miércoles, 19 de octubre de 2016

La Bioescuela de Cáritas: la tierra como solución


De la unión entre la observación de las necesidades, y de la disponibilidad de los medios al alcance, nacen con frecuencia los proyectos más interesantes y con posibilidades de futuro. No como grandes ideas en el aire que no aterrizan, sino como grandes metas que tienen una base clara y un suelo estable, aunque sobre la marcha se vayan cambiando algunos detalles para adecuarse a la realidad.

Así nació en Cáritas el proyecto de la Bioescuela. Situada en Valliniello, vio la luz por vez primera en el año 2014, aprovechando un terreno colindante a la casa de acogida Luz Casanova. Se trataba de una superficie de alrededor de una hectárea y media, sobre la que no se estaba haciendo nada, y donde surgió la idea de adecuarla de manera sencilla para comenzar un proyecto de agricultura ecológica que pudiera servir para formación de personas en riesgo de exclusión.
Así fue: con tres barracones, uno que sirviera como aula, otro como almacén y otro para aseos, la Bioescuela arrancó de manera sencilla, y por ella han pasado ya cerca de 90 personas.
¿Qué hacen allí? Se forman, durante tres meses, en las técnicas de cultivo de una gran variedad de verduras, hortalizas y frutales, y al mismo tiempo, y teniendo en cuenta que se trata de un proyecto dentro del programa de Empleo de Cáritas, se enseña a los asistentes a buscar trabajo. Por ello, un día a la semana los participantes se desplazan hasta el proyecto Labora, que se encuentra en Avilés, donde les enseñan a redactar una carta de solicitud de trabajo, un currículum, o a manejar las herramientas de internet necesarias para encontrar un empleo.
Mientras tanto, la superficie disponible se ha ido llenando casi completamente de cultivos, al aire y en invernadero. El responsable del proyecto, Aitor Oliver Dietrich, subraya que a la hora de elegir los cultivos, al tratarse de un curso de formación, “cuanta más variedad de verduras y hortalizas haya, mejor”. Por eso, en la Bioescuela de Cáritas en Valliniello uno puede encontrarse desde lechugas, tomates, zanahorias, calabacines o pimientos, hasta especies menos comunes como los cacahuetes, o el ocra o quimbombó, procedentes de los países de donde vienen los propios alumnos. “Hay gente que llega hasta aquí con cierta experiencia porque su familia era agricultora. Concretamente, algunos si van a sus casas –especialmente los inmigrantes– y regresan de nuevo, a veces traen semillas para plantar”. “Algunas se dan bien –señala–, pero otras en cambio tenemos que descartarlas, como por ejemplo el maracuyá, que es una enredadera que te cubre todo, crece muy bien en el invernadero pero tenemos que tener cuidado porque ese espacio lo queremos para otras cosas también”. “En general –reconoce– la mayor parte de las verduras que tenemos se han adaptado muy bien porque en Asturias tenemos un clima que permite cultivar tanto plantas del hemisferio norte, como del hemisferio sur, o incluso subtropicales. Hay que regar poco, las temperaturas son cada vez más suaves, y aquí en la costa no tenemos inviernos muy crudos ni grandes heladas”.
Actualmente, junto con Aitor, que es el responsable, se encuentran nueve voluntarios, encargándose de diferentes áreas, desde la formación hasta el acompañamiento, o incluso pequeñas clases particulares de alfabetización, especialmente para los extranjeros. A todos ellos siempre se les añaden antiguos alumnos que siguen vinculados al proyecto y que vienen a apoyar en las distintas labores agrícolas, a los que incluso se les ha cedido una pequeña parcela para que sigan cultivando para su propio consumo.

El perfil de los alumnos que acuden hasta la Bioescuela, si bien en un principio estaba pensado para gente joven, con el tiempo se ha visto que la auténtica demanda reside en personas de mediana edad en situación de riesgo de exclusión. “Tenemos alumnos de distintas nacionalidades, tanto españoles como del este de Europa, africanos o latinoamericanos”, explica Aitor. “El proyecto comenzó con un límite de edad de 30 años, pero en seguida nos dimos cuenta de que la demanda era también de personas mucho mayores, y que además era beneficioso equilibrar los grupos con gente con más experiencia. Actualmente la media de edad se encuentra en torno a los 38 años, frecuentemente parados de larga duración”.
La mayoría, acuden en una situación anímica muy deteriorada. Durante mucho tiempo han intentado encontrar trabajo y “llegan pensando que no sirven para nada”, explican desde el proyecto. “Sin embargo lo primero que se puede constatar aquí es que la gente se siente útil porque la agricultura es un sector muy válido para rehabilitar a esta gente, ya que pueden ver pronto los frutos de su esfuerzo”, explica Aitor. “De hecho, lo que cultivan ellos aquí, se lo llevan para su propio consumo, lo cual es ahora mismo nuestra prioridad”.
El destino de todo lo cosechado es, al igual que sucedió con la edad media de los alumnos, otra de las decisiones que han ido evolucionando a medida que crecía el proyecto. “Tanto los alumnos como los ex alumnos que trabajan la tierra son los destinatarios de la producción. A veces, también, si recogemos una gran cantidad de un producto, lo enviamos al comedor de Cáritas en Gijón, una idea que era la originaria para lo recolectado en la Bioescuela”. Además, Aitor recuerda que otra de sus funciones es la sensibilización en el entorno, por lo que es frecuente que parroquias, personas simpatizantes del proyecto o incluso colegios, puedan venir a visitar la bioescuela. “Así nos damos a conocer en toda Asturias”, reconoce Aitor, que destaca la importancia de que acudan colegios, donde los propios alumnos de la Bioescuela pueden explicarles a los niños el trabajo que realizan”.

Agricultura ecológica

Es un término muy de moda, aunque la mayoría de los países europeos, especialmente los nórdicos, nos lleven, con mucho, la delantera. Una agricultura ecológica se distingue porque fomenta la diversidad frente al monocultivo, la aplicación a los cultivos de productos siempre de origen natural, no transformados o sintetizados en un laboratorio, y también se caracteriza por la cercanía del consumidor al producto. “Al no haber un largo desplazamiento del lugar de producción hasta el lugar del consumo, es una gran ventaja, porque los productos están más frescos”.
Aunque no están homologados, al finalizar el curso los alumnos consiguen un certificado de Cáritas en el que se acredita que se han formado en agricultura ecológica. “No estamos certificados –recuerda Aitor– pero hacemos una agricultura natural y ecológica”. Algo que, al final no es sólo una forma de trabajar, sino también implica un cambio de mentalidad, ya que “educamos a los alumnos en el valor del medioambiente, y de la salud también, porque muchas veces los hábitos alimenticios que tienen no son los más correctos, y conociendo estos productos y poniéndoselos al alcance de la mano es más fácil hacer cambios”, señala Aitor.
La buena noticia de la que a veces son testigos es del abandono del curso, porque eso significará que los alumnos han encontrado trabajo. “Comenzamos con doce, y al final acabamos siendo menos”, afirman, “lo cual siempre es buena noticia porque la prioridad del proyecto es la reinserción laboral, por lo que es una gran alegría que surjan ofertas de empleo”.

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