jueves, 27 de diciembre de 2012

Navidad, ¡qué glorioso está el heno!. Por el Cardenal Ricardo M. Carles



El momento más trascendental para la vida de la humanidad lo ha relatado Martín
Descalzo -poniéndolo en labios de María- con esta brevedad y hermosura: «¡Fue
todo tan sencillo! Él vino, simplemente. Me lo encontré llorando entre las 
pajas, como si el sol hubiera entrado por la puerta de la gruta, sin dolor, sin 
alaridos. - Y entonces... no podía creerlo. Le esperaba distinto, un Dios enorme
y resplandeciente, algo que señalase la presencia divina. Y era un niño. Sólo 
un niño. Un niño que lloraba, que tendía inerme su boca hacia mi pecho, 
que no hubiera podido vivir sin mi ternura. - Y yo... no me atrevía casi ni a 
tocarle porque sabía que al otro lado de la piel y de la sangre estaba Dios
latiendo, el mismo Dios que creó el universo».

Desde que en esa noche Dios se hizo hombre, aún comprendemos mejor 
que el hombre no pueda volver la espalda al Dios que ha querido compartir
nuestra historia para que nosotros pudiéramos compartir su vida. Jesús 
es transparencia del rostro del Padre: de su fuerza y bondad sin límites.

En Navidad se revela la grandeza de Dios y, al mismo tiempo, su proximidad
y amor. Sabemos que Dios sobrepasa cuanto podemos pensar o imaginar; 
pero que no es, por eso, un Dios lejano o indiferente. La Navidad te dice: 
Confía en su proximidad. Ni tu vida ni tu entorno están nunca vacíos: 
están repletos del amor y cercanía de tu Dios a ti. Piérdete en él y 
te encontrarás. Date a los hermanos y te harás rico. Porque, si se quiere 
saber lo que un hombre cree, hay que preguntarle lo que espera. 

Podemos tener ideas cristianas, pero aspiraciones paganas, anteponiendo
valores muy relativos al bien ajeno o a la propia santificación. 
En definitiva, dejar en clara secundariedad a Dios.

Preguntémonos serenamente si Navidad nos trae luces, añoranzas, 
regalos... (¿Sólo? ¡Qué falsa Navidad!). O si también nos recuerda que
Dios en esa noche santa vino a apagar nuestra sed de eternidad. ¿Disuena,
acaso, esta afirmación en Navidad para oídos de hijos de Dios? Sin ella 
-sin la sed de eternidad- me es todo igual. Y no se nos diga que no
amamos esta vida y nos alienamos hacia otra como idealizada 
compensación. Más bien al contrario: los que gozan «al día» de la 
vida, sin cuidarse de si han de perderla, o no, del todo, es que no la quieren.

La primera Navidad dio la medida del deseo que Dios tiene de los hombres.
Pero el deseo de Dios, la esperanza del cielo, ¿han perdido su papel dinámico
en la vida de muchos cristianos? Alguno piensa que disminuye el deseo de Dios, 
porque se está más preocupado por el hombre. Más bien nuestro desinterés o 
tibieza por Dios es un juicio sobre nuestra vida y sobre nuestro verdadero interés 
por el hombre.

«De un solo clavel ceñida la Virgen, aurora bella, / al mundo se lo dio, y ella
quedó cual antes, florida: / Caído se le ha un clavel hoy a la Aurora del seno.
/ ¡Qué glorioso que está el heno, porque ha caído sobre él!» (Góngora). El 
humilde heno que es el hombre ha quedado transformado y glorificado por 
el nacimiento de Jesús. Navidad: tiempo de renacer, consciente e 
ilusionadamente, a nuestra condición de hijos de Dios.

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