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una cruzada, una cruzada por la religión y por la patria y por la civilización”. ¿Por qué? Porque, como denunció ante el mundo la Carta Colectiva del Episcopado Español de 1 de julio de 1937, “una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España” y la otra se alzó en armas “para salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente habían informado la vida de la nación”.
No en vano el próximo 13 de octubre serán beatificados en Tarragona más de quinientos mártires causados por el bando que asesinó también a todos y cada uno (trece) de los obispos que en la fecha del Alzamiento quedaron en su zona y que exterminó en alguna diócesis (Barbastro) al ochenta por ciento de su clero. Diríase que quien de verdad se empeñó, por contraste, en convertir la guerra civil en una cruzada fue el Frente Popular.
También se critica a Ayuso por evocar aquella edad “en la que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Pero su frase forma parte del acervo fundacional de la doctrina social de la Iglesia. Está tomada literalmente de la encíclica Immortale Dei (n. 9), publicada por León XIII en 1885. Añade el Papa que "en aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados".
Por último, otro cargo contra el profesor Ayuso es “su creencia en el origen divino del poder”. Pero esa creencia está en los Evangelios (Jesucristo le dice a Pilato: “No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido dado de lo Alto”, Jn 19,11) y en la carta de San Pablo a los Romanos (“No hay autoridad que no provenga de Dios”, Rom 13, 1), y sólo los muy ignorantes la confunden con el llamado “derecho divino de los reyes” propio del absolutismo francés y típicamente ajeno al tradicionalismo español y al carlismo, como sabe cualquiera que se haya acercado a alguno de sus teóricos, de Juan Vázquez de Mella a Enrique Gil Robles, de Rafael Gambra a Francisco Elías de Tejada.
Según la filosofía católica más elemental, habiendo creado Dios al hombre naturalmente sociable, y siendo la autoridad no algo añadido sino intrínseco y no un mal necesario sino un bien exigido por la sociedad para su recta constitución y ordenación al procomún, es querido por Dios que haya quien mande (y está obligado a mandar sólo aquello que sea justo) y quien obedezca (y sólo está obligado a obedecer lo que sea justo). En eso consiste la doctrina cristiana del origen divino del poder. Que es, por otra parte, la única que otorga un fundamento moral al mando y a la obediencia. Sin esa doctrina, el único fundamento del mando es la coacción, y el único fundamento de la obediencia, el miedo.
La enésima caza de brujas del rancioprogresismo tiene, pues, un fundamento inane, pero apunta más alto que a una persona: apunta a unas ideas. Y son ideas cristianas. No es casualidad, viniendo de donde viene la ofensiva censora.
Varias de las ideas que se le critican pertenecen al corpus común del pensamiento católico más clásico.
Por ejemplo, que la Guerra Civil fue “una cruzada” lo sostuvo el cardenal Enrique Pla y Deniel tan pronto como el 30 de septiembre de 1936 en su carta pastoral Las dos ciudades: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una cruzada, una cruzada por la religión y por la patria y por la civilización”. ¿Por qué? Porque, como denunció ante el mundo la Carta Colectiva del Episcopado Español de 1 de julio de 1937, “una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España” y la otra se alzó en armas “para salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente habían informado la vida de la nación”.
No en vano el próximo 13 de octubre serán beatificados en Tarragona más de quinientos mártires causados por el bando que asesinó también a todos y cada uno (trece) de los obispos que en la fecha del Alzamiento quedaron en su zona y que exterminó en alguna diócesis (Barbastro) al ochenta por ciento de su clero. Diríase que quien de verdad se empeñó, por contraste, en convertir la guerra civil en una cruzada fue el Frente Popular.
También se critica a Ayuso por evocar aquella edad “en la que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Pero su frase forma parte del acervo fundacional de la doctrina social de la Iglesia. Está tomada literalmente de la encíclica Immortale Dei (n. 9), publicada por León XIII en 1885. Añade el Papa que "en aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados".
Por último, otro cargo contra el profesor Ayuso es “su creencia en el origen divino del poder”. Pero esa creencia está en los Evangelios (Jesucristo le dice a Pilato: “No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido dado de lo Alto”, Jn 19,11) y en la carta de San Pablo a los Romanos (“No hay autoridad que no provenga de Dios”, Rom 13, 1), y sólo los muy ignorantes la confunden con el llamado “derecho divino de los reyes” propio del absolutismo francés y típicamente ajeno al tradicionalismo español y al carlismo, como sabe cualquiera que se haya acercado a alguno de sus teóricos, de Juan Vázquez de Mella a Enrique Gil Robles, de Rafael Gambra a Francisco Elías de Tejada.
Según la filosofía católica más elemental, habiendo creado Dios al hombre naturalmente sociable, y siendo la autoridad no algo añadido sino intrínseco y no un mal necesario sino un bien exigido por la sociedad para su recta constitución y ordenación al procomún, es querido por Dios que haya quien mande (y está obligado a mandar sólo aquello que sea justo) y quien obedezca (y sólo está obligado a obedecer lo que sea justo). En eso consiste la doctrina cristiana del origen divino del poder. Que es, por otra parte, la única que otorga un fundamento moral al mando y a la obediencia. Sin esa doctrina, el único fundamento del mando es la coacción, y el único fundamento de la obediencia, el miedo.
La enésima caza de brujas del rancioprogresismo tiene, pues, un fundamento inane, pero apunta más alto que a una persona: apunta a unas ideas. Y son ideas cristianas. No es casualidad, viniendo de donde viene la ofensiva censora.
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