lunes, 21 de enero de 2013

La inmensa fe de los ateos



 
Según los viejos catecismos, “fe es creer en lo que no se ve”, y a fe que los incrédulos creen en muchas cosas indemostrables o de demostración empírica imposible y, sin embargo, las aceptan. ¿Quién cree en el Big Ban como origen o punto de arranque del cosmos? Cierto que se trata únicamente de una teoría, sin embargo hay personas, y no precisamente las más religiosas, que creen en ella como hecho o fenómeno totalmente fiable, aunque existen otras teorías sobre el origen del cosmos que la contradicen o corrigen, tales como la inflacionaria, el estado estacionario, el universo oscilante y acaso alguna más. Pero, en todo caso, todas ellas no van más allá de conceptos teóricos de imposible verificación “científica”. Creer en una y otra de las dichas teorías no deja de ser un ejercicio de fe, como hacen los creacionistas.



De todas maneras podemos admitir, razonablemente, que el cosmos y nuestro mundo se han hecho y desarrollado siguiendo un proceso evolucionista pero, ¿“autogestionario”, sin guía ni pastor, sin pautas que lo ordenen y canalicen, por casualidad, por una serie sucesiva de casualidades, por accidentes naturales fortuitos, etc.? Resulta difícil de entenderlo así, porque lo que sabemos y descubren los científicos es que la naturaleza se halla sometida a un conjunto de leyes y principios físicos que establecen los cauces por donde discurre el devenir de los fenómenos naturales. La existencia de esas leyes es indiscutible ya que, en general, son susceptibles de someterlas a experimentación. Ahí tenemos, por ejemplo, la ley de la gravedad, totalmente perceptible, y que elevada a la gravitación o atracción recíproca de los cuerpos siderales, mantiene el equilibrio universal. Pero no hay ley sin legislador ni efecto sin causa, de ahí que nos veamos obligados a admitir la existencia de un ser superior creador de las normas que rigen el cosmos y el rodar de este minúsculo planeta que habitamos. Incluso resulta inexplicable que de un supuesto caos cósmico inicial haya surgido el orden sin un ordenador con capacidad para ordenar lo desordenado.
 
 


Entonces, ¿hay que creer a pie juntillas el Génesis bíblico en el que se basa el creacionismo? No necesariamente, porque no figura en los artículos de fe que componen el Credo, sin embargo tiene cierta lógica. Ese pasaje bíblico describe las distintas etapas o períodos llamados días para hacerlos inteligibles a la mentalidad de “aquellos tiempos”, según el cual Dios dirigió el proceso creador. Los biblistas dividen este proceso en dos fases: en una primera, de tres “días”, Dios lleva a cabo tres separaciones y una creación que proporcionan al mundo el escenario temporal (día/noche) y espacial (cielo/tierra, agua/superficie) que albergará a sus respectivos seres. La naturaleza es desmitificada y sustraída a la influencia de los dioses de la vegetación y la fecundidad. La segunda serie de acciones abarca otros tres días y contiene cuatro nuevas obras creadoras que vienen a ocupar los espacios previamente separados. La creación del hombre marca el punto culminante del relato, subrayando su rango de lugarteniente de Dios, con dominio sobre el resto de los seres vivos ejercido en representación de Dios. Y el séptimo, el sábado, descanso, para su santificación (extracto de “La Biblia” editada por La Casa de la Biblia, pág. 32).

Este pasaje bíblico puede ofrecer mayor o menor credibilidad a sus distintos lectores, pero en el peor de los casos no parece menos creíble que las suposiciones indemostrables del evolucionismo casual. Hace falta tener muchísima fe para creer que de unas bacterias o larvas autogeneradas porque sí, accidentalmente, al principio de los tiempos, hayamos llegado mediante evolución espontánea, casual, a donde estamos, a la inmensa complejidad del cosmos y la naturaleza. No me entra en la cabeza. Seguramente porque tengo menos fe que los incrédulos.
 
 
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