lunes, 28 de abril de 2025

Homilía del Sr. Arzobispo de Oviedo en el Funeral por el Papa Francisco

Querido hermano en el episcopado, Mons. Braulio. Sr. Vicario General y demás sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano y los diáconos. Sr. Presidente del Principado de Asturias, Sra. Delegada de Gobierno en el Principado de Asturias, Sr. Presidente de la Junta General, Sr. Alcalde de Oviedo y Corporación Municipal. Sres. Alcaldes de Gijón y Villaviciosa. Sres. Diputados de la Junta General del Principado de Asturias y del Congreso del Parlamento nacional. Sr. Presidente del Tribunal Superior de Justicia del Principado y Sra. Fiscal Superior de la Comunidad Autónoma. Sr. Delegado de Defensa, Sr. Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil en el Principado, Sr. Comisario Principal Jefe Superior de la Policía Nacional, Autoridades militares del Ejército y de la Armada, Autoridades del ámbito social y civil de Asturias, Miembros del Consejo de Asuntos Económicos y jurídicos de la Diócesis de Oviedo. Sra. Directora de Cáritas Diocesana. Sr. Decano de la Facultad Padre Ossó. Miembros de la Vida Consagrada, Movimientos apostólicos, Hermandades y Cofradías. Seminaristas diocesanos. Hermanos todos en el Señor. Que Él llene de paz vuestros corazones y guíe vuestros pasos por senderos de bien. Mucho les agradezco su presencia en esta misa funeral por el eterno descanso del Papa Francisco.

Estábamos gustando los primeros momentos de la pascua cristiana. Jesús salía al paso de todas nuestras oscuridades sencillamente poniéndose en medio de ellas para ser quien Él fue: la luz que no se eclipsa ni se acaba. Horas intensas en los que poco a poco íbamos aprendiendo de nuevo la gran lección: que ese día luminoso del domingo de resurrección, brilla como sol que amanece cada mañana, y reconocemos con toda su hondura lo mismo que han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en la oscuridad de un huerto no termina con el mortal estertor de quien pendió de la cruz tras agonizar. Aquella historia de salvación que el Señor nos contó con su vida bondadosa y entregada no se zanja violentamente ni con un beso de traición se acaba, y por eso sólo caben las lágrimas de alegría agradecida y un beso lleno del amor que no claudica. La pascua cristiana nos viene a recordar que no hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor, luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas de un adiós no nos secuestran en su llanto, porque no podrán arañar nuestra confianza, apagar nuestra luz o aguar nuestra esperanza. Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre de un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. Es el sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas fallidas.

Este era el ambiente y el motivo de nuestra pascual algazara. Así estábamos hace sólo una semana. Nos habíamos acostumbrado ya a los partes médicos de alguien cuya salud seguíamos a diario, como en una noticia cada cierto tiempo actualizada, para preguntarnos cómo iba la salud de nuestro anciano Papa Francisco. Le vimos hospitalizarse de urgencia en el Gemelli de Roma, manteniendo todo interés sobre su evolución o su involución que iba cambiando a través de las horas y los días, sumiéndonos en el consuelo o en la zozobra, según nos informaba el parte médico. Llevábamos tiempo constatando el deterioro físico de su salud tan quebrada, pero veíamos su resurgir animoso dando muestras de su empeño y fortaleza.

Tras el alta hospitalaria el consejo de los facultativos fue taxativo y claro: confinamiento total durante dos meses. Y la respuesta del Papa Francisco fue imperativa: sacadme a donde está la gente. Hizo una opción arriesgada, pero asumió el trance de su peligro, prefiriendo esto a consumirse en una soledad tan aséptica como aislada. La mañana del pasado lunes de pascua nos sorprendió con la noticia de su fallecimiento: y no por vislumbrar la posibilidad cercana, nos dejó de golpear como cuando llega el desenlace de alguien cercano y querido, y se te impone con su crudeza la partida fatal de tu vera, de tu vida, de tu afecto, cuando llega la hermana muerte corporal, como gustaba decir San Francisco.

Quedan ya atrás las esquelas de diversos colores de los grupos políticos, los colectivos sociales, los comentaristas mediáticos y las mismas actitudes eclesiales que ante esa noticia se han hecho eco de la trayectoria del Papa. Se irán poco a poco difuminando las proclamas de quienes reivindican la herencia del Santo Padre abanderándole con sus propias enseñas, haciéndole socio de sus intereses o inscribiéndole bajo las siglas de una forma de ver y vivir las cosas. Para unos el Papa Bergoglio es alguien admirable que suscita asombro y agradecimiento, para otros tan sólo hizo gestos que no sustanció luego en gestiones de cambios reales, para otros incluso merece el rechazo y el desprecio. ¡Qué difícil resulta en la inmediatez de los días tras la muerte del Santo Padre hacer un balance sereno, justo y verdadero del auténtico legado que nos ha dejado, de las conciencias que nos ha removido, de las libertades por las que ha luchado y de los valores que no ha traicionado! Así tenemos todo un espectro inmenso de miradas y posturas de tan diversos calados que pueden complicar una memoria ajustada de la serena y agradecida remembranza de su paso por nuestras vidas en estos doce años de pontificado.

Quisiera, precisamente más allá de las polémicas desencontradas, hacer un apunte que me hizo tanto bien cuando le conocí siendo él Arzobispo de Buenos Aires en una conversación profunda que entonces mantuve con él en Madrid sobre la situación de la Iglesia ante algunos totalitarismos que tanto sufrimiento estaban generando especialmente en la América hispana y en otros lares faltos de libertad cuando censuran a los cristianos, nuestra postura moral y la apuesta en el ámbito de la vida, de la familia y de la educación. Fue muy provechosa aquella amable conversación.

Diálogos con él, hubo varios, como el que tuve hace poco en Roma con motivo de mi labor como director del departamento de cultura de las Conferencias Episcopales de Europa, y que recordaba ayer en mi escrito semanal al hilo de la tristeza del viejo continente que nos embarga cuando nos asomamos al futuro o ante el momento presente de nuestra historia. Son muchas las razones que nos empujan a esta situación: el alejamiento de Dios en una sociedad más secularizada, la insolidaridad expresada en tanta exclusión e intolerancia, el relativismo moral que banaliza la mentira para la praxis política y su deriva cultural, las pretensiones impositivas de las ideologías, la violencia y la insidia que enfrenta los pueblos y divide las comunidades. Ayer lo expliqué en mi escrito que salió en la prensa regional, y cómo fue mi diálogo con él.

Pero más que los encuentros personales con el Papa Francisco me han quedado grabadas tres imágenes que plasman parte de mi memoria de él.

La primera que me impactó fue su visita a isla de Lampedusa en 2013 con motivo de los fallecidos en pateras ante las costas italianas cuando venían huyendo de sus infiernos dictatoriales, de sus guerras fratricidas y de las hambrunas de sus miserias. Vergogna!, dijo en expresión fuerte en lengua italiana desde la barandilla del barco que le acercaba: Vergogna!, ¡qué vergüenza! Era el primer botón de muestra de su compromiso con cualquier forma de pobreza y todas sus consecuencias.

Otra que mucho me impresionó fue la que nos ofreció en plena pandemia en 2020, subiendo solitario por las gradas hasta el estrado en una plaza de San Pedro vacía bajo una lluvia torrencial. Allí se veía a un padre que asumía el dolor de la entera humanidad en aquellos instantes de tremenda incertidumbre, de miedo incluso por las consecuencias imprevisibles que tenía aquella situación desconociendo las causas que la provocaron y siendo aún ignorantes del aprovechamiento que algunos harían de esa desgracia planetaria. Su oración a Dios con los brazos abiertos fue realmente conmovedora, como queriendo abrazar a cada hombre para decirle: no estás solo, no pierdas la confianza, recemos juntos al buen Dios y tengamos esperanza.

Y finalmente hubo otra que me motivó a escribir un artículo que titulé “Las nuevas lágrimas de Pedro”. Se la envié y guardo su cariñosa carta de respuesta. Fue en 2022 el 8 de diciembre, cuando en la romana plaza de España, en la oración ante la imagen de la Inmaculada, él se rompió sin poder seguir leyéndola, comenzó a gemir como un niño y acabó llorando desconsoladamente al no poder ofrecer a la Virgen en aquella tarde la paz en Ucrania, como había sido su deseo. Aquel insólito y conmovedor gemido se tornó en llanto sin consuelo y provocó una ovación que comenzó el alcalde de Roma. Ni siquiera en el corazón del Papa Francisco cabían todas las soluciones cuando lo que deseas te supera y te desborda, cuando no lo pueden amasar tus manos voluntariosas sino dejarlo en las manos de Dios pidiéndole entre lágrimas que interceda.

Hemos escuchado el Evangelio del último encuentro entre Jesús y Pedro. El Señor le hizo un examen al viejo pescador: Simón, ¿me amas? Y Pedro respondió: Tú lo sabes todo, Señor, y sabes que te quiero. Así habrá sido ahora el cuestionario entre este último Pedro y el mismo Jesús. El Santo Padre, como cada uno de nosotros, habrá llevado el ligero equipaje del definitivo viaje ante la presencia de Dios. No entra en el examen cuanto hemos aprendido o enseñado, lo que hicimos u omitimos dentro de nuestra pequeñez precaria, lo que dijimos o callamos en tantos escenarios, sino si amamos, si dimos la vida de tantos modos, nuestro tiempo sin reservas egoístas, nuestras fuerzas sin cansancio, nuestro respeto y ternura, nuestra acogida y abrazo. Lo que hicimos o dejamos de hacer por el prójimo, con Cristo mismo lo hicimos. Así habrá sido el examen de Francisco con su Señor al final de su camino. El hijo de unos emigrantes italianos, el argentino porteño de Buenos Aires que hizo estudios de formación profesional en química, el jesuita que enseñó literatura en los colegios de su Orden, el Arzobispo de la capital de aquella inmensa pampa, el Sucesor nº 266 del Apóstol San Pedro llevando el timón de la Iglesia.

En un momento de la historia fue llamado a la vida que fue creciendo y madurando con sus luces y sombras, sus errores y aciertos, sus gracias y pecados, como a cada uno nos sucede en nuestra propia vida. Pero también eternamente fue esperado para este definitivo encuentro y en un momento de su vida comenzó para él la eternidad.

Al término del funeral los cardenales se marcharon para Basílica de San Pedro para hacerle el pasillo de último homenaje con un fraterno adiós. Mientras tanto quedaron las autoridades y el pueblo de Dios en la plaza junto al féretro entre los aplausos del agradecimiento. Fue emocionante el momento en el que, ya en la Basílica, los palafreneros pararon el cortejo fúnebre para poner los restos mortales de Francisco frente a la tumba del apóstol Pedro. Frente a frente. Ahora para siempre ambos cara a cara junto a Dios.

Las palabras del Cardenal Re, Decano del Colegio Cardenalicio, durante la sentida homilía fueron muy apropiadas especialmente por su apretado recuerdo del Santo Padre en estos años de su pontificado, pero como hiciera en semejante trance el entonces Cardenal Decano, Joseph Ratzinger en el funeral de San Juan Pablo II, también el Cardenal Re se dirigió a Francisco para pedirle que nos bendijera desde el cielo como había hecho la víspera de su muerte desde la logia principal de la Basílica de San Pedro con la bendición Urbi et Orbi. Eso pedimos nosotros esta mañana aquí en nuestra Catedral de Oviedo.

Llegué anoche de Jerusalén, donde he estado toda esta semana junto 250 obispos de más de 70 países en un encuentro memorable de convivencia, estudio y peregrinación. Pudimos unirnos vía satélite este sábado para seguir en directo la misa de exequias del Papa Francisco. Ayer domingo presidí la Eucaristía nada menos que en el mismo Cenáculo donde tuvo lugar la Última Cena y el evento de Pentecostés. Inmenso e inmerecido privilegio que me ofrecieron estos hermanos obispos.

Para llegar allí muy temprano atravesamos el torrente Cedrón para luego subir a la ciudad vieja de Jerusalén. Me fijé en los cementerios hebreos que en aquella ladera se extienden. Me percaté de que no hay flores sobre sus tumbas. Tan sólo unos nombres, unas fechas, y sobre las lápidas un montoncito de piedras. Es la usanza judía de recordar a sus difuntos. Piedras y no flores, porque éstas se marchitan pronto como el recuerdo de un ser querido si no tiene afectuoso fundamento. Piedras porque recuerdan la casa que construyeron a través de su vida en la que brindaron cariño, seguridad y acogida. Piedras porque simbolizan la obra que edificaron con su biografía: con sus talentos, sus empeños, y sus entregas cada día. Es hermoso el significado. No hacer una evocación que acaba, sino una memoria que nos recuerda la verdadera herencia de esa persona con la que nos ha bendecido Dios indicándonos caminos, previniéndonos entuertos, esperándonos tras nuestros devaneos y abrazándonos como sólo un Padre bueno hace en todo momento.

Estamos ofreciendo esta Eucaristía por el eterno descanso del Santo Padre el Papa Francisco. Fue llamado al comienzo de la semana de Pascua. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. Aquellas penúltimas palabras que censuraron la verdad y asesinaron la vida del Maestro, cedieron inevitables la palabra final a quien siendo Dios se hizo hermano, se hizo historia y se hizo pascua rediviva. No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar contra ella trincheras peleonas, ni levantar con bronca nuestras barricadas. Parafraseando al gran escritor francés Charles Péguy, Cristo no luchó contra la tiniebla, sino que siendo la Luz se puso en medio de ella terminando con su impostura. Lentamente la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la vida tomaba de nuevo su rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color de belleza amanecida.

Hermanos y amigos, al alba de cada pascua encendemos los cristianos el cirio de la luz mañanera. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista. Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos regala su vida. Por eso cantamos un aleluya a esa aurora con nuestra mejor albricias. Es lo que pedimos por el Papa Francisco al Señor y a nuestra Madre la Santina. Amén.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

S.I.C.B.M. El Salvador
28 abril de 2025

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