Homilía del Domingo de Ramos
Hemos hecho el recorrido de las cinco semanas de cuaresma. Quedan atrás aquellos gestos que nos proponía la Iglesia el miércoles de ceniza: orar, ayunar y dar limosna. Orar no sólo recitando plegarias que no debemos olvidar, sino sobre todo sabiéndonos mirados y esperados por un Padre Dios que siempre nos aguarda y nos ve venir de nuestras excursiones pródigas. Ayunar especialmente de aquello que enflaquece nuestra fe, nuestra caridad y nuestra esperanza, es decir ayunar de lo que nos hace daño haciéndonos extraños al Señor y a los hermanos que Él ha puesto a nuestra vera. Y la limosna como el don de nosotros mismos, cuando encontramos en el camino a los mendigos de nuestro tiempo, de nuestro afecto, de nuestros talentos dados por Dios: esa sería la mejor moneda y nuestra más acertada entrega de limosneros. Y así hemos hecho este itinerario con apertura a que Dios nos sorprendiera en esta cuaresma única que nunca antes había sucedido y que jamás se repetirá. El Señor no nos aburre, y aunque a veces nos diga las mismas cosas en el hondón del alma, Él jamás se repite. Por eso en cada instante y en cada circunstancia nos regala la gracia que siempre podemos estrenar.
Hoy, domingo de Ramos, damos comienzo a la Semana más santa del año cristiano. Son varios los relatos de la entrada de Jesús en la ciudad santa de Jerusalén. Hubo “hosannas” a la usanza judía de un día de fiesta, acogiendo a quien no era un desconocido, sino el maestro querido y popular que estuvo en tantos escenarios con aquel pueblo: por unos admirado y por otros odiado. Jesús se adentra poco a poco en aquella admirable y temida ciudad, meta de su camino de tres años de ministerio.
No hay botón de pausa en el calendario de la vida. De modo imparable vamos cumpliendo años que dibujan canas en el pelo, arrugas en el rostro, y un cierto sobresalto cuando miramos hacia atrás de reojo. Todas las luces y las sombras, los momentos gozosos y los que nos han podido dañar, ahí están en nuestro inmediato pasado. Sueños que se cumplieron llenándonos de paz, despertares de pesadilla que nos alteraron, gente que se nos fue como otra gente nos fue llegando. Certezas que se hicieron duda, o interrogantes que encontraron respuesta. ¡Cuántas cosas, sentimientos, recuerdos o proyectos, cuántos presentes nos han venido saludando, o acorralando, o bendiciendo! Un año después de la última Semana Santa, ¡cuántas cosas han sucedido que hacen que tengamos inevitablemente una mirada distinta a las cosas que suceden por dentro y por fuera! Hemos soñado y brindado por tantas cosas, pero también ha habido no pocas que nos han roto en llanto, que han sembrado miedo y cansancio. ¡Cuántos episodios y circunstancias íntimas en el corazón o bien patentes en las afueras del alma, hacen que la Semana Santa que hoy comienza tenga una fecha de estreno y trace un paisaje novedoso con todas sus luces y sus sombras! Vivamos así agradecidos lo que en esta semana se nos va a volver a narrar.
Fue larga la andadura de Jesús. Por breves que puedan parecer los pocos años que compartió con nosotros, fueron de una gran intensidad. La historia de Jesús como hombre que se hizo igual a nosotros en todo menos en el pecado (cf. Heb 4, 5), tuvo una meta hacia la cual Él fue caminando mientras subía a Jerusalén. Esa larga subida no sólo duró los tres años de actividad evangelizadora, sino que también cuentan los treinta años precedentes en Belén, Egipto y Nazaret. Diversos escenarios donde sucedió todo lo que nos cuentan los evangelios: las lágrimas que Jesús enjugó, los juegos infantiles que observó, los pecados que pudo perdonar, las vidas desastradas que reorientó, las hipocresías que denunció. No hubo rincón humano en el que no estuviera Él presente con una palabra que decir y una gracia que ofrecer. Pero Jerusalén era la etapa final, el final del trayecto de toda una vida.
Jesús entró montado en un humilde borriquillo. No es el rey que entra a caballo con espada en ristre, reduciendo a los que encuentra en las calles para hacerlos cautivos de su pretensión dominadora que no tuvo jamás. No viene de los campos de batalla donde desafiase a sus contrarios en un pulso de a ver quién puede más. Jesús tiene una entrada en Jerusalén que no fue sobre un corcel de guerrero, sino encima de un humilde pollino que camina lento como nuestro deambular cansado, que está a la altura de nuestros ojos para que se crucen nuestras miradas, que se deja tocar como un Dios cercano que no se escapa ni se fuga de nuestras incoherencias y pecados.
“Hosanna”, le dijeron. Era el saludo de la bienvenida a quien llegaba como mensajero de la paz. Los niños hebreos y aquellas gentes sencillas, reconocieron a Jesús como un rey distinto: sus manos bendecían, sus labios susurraban palabras verdaderas, sus ojos eran capaces de mirar con ternura, mientras a su paso repartía con su gracia el bien y la paz. Sólo Jesús sabía el sentido hondo y las consecuencias de esa entrada aparentemente inocente y festiva. Un pueblo capaz de brindar su mejor acogida puede después cambiar su saludo de bienvenida por una orden de condenación si es domesticado, corrompido o estratégicamente manipulado. Tantos labios que cantaron el “hosanna”, días después vociferaron el “crucifícalo”.
Quedan atrás tantos recodos del camino en los que Jesús pasó haciendo el bien. Sus encuentros con la gente, su peculiar modo de abrazar el problema humano, unas veces brindando sus gozos como en las bodas de Caná, otras llorando sus sufrimientos como en Betania; curando todo tipo de dolencias, o iluminando todo tipo de oscuridad, saciando todo tipo de hambres, y en otras airado contra los comerciantes en el templo y contra los fariseos en todas partes. Jesús que bendice, que enseña, que reza, que cura, que libera. Ahora es el momento final de este drama humano y divino. A él nos asomamos en el domingo de Ramos con el relato de la Pasión que hemos escuchado en el Evangelio.
Ese drama de Jesús no era suyo, sino nuestro, pero tanto y tan seriamente quiso abrazarlo, que a la postre hizo suyos todos nuestros problemas, fracasos y tristezas… todos nuestros pecados. Es muy importante ver en este drama de la Pasión de Jesús no tanto lo que ocurrió hace veinte siglos, sino lo que ha ocurrido siempre, entonces y ahora, con aquellos y con todos los demás que hemos ido viniendo después al escenario de la historia.
Pero sabemos que nuestras contradicciones y pecados no tienen la última palabra. Con todos los cristianos nos disponemos a re-vivir el memorial del amor con el que Jesús nos abrazó hasta hacernos nuevos. Vivamos con hondura cristiana estas fechas tan centrales de nuestra fe con la devoción popular que se asoma a las procesiones de las calles, con el fervor religioso que vive la liturgia y los sacramentos en nuestras iglesias. Y que conmovidos por el amor tan grande del Señor podamos construir un mundo que sea reflejo fiel de cuanto Dios soñó para nosotros sus hijos. Semana Santa para recorrer con devoción, con arte y religiosidad el camino que nos conduce a la Pascua del Señor resucitado.
Esta es la Semana Santa cristiana, en la hay algo que sabe siempre a nuevo para quien se atreve a acoger en estos días la verdadera y eterna novedad de Jesucristo muerto y resucitado. Jerusalén tuvo una razón como final de viaje: mi salvación. Y es lo que de modo inédito volvemos a celebrar. Quiera Dios que en estos días santos nos adentremos en lo mucho que Dios nos viene a dar en medio de la sorpresa de su inagotable gracia tan llena de misericordia, fortaleza y de paz.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Jueves Santo: Misa de la Cena del Señor
La entrada en Jerusalén activó la cuenta atrás de un desenlace. Tal vez sólo Jesús era consciente de su final con todo lo que en torno a Él se iba fraguando por parte de quienes veían en el Maestro un rival peligroso para sus intereses diversos, hasta el punto de que decidieron eliminarlo. Habían pasado aquellos tres años inolvidables junto a los que Jesús escogió como discípulos. Fue una vida compartida con ellos mientras abrazaba cada realidad humana que iban encontrando. Tantas lágrimas enjugadas convirtiéndolas en su propio llanto, tantas sonrisas haciendo de ellas su mismo gozo, preguntas insolubles que Él resolvió con respuestas llenas de sabiduría, y un sinfín de momentos cotidianos como aquellas bodas en Caná donde faltó el vino, o los juegos de los niños en la plaza, o la pequeña limosna de aquella abuela que entregó lo que tenía, y tantas enfermedades del cuerpo y del alma que el Señor tocaría con el bálsamo de sus manos, y los pecados fruto de la debilidad vulnerable que Él levantaría de sus múltiples fangos. Sólo hubo una resistencia a tanto amor derramado, a tanta esperanza ofrecida, a tanta fe incondicionalmente testimoniada: el cálculo fariseo de quien mirando no logró ver nada de cuanto con inmensa belleza y bondad tenía como verdad delante de sus ojos.
Con todo este fardo de ligero equipaje, llegaron a Jerusalén. Y así, después de tres días intensos de recelos y emboscadas frente a las miradas insidiosas de quienes por doquier los buscaban, Jesús quiso tener una cena postrera como comida anticipada de pascua. Para lo cual encargará a sus discípulos que fueran a buscar y preparar el alojamiento comensal con un contacto de la ciudad. Todos estaban allí con el Maestro. Quizás con el rictus de miedo en sus entrañas, como quien se maliciaba que algo no bueno se estaba fraguando en el aire de sus andanzas. Cada uno con su nivel de conciencia y comprensión: desde los más ingenuos en su inocencia despistada, hasta los más temerosos por sus desconfiadas sospechas.
Así se fue desenvolviendo aquella cena última en medio de un discurso apretado de recuerdos y confidencias. Era el brindis de Jesús que tenía sabor de despedida intensa, involucrando en sus palabras el secreto mejor guardado que en aquella ocasión desveló ante sus amigos: el Padre. Porque fue el Padre quien protagonizó toda su vida de Hijo Dios humanado desde que fue concebido virginalmente en las entrañas puras de María. Por el Padre se encarnó, por Él nació, por Él estuvo en Egipto y luego en Nazaret casi treinta años de anónimo y discreto retiro en una vida cotidiana entre el hogar y su taller. Por ese Padre marchó al desierto para dar comienzo su vida pública tras haberse enfrentado y vencido al diablo tentador. Por el mismo Padre Dios elegiría a sus doce apóstoles amigos después de una noche de oración.
En aquella Cena Última llegó el momento de hablar con ese Padre delante de sus discípulos como solía hacer solitario cada amanecer al alba callada o cada tarde en la silenciosa noche. Y habló también con sus discípulos delante de su Padre, desvelando los motivos de sus gestos y palabras en el trasiego de sus idas y venidas de aquí para allá junto con ellos. Era fácil adivinar la intranquilidad en sus ánimos, las miradas furtivas de quien quería desentrañar aquella extraña magia, del porqué la tristeza en la dulzura de las palabras de Jesús, y las señas que hacía Pedro a Juan para que en su proximidad preguntara cosas al Maestro.
Así comienza como un preámbulo el gran relato del discurso de la Última Cena que nos narra el evangelio de San Juan: con los discípulos a los que había amado, los amó hasta el extremo. Tiene una connotación de explosión final, de do de pecho, como queriendo expresar que, si a través de tantos gestos Jesús les fue queriendo de veras, llegaba aquel momento de una cena postrera en la que Él les quiso mostrar más y para siempre lo mucho que los amaba.
Su discurso no fue apretado y conciso, pues un homenaje no era lo que tocaba ni lo que consentía. Más bien había que hacer memoria de otra manera, verdadero memorándum de aquellos tres años inolvidables para dejar constancia de tantas cosas vividas. Podemos imaginarnos cómo le miraban, cómo le escuchaban, como entre ellos se hacían gestos con los ojos, y muecas unos a otros, cada vez que el Maestro señalaba el amor que les profesaba y lo mucho que le iba a costar darles la vida por amor al Padre que le envió.
Se agolpaban incesantemente todos aquellos tres años desde que por su nombre los llamó uno por uno, cada uno en su andanza, en sus cuitas, en sus cotidianos quehaceres, en sus sueños y sus pesadillas. Hubo de todo en aquel grupo de doce discípulos especialmente cuidados, queridos y acompañados. No hubo error en la llamada, aunque sí que lo hubo diferenciadamente en las respuestas. ¡Cuántas palabras sin engaño les abrieron los ojos con horizontes inauditos! ¡Cuántos gestos verdaderos les tocó el corazón como quien es testigo de un milagro! Los silencios se hicieron elocuentes cuando Jesús callaba al igual que cuando hablaba a la gente. Las idas y venidas de aquí para allá expresaban la presencia bondadosa cuando fueron a Galilea y Judea, en los merodeos de la Decápolis y más allá de las fronteras.
Vieron ciegos a los que Jesús devolvió la mirada más asombrada. Vieron cojos a los que Él hizo saltar de alegría. Y hambrientos de tantos panes que entendieron que tenían hambre de esas palabras que sólo Jesús decía. Vieron llantos que fueron respetados con ternura y dulzura acariciando aquellas lágrimas: las de la viuda de Naím cuando iba a enterrar a su hijo único, las de Marta y María cuando murió por primera vez su hermano Lázaro, las del propio Jesús mirando a Jerusalén, las que todavía no había vertido Pedro junto a la fogata del patio antes de que cantara el gallo o las que lloró Magdalena a la puerta de un sepulcro vacío. Todos los llantos en el odre de su mirada.
Tres años de asomarse a la vida de otra manera a como estaban acostumbrados entre redes pescadoras y mostradores de recaudos; fueron años de entender que las cosas pueden ser abrazadas de otro modo, aunque no esté en nosotros poder cambiarlas, de aprender junto al único Maestro lo que vale la pena, distinguir lo que es un chantaje o un engaño manifiesto, lo que es una quimera que nos seduce para empujarnos a los caminos que Dios nunca frecuenta, o muy por el contrario abrirnos a la belleza sencilla de las cosas bondadosas que jamás nos hacen la envolvente artera y mendaz.
Así transcurrió entre manteles y recuerdos aquella cena postrera. Donde hubo algunos gestos de Jesús que marcaron el tono de la entrega. Sólo los siervos lavan los pies a sus señores. Y esto hizo el Señor con aquellos doce comensales invitados de balde. Pero Pedro se puso tenso, se puso tieso también y comprendió que el gesto era para él un exceso inaceptable, y como otras veces ocurriera, porfió y desafió bravucón a Jesús para que no hiciera aquello, como cuando intentó censurar que subiera a Jerusalén una vez que el Maestro anunció a qué subían y por qué. Entonces, una vez más, Jesús le dijo al viejo pescador que se apartara, que se pusiera detrás, que aceptara el gesto de lavatorio si quería tener parte con Él. Y toda la bravuconería airada se hizo mansa, y le pidió a Jesús que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza, en una ducha de confusión amorosa de quien vislumbraba ya la deriva de las cosas en aquel Maestro a quien sinceramente quería.
Aquellos pies de ellos, como ocurre con los nuestros, no siempre anduvieron prestos, ni ágiles, ni frecuentadores de los caminos ciertos por los que Dios mismo venía a nuestro encuentro. Pero aquellos pies así de ambiguos, de sucios, de polvorientos y cansinos, son los que Jesús el Maestro quiso lavar con sus manos, y secar con cuidado, como un modo hermoso e insólito de repetir lo mucho que nos había amado poniendo luego en ellos un beso rendido. ¿Quiénes son hoy los que tienen los pies gastados de tanto ir de aquí para allá, buscando una puerta de salida para sus agobios económicos, sus desgracias asoladas, sus lutos y fracasos? ¿Dónde están los pies peregrinos de tantos refugiados que van a la intemperie de todos los campos? Dios mismo se pone a lavarlos, Él que sabe de tantos caminos polvorientos, rotos y rasgados.
Confidencias y también encargos, porque en aquella cena Jesús les dijo a los suyos más suyos que no olvidaran nada, y que lo hicieran en su recuerdo como quien tomando un pan y partiéndolo les dio a comer su Cuerpo, y levantando una copa de vino les escanció su sangre redentora. Que lo hagáis en mi memoria, les dijo. Esa fue la primera Misa que Jesús celebró, Una Misa que empezó cuando se encarnó en nuestra humilde historia, y que fue celebrando de muchos modos a través de su paso entre nosotros haciéndonos tanto bien. En aquella cena eucarística tuvo lugar una liturgia de banquete unida a la liturgia del Calvario, donde entre cordero y hierbas amargas, les partió y repartió su vida, como poco a poco de modo intenso hizo en aquellos inolvidables tres años. Allí quedaron convocados a esa santa memoria viva, cada vez que repitieran el gesto de una entrega redentora como aquella que con ellos Jesús celebraba.
En torno a la mesa de la Cena Eucarística, con nuestras manos ungidas por aquel que nos une a su Sacerdocio a algunos cristianos, lavamos los pies de los hermanos conmovidos por el gesto del Maestro. Rezamos por nuestros curas y párrocos, con sus distintas edades, sus situaciones personales y sus entregas sinceras al pueblo confiado, para que sean fieles a la llamada recibida y que puedan decir con la vida a sus hermanos: tomad y comed, este es mi tiempo, esta es mi sabiduría y conocimientos, esta es mi disponibilidad que se hace cercanía, consejo y compañía. Dar la vida como el Buen Pastor, por las ovejas que nos han sido entregadas para acompañar con celo y cuidado.
Quedó prendida su presencia en una Eucaristía santa para significar que su paso entre nosotros no fue un ademán fugitivo, sino una querencia que no se marchaba. Blanco como el pan tierno, rojo como el vino de solera, gozoso como una fiesta que no acaba, así fue su regalo eucarístico, fiel como un amor que no traiciona y discreto como un sagrario que se adora. Sí, el amor tiene esa dimensión fraterna, que nos desvela finalmente un Dios que se hizo hermano. Y así nos lo dijo, así nos lo dejó escrito de tantas maneras como estrofas de su canto más hermoso. Pero tuvo un lance que sólo se entiende si alguna vez se ha estado enamorado: que el amor verdadero no se aviene con la distancia que nos tiene lejos, con la caducidad que hace corto y mezquino el ensueño. No quiso el Señor que su amor se hiciera compañero que no acompaña, o que se cansa aburrido, o que se hace tan extraño que termina siendo al final ajeno. Entonces nos hizo la multiplicación de su vida, la multiplicación más increíble y hermosa: mucho más que doce cestos de panes y peces, fue su corazón abierto y su entraña partida. Una amistad que se hace tierna como el pan que no se endurece ni termina, una alegría que se hace gozosa en el vino escanciado con generosa medida. Su Cuerpo y su Sangre se hicieron santa Eucaristía, humildes como el trigo y la uva, silenciosos y discretos como un Sagrario con su luz candelaria siempre encendida para invitarnos a la gratitud y a la visita.
Jueves santo, de memoria rendida, de amor fraterno, de sacerdocio regalado, Jueves de adoración silenciosa en torno a la Eucaristía. Venid, adoremos.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Viernes Santo: Oficio de la Pasión y Muerte del Señor
Es una celebración especial la que tiene lugar cada Viernes Santo. Hemos entrado sin canto, a hurtadillas, como si viniésemos de una derrota humillante y quisiéramos pasar desapercibidos y de puntillas. Está desnudo el altar, sin adornos con un halo de sobriedad que casi perturba. No hay flores que lo dulcifiquen con sus colores y aromas, ni cirios que tenuemente lo alumbren. En la Catedral, el obispo entra sin báculo y sin anillo. Todo es tan parco que parece un velatorio donde se va a lo esencial sin filigranas ni soportes. Y a pesar de celebrar hoy las exequias más importantes y solemnes de la historia, tampoco tañen las campanas para no perturbar la zozobra ni distraer la remembranza. Propiamente hablando, el Viernes Santo es el único día del año en el que no se celebra misa. Se torna oscura la jornada con un sol eclipsado desde la hora de nona. Los oficios litúrgicos llevan por título la Pasión del Señor: esta es hoy la celebración. Fue tal que hoy cuando tuvo lugar el drama de Jesús con su entrega que nos salvó como finiquito postrero. La Pasión de Jesús hemos de escucharla arrodillando el corazón, porque en ese relato se habla de cada uno de nosotros, pues detrás de esa trama también estaba yo. Deberíamos reconocernos en qué personaje hoy se encuentra mi vida, porque cualquiera de ellos, a excepción de Jesús, puedo ser yo mismo en mi circunstancia y con mi edad. Es el libreto de mi personal biografía sea yo quien sea, esté donde esté y haga lo que haga.
Fue larga aquella noche. Tras la cena postrera con sus discípulos amigos, se fue revolviendo el ánima de Jesús cuando cruzando el torrente Cedrón llegaron al Huerto de los Olivos. Extraña almazara donde se iba a prensar una vida inocente que sólo supo y sólo pudo amar, incluso a sus enemigos más crueles e intransigentes. En aquel huerto no hubo cirios que ardiesen piadosos, ni incienso que se elevara en plegaria, sólo la angustia creciente de quien ve venir imparable el desenlace de un drama imperado por los pecados prestados por los que redentoramente daría la vida.
Se notaba antes ya un aire de digna tristeza en las amorosas palabras que dirigió a sus discípulos durante aquella cena postrera. Decía palabras verdaderas el Maestro, llenas de la bondad que las hacía como siempre también bellas. Pero su recuento memorial tenía ese rictus inevitable de humana tristeza. Allí estaba Judas con su bolsa y con sus cuentas, con la torva mirada que delataba su inconfesable trastienda. Fueron inútiles los guiños que Jesús le hizo, incluso durante aquella cena. Todo estaba decidido. Y salió del Cenáculo de aquella manera, como con prisa para que todo acabara, como arrepentido de una ya imparable faena. Fue al encuentro de sus contactos, cómplices sicarios de una terrible artimaña que tenía tasado el precio en aquellos treinta siclos de plata buena.
Mientras esto sucedía, Jesús sudaba por todos los poros de su piel aquella sangre redentora que horas antes brindaba en el cáliz con el vino transformado, junto al pan bendito del sacramento que nos dejó como alimento y viático para las hambres de la vida. Él así balbucía sus penúltimas palabras en su oración con el Padre. Y los tres discípulos más cercanos, tronchados de cansancio y de turbación, quedaron rendidos en el inhibido sopor que los enajenaba.
¡Cómo cuesta intuir a Dios, cómo es duro secundar su voluntad, cuando las trazas no coinciden con nuestros planes y todo se desbarata! Pero así tiene el Señor su extraña manera de curarnos, con sus propias heridas, paradójicamente. No habrá manera de sortear el impago pendiente cuando la factura debida para darnos la vida tenía como concepto precisamente la muerte. El trago no le fue ahorrado. Y por eso la mística franciscana Santa Angela de Foligno dirá conmovida a considerar la pasión de Jesús: “Tú, Dios mío, no me has amado de broma”. O como anotaba Blaise Pascal en sus célebres Pensamientos: “aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti”.
La lectura de la Pasión según san Juan que leemos cada Viernes Santo, es un itinerario de amor abismal. No cabe mayor estupor ante tamaño intercambio: la entrega del inocente para rescatar al culpable, el tres veces santo en trueque con el pecador infinitas veces indomado. ¡Qué compraventa desproporcionada en aquella inmensa transacción: la vida de Jesús el Hijo Bienamado por mi pequeña vida llena de pecado! Pero es un relato que no llega jamás a desmano. No es filmación dolorosa de una historia que resulta tan conocida como ajena. Es algo tan próximo a mis años, a mis días y a mis horas, que realmente me pertenece aquel reparto de papeles y personajes por los que Jesús en medio de todos ellos se cruza tantas veces con mi mirada, con mis acciones y omisiones, con mis pensamientos y palabras. Yo estaba allí.
Es labor piadosa descubrirme en cada lance: en algún momento escurridizo como los discípulos escondidos en el rincón de sus miedos y tristezas; acaso no han faltado tampoco los instantes sórdidos en los que resentido por las cosas, por mis frustraciones y falta de expectativa a mis intereses torpes y calculados, me ponía de lado con indiferencia despechada viendo pasar al Maestro junto a mí: ahí están mis reacciones airadas ante tantos, o las inhibiciones perezosas de quien se acomoda, o la indolencia de quien se enroca en sí mismo y decide no participar, no colaborar, viviendo apenado en su propio nido sin esperanza. También me puede suceder que rompa a llorar como aquellas mujeres piadosas con mi llanto solidario ante el devenir de Jesús en un atisbo de comprensión religiosa o en un gesto de cercanía hacia los hermanos más apaleados. Quedarían dos discípulos de desigual factura en cuyo espejo mirarme en esta tarde de Viernes Santo.
El primero, el mismo Judas. Desde la Cena Última de horas antes, estaba en el punto de mira de Jesús lanzándole palabras y gestos por si al final se ablandaba su locura, hasta que abrupta y casi violentamente con prisa Judas salió del Cenáculo. En el discurso de la última cena había cobrado un cierto protagonismo la figura del Iscariote. Todo un misterio de libertad. ¿Se equivocó Jesús al llamar a este discípulo? No, se equivocó Judas al responder a su Maestro. Judas tuvo su pretensión incumplida por Jesús. No estaban en la misma onda en ningún momento. Tampoco nosotros lo estamos en demasiadas ocasiones, pero al final Dios nos toca el corazón, ilumina nuestras penumbras y de nuevo encontramos la puerta de salida en los callejones cerrados que nos secuestran a diario. Tenemos esa encrucijada siempre ante nuestra libertad, cuando malgastamos el tiempo enfrascándonos en la banalidad, cuando perdemos el horizonte extraviándonos en la frivolidad, cuando desaprovechamos la gracia dilapidando la llamada de Dios que nos invita a seguir a Jesús cada mañana en esa vocación que cada uno hemos recibido como cristianos. Judas no estaba en aquel proceso tramposo que sufrió Jesús entre Getsemaní, Anás y Caifás. Tampoco merodeó la vía Dolorosa en el primer Vía Crucis, ni estuvo al pie de la Cruz en el Calvario. Judas fue el gran ausente, cuando tiró por la borda absurdamente tanto cuanto se le había dado, para acabar como badajo sin campana colgado de un árbol.
El segundo discípulo será Pedro. Conocemos su fogosidad y cómo fue correspondiendo a su ritmo y manera a la pedagogía de Jesús para con él. No lo tuvo fácil el Maestro, pero encontró ese mínimo de docilidad en el viejo pescador, que le permitió acompañarle con frutos venideros. Se había hecho mil cábalas en aquellos tres años de compañía del Señor. No siempre entendió, y a veces confundido intentó enmendar la plana al mismo Cristo. En la Última Cena anduvo inquieto, sabedor de que alguien tramaba cosas feas, e inquirió la complicidad de Juan para ver si sacaban algo en limpio en la cercanía del Maestro. Pero luego junto a sus dos compañeros de intimidades, Santiago y Juan, se quedó dormido también él como ellos dos en el Huerto.
Pedro intentó averiguar algo tras desperezarse con el tumulto de la soldadesca que traía Judas encabezando la pancarta. Cuando se llevaron a empujones a Jesús, Pedro con su espada envainada se aventuró en el penúltimo seguimiento del Maestro llegando con Juan hasta la puerta de la casa de Anás, el suegro de Caifás. Pero en ese aledaño, junto al fuego común de un patio cualquiera, será descubierto por la portera. Pedro porfió diciendo con los labios lo que en su corazón desmentía. Pero cantó el gallo tres veces y tres veces Pedro negó a su Maestro. Era la traición de Pedro, tan distinta de la de Judas, que le sirvió como preámbulo de su más sincera confesión cuando se encuentre cara a cara con Jesús resucitado en Tiberíades, a la orilla del mar. Entre Judas y Pedro, nosotros nos reconocemos en el pescador con todo el cúmulo de torpezas, contradicciones, lentitudes y pecados. Y no será la soga de la horca sino el abrazo del perdón misericordioso lo que pone letra al canto de nuestra esperanza.
Así llegó Jesús al Calvario donde será crucificado junto a un ladrón llamado Gestas parecido a Judas y otro ladrón llamado Dimas que se asemejaba a Pedro. En el trono de la cruz, el Rey de los Judíos pronunciará sus últimas siete palabras, verdadero relato para una nueva creación de siete días que no acaban ya en la eternidad donde la muerte fue vencida para siempre. Desde el “Padre, perdónalos” hasta el “Padre, me pongo en tus manos”, Jesús hará nuevamente la síntesis de esos dos amores tan distintos y tan inseparables: el amor al Padre y el amor a los hermanos.
Al entregar su vida del todo, Jesús expiró inclinando la cabeza. Aquella hora de nona parecía el punto final y el triunfo infinito del mal, como si Dios hubiera sido derrotado por Satanás. La comitiva de aquel entierro fue descomunal, llevaban a enterrar al autor de la vida como en la comedia bufa más obscena y contradictoria. Así lo recreó nada menos que Friedich Nietzsche, que hará una patética parodia sobre la agonía de Dios, y a pesar de llevar el «viático»—dice él socarronamente— a este singular «moribundo», Dios acabará muriendo. Ello servirá para que el P. Henri de Lubac apostille: «cualesquiera que sean los antecedentes, el sentido que Nietzsche da a esta expresión, “la muerte de Dios”, es nuevo. No es, en su boca, una simple consigna. Ni mucho menos una lamentación o sarcasmo, sino que traduce una opción… Es un acto tan puro, tan brutal, como lo es el de un asesino. La muerte de Dios no es solamente para Nietzsche un acto terrible, sino que es algo por él querido. “Si Dios ha muerto, añade, es que lo hemos matado nosotros. Nosotros somos los asesinos de Dios”». Así habló Nietzsche. Brutal.
Pero resulta que, al enterrarlo en el huerto junto al Calvario, por mediación de José de Arimatea, nos encontramos con un juego de jardines: el del Edén, el de Getsemaní y el del Gólgota. Tres huertos para una historia creada y recreada con un iter que explica el trasiego de la gracia que nos salva: desde la bondad y belleza en el huerto del principio en el Edén, pasando por la oscuridad ensangrentada del huerto de Getsemaní, hasta el tercer huerto del sepulcro que quedará vacío para siempre en el Calvario. Tres jardines para el huerto de la vida que nace, que muere y que resucita.
Es necesario no precipitar el curso de las cosas y aguantar el tirón que supone contemplar la pasión y muerte de Jesús. Sabemos lo que vendría después, pero esto sólo lo entiende y lo agradece quien ha acompañado al Señor en su vía Dolorosa, quien ha permanecido al pie de la cruz con María y Juan, y quien le ha visto enterrar con la sábana y el sudario. Será el Santo Sudario lo que veneraremos al final de este oficio litúrgico, resumen de la historia de amor más grande jamás contada. Es el Oficio de la Pasión, en este impresionante Viernes Santo.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Vigilia Pascual
Todos quedamos prendidos de una cruz que tenía crucificado. El Señor Jesús que pasó haciendo el bien, bendiciendo niños, regalando vino en bodas amorosas, curando tantas enfermedades, purificando muchos pecados y dando la vida cotidianamente por aquellos que el Padre le confió en su misión redentora. Le vimos agonizar, balbucir sus últimas siete palabras inolvidables y al final, inclinando la cabeza, entregó su vida toda.
Le acompañamos hasta el huerto de la Calavera y vimos cómo era allí depuesto envolviendo el cuerpo con el lienzo y el sudario en la cabeza. Quedó sellado aquel sepulcro con la tristeza más inmensa de ver que tan precipitadamente terminaba a los ojos humanos aquella Buena Nueva. La dispersión estaba cantada, y la soledad más aislada hizo de compañía al silencio inmenso sin palabras. ¿Cómo se marcharon cada cual al cubículo de sus lágrimas? ¿Qué cosas se dirían callando con la congoja impronunciable que les ahogaba el alma? No es fácil imaginar aquel escenario tan bronco y cenizo del primer Viernes Santo de la historia.
Pero el día siguiente no fue mejor. Sábado sagrado para los judíos con su fiesta de guardar, donde los cristianos fugitivos, escondidos, llorosos y apabullados no tenían nada que celebrar. Un sábado extraño, de silencio y soledad. Quizás cerca de María todos se refugiaron para intentar obtener algún resquicio de respuesta ante tantas preguntas desabrochadas sin posibilidad de salida. La Palabra que se hizo carne quedó de pronto enmudecida. Estaba lejos aquel “hágase” con el que María dio su permiso para que entrara en la historia la iniciativa divina de venir a salvarnos humanamente. Así hemos estado todo este sábado santo junto a la Señora, intentando desentrañar el misterio del silencio más tupido, el más acallado y enmudecido. Ayer la tierra quedó en tinieblas, a las tres de la tarde de la hora de nona. Unas tinieblas mortalmente mudas. Como un sepulcro en el que habita el fracaso, la rendición, la derrota sin coartadas. Pero hay un silencio diverso que no es mutismo sin más, sino que paradójicamente se torna elocuencia discreta y reservada. Es el silencio que, caballeroso, deja espacio a la palabra amada. Y sólo en ese silencio que por amores calla, puede escucharse una palabra que no sea hablar del tiempo cuando ya no hay tiempo tras la muerte certificada. El sábado santo es día de silencio mirando a María Desolada. En su mirada no hay desgarro, en sus pálpitos no laten taquicardias desbocadas, en su semblante destaca el señorío de una dignidad serena y callada. No es el silencio de quien no dice nada, sino el silencio desbordado por las palabras que en el corazón se guardan. Que así fue desde el principio en la historia cristiana de María: hágase en mí tu palabra, le dijo al ángel. El hágase con el que Dios mismo dijo todas las cosas creadas en aquella primera mañana.
Silencio que guarda en el corazón agradecido lo que se entiende y lo que nos pasma, silencio que guarda memoria viva de tantas palabras dadas, silencio que espera el cumplimiento de la vida nueva en la alborada. De todos estos silencios, llenó María la esperanza cierta de que, tras el penúltimo vocerío de la muerte, vendría el susurro último de la vida en la mañana. Los discípulos huyeron, se dispersaron, irían al rincón de su escondrijo para ver quién decía algo en medio del dolor espantado y fugitivo. María nos acompaña en medio del silencio asustado que nos envuelve, y con ella creemos que Dios pronunciará una palabra creadora sembrando en el surco de la muerte la semilla de la vida que no acaba.
Pero ocurrió lo que no estaba escrito y que dejó al pairo toda la trama. Las penúltimas palabras nos dejaron en el vilo de un hilo que asusta y acobarda. Más sucedió lo que nadie podría haber imaginado. Como esta noche nos ha vuelto a suceder a nosotros cuando adentrados en la noche mojada, ha ido haciéndose hueco un atisbo de alborada. Era pesada la piedra que sellaba la muerte como una losa inamovible que aplastaba toda esperanza. Pero esa rueda rodó grácil ante la orden de dejar paso a la vida que llegaba tras tanta vía dolorosa, tras las siete palabras piadosas, tras el estertor de una lanzada que ponía rúbrica a la agonía del mismo Dios humanado que así se nos entregaba.
Es hermosa la liturgia bella de la noche de pascua. La penumbra con la que hemos procesionado nuestra oscuridad concreta, ha ido dejando paso a la luz fraterna que se ha hecho paso en medio de nuestra negrura espesa. Poco a poco, el cirio que protagoniza esta noche la andadura de nuestra humanidad ha dejado su poso de claridad discreta. No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Como dice Charles Péguy, Cristo no luchó contra la tiniebla, sino que se puso en medio de ella para ser la Luz, sencillamente. Así, nosotros hemos puesto esta noche en el candelero de la libertad y del afecto, la llama con la que el Señor resucitado nos da calor y luminaria. Lentamente la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color. En el alba cercana de la pascua bendita hemos encendido los cristianos el cirio de la luz amanecida.
Precioso el canto del “exultet” mirando al cirio de la pascua. Las abejas nos han libado la cera de la victoria que esta noche luce en las tinieblas. Le pondremos el incienso como homenaje sagrado que reconoce tamaño regalo que este cirio representa. Y dejamos que se adentre en todos los pliegues de nuestras penumbras borrosas que nos hurtan la belleza. Por eso alumbra cada paso, cada recuerdo de los ayeres pasados, cada sueño de los mañanas inciertos, cada momento presente que en nuestras manos anida y se adormenta. Una llama de amor viva, una lumbre que caldea, una luz que nos guía y acompaña en las intrincadas veredas.
El agua nos purifica lavándonos manchas y suturando las heridas. La vamos a rociar sobre nuestras cabezas los bautizados como la derramaremos gozosos sobre los catecúmenos que podremos bautizar con tanta alegría. Que sea un torrente de amable dicha con el que Dios mismo viene a nuestro encuentro para poner fin a la sequedad marchita de una vida que no fructifica con los frutos que llenan de bondad y belleza nuestros días en la trama que a diario escribe nuestra biografía.
Así hemos entonado nuestro aleluya pascual que nos acompañará durante todo este tiempo que se inaugura. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección gloriosa su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba, cuando el amor vino a nuestro encuentro para abrazarnos. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos regala su entraña. Por eso cantamos un canto de victoria al alba de nuestra mejor albricias. Serán ocho días para una octava de gratitud interrumpida, y el tiempo de pascua que inaugura cincuenta jornadas que nos adiestran para la alegría que no acaba como un canto inacabado que se deja completar en el pentagrama de nuestra edad y en el relato de nuestros días, cuando dejamos que el buen Dios cuente con nosotros su eterna Buena Noticia.
¡Qué noche tan bendita que nos permite reestrenar la alegría verdadera que no es fruto de nuestra pretensión ni de nuestras torpes conquistas! Feliz Pascua bendita, queridos amigos y hermanos, feliz Pascua florida.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Domingo de Pascua de Resurrección
Son escasas las horas para poder celebrar como se debe tanta alegría. El aleluya que ya anoche pusimos en nuestros labios y en el corazón con el canto de toda la Iglesia, no cabe en veinticuatro horas de un día cualquiera y necesitamos nada menos que una octava para entonar tamaña antífona de victoria. Cristo ha resucitado, verdaderamente.
Este era el mensaje que aquellos primeros cristianos se iban pasando unos a otros tras el acoso y derribo que habían vivido desde tres días antes. Escucharon los “hosannas” de acogida festiva entrando en Jerusalén, oyeron luego los “crucifícalo” como sentencia condenatoria por parte de un pueblo manipulado. Pero ni la lisonja ni el rechazo tuvieron la última palabra.
Lo decimos coloquialmente cuando superamos una prueba dificultosa o se disipan los nubarrones mohínos: nos hemos quitado una losa de encima. Y esto es lo que cabalmente experimentaron los discípulos aquella madrugada. Estaban enganchados al recuerdo aún caliente de tantas palabras y gestos del Maestro sinigual, y al haberlo visto agonizar y morir, al haberlo acompañado para enterrar, sólo les quedaba dar vueltas a un sepulcro sellado yendo y viniendo con su odre de lágrimas que tenían a rebosar.
No había forma de comunicarse entre ellos. Nada sabían del desenlace de Judas, ni de los llantos de Pedro, ni de las palabras que al pie de la cruz pudo escuchar Juan junto a la Madre por antonomasia. Las mujeres discípulas de Jesús, andaban tan nerviosas como desconsoladas organizando quizás un último gesto para embalsamar al Señor con sus lágrimas y sus ungüentos. El ambiente era desolador como quien más o quien menos tiene ante la muerte de un ser querido en el adiós para siempre de esa persona que por más que la miremos no respira, no siente, no padece… pero tampoco nos miran sus ojos cerrados, ni nos besan sus labios inmóviles, ni cabe esperar caricia alguna de sus manos frías.
El Evangelio nos relata la primera incursión de aquella que mucho amó cuando mucho le fue perdonado: María Magdalena. Anota Juan en su Evangelio que ella salió al amanecer, pero aún estaba oscuro. No es un detalle costumbrista o de precisión de franja horaria en este cuarto Evangelio: de noche iba Nicodemo a ver al Maestro con todas sus dudas y preguntas abiertas; de noche salió Judas del Cenáculo con las tinieblas en su mirada y en su alma; de noche como un eclipse terrible quedó la tierra tras la muerte de Jesús a la hora de nona del primer Viernes Santo de la historia. Ahora la Magdalena con todas sus oscuridades y llantos, se consuela junto al despojo enlosado de su amigo y Señor enterrado.
Pero ahí empezó la revuelta, porque así aconteció en su regreso buscando a Pedro y a Juan. Una revuelta que era la vuelta a la luz y la alegría que no se podía contener por infinita y bendita. Aquel sepulcro tenía la losa movida, como cuando en el túnel más cerrado y tenebroso se atisba la puerta de salida. Hasta seis veces se menciona la palabra sepulcro en estos nueve versículos del capítulo veinte del Evangelio de San Juan. Es como un estribillo en el que se focaliza un protagonismo que el evangelista nos quiere mostrar. Hay vida después del sepulcro cuando explota la dicha bienaventurada que nos deja sin palabras, que nos pone a la carrera como ante esta noticia hicieron Pedro y Juan. La Magdalena fue testigo simplemente de una losa removida. En otros relatos evangélicos la vemos llorosa hablando con un Jesús -presunto jardinero- que ella no reconocía hasta que de sus labios oyó que la llamaba por su nombre: María. Pero la resulta fue la misma: ir a los discípulos y decirles que Cristo ha vencido la muerte con su vida resucitada.
Hay un cuadro bellísimo de 1898 del pintor suizo Eugéne Burnand. Representa a Pedro y Juan corriendo hacia el sepulcro. Sus cabellos al viento parecen las crines de un alazán desbocado porfiando llegar cuanto antes, con el ansia y la prisa de verificar cuando la Magdalena les había testimoniado. Sus miradas muestran una tensa y dulce avanzadilla para llegar con sus ojos antes de lo que sus piernas les permitían. Y llegando primero el más joven, Juan, esperó al maduro, Pedro, que fue quien entró. La descripción que desde la puerta hará Juan tiene hasta un toque doméstico: los lienzos de la sábana tendidos, el sudario que le protegió la cabeza (nuestro Santo Sudario que aquí en nuestra Catedral conservamos con la más insigne reliquia), enrollado cuidadosamente aparte. No era un big-bang explosivo que todo lo dejó desordenado y con desaire, sino el orden armonioso de una vida nueva que renacía y se hacía sitio tras mover la losa de la muerte.
Jesús lo había dicho tantas veces, y fue un aviso contenido por doquier de que Él resucitaría al tercer día. Pero los discípulos nunca lo entendieron, ni tampoco pidieron al Maestro explicación. Todo lo más, como haría Pedro en varias ocasiones tratar de evitar aquello que no entendían censurando el viaje. O como en otra ocasión, mientras Jesús les anunciaba precisamente su desenlace, ellos cuchicheaban conspirando quién era de ellos el más importante y cómo se podría repartir los cargos y las prebendas. Ahora, ante el sepulcro vacío, entendieron de golpe y para siempre cuanto les dijo el Maestro. Y entonces entraron y creyeron.
Puede parecernos lejano en el tiempo y en las usanzas esa escena que hoy la Iglesia nos proclama con la alegría pascual de este Evangelio. Pero también nosotros tenemos mil desafíos que debemos saber leer con la inmediatez del mensaje de la Pascua. Cuántas cosas en la intimidad de nuestro corazón se retuercen dando vueltas y vueltas a lo que no siempre entendemos, o a cuanto se nos pone desafiante y peleón ralentizando o complicando la maduración creyente de nuestra vida humana vivida con la gracia que nos hace cristianos. Cuántas cosas en nuestro entorno doméstico o nacional se nos hacen retadoras de la esperanza al imponernos contradicciones y batallas quienes por sus motivos torticeros y resentidos no nos quieren, nos zancadillean y nos censuran en una persecución cultural y política que a veces nos deja sin respiro y sin libertad. Cuántas cosas en el panorama mundial se encrespan volviendo a tropezar en las mismas piedras que nos empujan a las crisis económicas por la insolidaridad inhumana de los descartes y por las declaraciones de guerra sin cavilar sus graves consecuencias. Amén de las ideologías en curso que pretenden sembrar la confusión violenta, los despropósitos que insidian, las anarquías morales y, como si no pasase nada, seguir en la banalización de la mentira.
Hoy los sepulcros tienen estos visos y se revisten de estas guisas. Pero afirmar nuestra fe en la Resurrección de Cristo, implica tener una mirada dilatada con la esperanza cierta que nos abraza y con la caridad amorosa que nos permite ver más allá de las apariencias que caducan siempre antes o después. La luz siempre vencerá a la oscuridad, la verdad a la mentira y la muerte será muerta por la vida. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor, luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas de pesar no nos secuestran en su llanto, porque no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. Es el sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.
Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina en la que dar testimonio de que Jesús ha vencido la muerte y todas sus engañifas, sus chantajes y sus rincones de tristeza y melancolía. Con el gozo de María, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado, no es vana nuestra fe. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. La palabra final es del Dios que se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva. Aleluya.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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