Monseñor Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid, impartió a finales del mes de enero la ponencia inaugural en la apertura de la Real Academia de Doctores de España.
El que fuera secretario general de la CEE entre los años 2003 y 2013 ha vuelto a demostrar que es uno de los obispos -intelectualmente hablando- más preparados del panorama español, por lo que resulta aún más incomprensible que siga relegado en Madrid en un segundo plano.
El discurso pronunciado por Martínez Camino es digno de enmarcar por el acertado análisis que desglosó en su conferencia titulada ‘La Iglesia en la encrucijada: La urgencia de la Misión. Reflexiones fragmentarias de fondo ante el Año Jubilar 2025’.
En su intervención, el prelado de origen asturiano dijo que «después del Concilio, se ha producido un extendido proceso de secularización interna de la vida de la Iglesia que le ha abierto las puertas al influjo letal de la cultura antropocéntrica moderna».
Martínez Camino también señaló que «los cristianos modernizados no hablan del combate de la fe, porque no creen en el poder salvador de la Cruz de Cristo».
Con suma claridad, el obispo auxiliar de Madrid hizo un contundente descripción de las consecuencias destructivas provocadas por la pérdida de confianza en el Evangelio. «Muchas congregaciones religiosas están casi en proceso de desaparición, por autodisolución, no por la fuerza de poderes externos, como había sucedido antes en algunos casos; la transmisión de la fe en las parroquias resulta cada vez más deficiente, con la consiguiente merma de bautismos y de participación en la vida de la comunidad cristiana; muchas instituciones educativas católicas han perdido casi por completo su carácter apostólico y no son capaces de transmitir o cultivar la fe junto con la cultura; las instituciones de apostolado y de formación específica de los seglares, cuando no se han extinguido, suelen carecer de vigencia y de influjo en la vida social y política; notables instituciones de acción caritativa tienden a confundirse con meras organizaciones no gubernamentales de ayuda al desarrollo».
Por su gran interés, les ofrecemos la ponencia completa que pronunció monseñor Juan Antonio Martínez Camino:
Señor Presidente de la Real Academia de Doctores de España; señoras y señores académicos, doctores premiados, amigos todos:
Desde el año 1300 la Iglesia celebra cada 25 años un Año Jubilar que rememora la encarnación del eterno Hijo de Dios. También 2025 es Año Jubilar, convocado bajo el lema: La esperanza no defrauda.
Coincide que este año corresponde a la Sección de Teología la lección inaugural, que hoy pronuncio agradecido a mis compañeros de Sección y a la Junta de Gobierno de la RADE. Coincidencia que me ha parecido oportuna para abordar un tema de fondo con unas humildes y fragmentarias reflexiones personales que tratan de responder a dos preguntas nucleares: La Iglesia se halla en una encrucijada histórica: ¿De qué encrucijada se trata? ¿Cuál es la Misión de la Iglesia y por qué y cómo urge retomarla?
I. LA IGLESIA, EN UNA ENCRUCIJADA HISTÓRICA: LA PAGANIZACIÓN DE LA CULTURA CRISTIANA DE OCCIDENTE
1. Signos y descripción de la paganización de la cultura occidental.
El número de católicos sigue creciendo en números absolutos. En 2022 aumentó en cerca de 14 millones, hasta alcanzar un total de casi 1.390 millones. Pero ese año hubo en Europa 474.000 católicos menos; y en términos porcentuales —respecto de la población total del mundo— el número de católicos, que algunos años disminuye, se halla estancado.
Las cifras no son siempre exactas, no lo son todo y admiten diversas explicaciones. Sin embargo, estos números parecen un signo de que la Iglesia no está en el mejor de los momentos de su historia. En Occidente está en números rojos, en particular en Europa. Pero sobre todo se halla en un momento muy delicado respecto a la influencia de la fe en la cultura, es decir, en el modo común de vivir, el que se refleja en las costumbres más generalizadas y en las leyes. En este sentido, la fe cristiana retrocede a ojos vista en Occidente.
Por primera vez en la historia de la Iglesia, una cultura se ha vuelto pagana ante ella. En sus dos mil años de existencia, la Iglesia había conseguido evangelizar casi todas las culturas a cuyo encuentro salía con vigor misionero: los armenios, los griegos, los romanos, los germanos y pueblos del norte y este de Europa, los aztecas, los mayas, los incas, pueblos africanos, etc. Los modos de vida que señalan estos nombres se fueron haciendo cristianos gracias a la predicación y al testimonio de los cristianos, de la Iglesia. Esas culturas abandonaron los ídolos y abrazaron la fe en el Dios de Jesucristo. Dejaron progresivamente costumbres como los sacrificios humanos, la esclavitud y las castas sociales, el infanticidio, la eutanasia, la poligamia, la crueldad social, la tiranía política, etc. y fueron adquiriendo una conciencia cada vez mayor de la igual dignidad de todo ser humano, que pasó a ser considerado y tratado como persona, el ser creado a imagen y semejanza de Dios, del Dios revelado en Jesucristo.
En cambio, la cultura dominante hoy en Occidente, y en particular en Europa, prescinde casi por completo y conscientemente de toda referencia positiva a Dios, sobre todo, al Dios de Jesucristo, y retrocede a usos paganos, de nuevo socialmente reconocidos, como la eutanasia, el aborto, la selección de seres humanos, la poligamia sucesiva y el hedonismo individualista más o menos cínico, sin olvidar las tiranías implantadas en su momento en Europa por ideologías ateas de diversos signos políticos, que causaron las mayores masacres de la historia. Además, el subjetivismo relativista imperante ha hecho aparecer nuevas formas de deshumanización aparejadas a la exacerbación de la idolatría del “yo” y de la “Humanidad”, como es el caso de la ideología de género, del animalismo y del transhumanismo.
¿A qué se debe esta paganización de la cultura occidental? Las causas son complejas. Simplificamos hablando de causas históricas generales y de causas eclesiales particulares.
2. Causas históricas generales: el “Progreso”, nuevo dios de los tiempos modernos.
El proceso de paganización de la cultura, que hoy parece estar alcanzando su ápice, comenzó hace unos cinco siglos. Ahora seguimos en ese ciclo histórico. Desde entonces no ha habido ni hay un cambio real de época, sino manifestaciones cada vez más agudas de lo mismo que arrancó allá por el siglo XVI. ¿Qué fue aquello? Fue lo que se llama la antropocentrización de la cultura. Es decir: desde entonces, el hombre se ha ido situando cada vez más a sí mismo en el centro del mundo y desplazando a Dios hacia los bordes, hasta llegar a decretar culturalmente la inexistencia de Dios y la absolutización del ser humano: Nietzsche escribía: “Nos hemos hecho hombres adultos y queremos el reino de la tierra”. Y un poeta alemán del XVIII: “El cielo se lo dejamos a los ángeles y los gorriones”.
La Modernidad, en cuyo posible paroxismo nos hallamos, es este tiempo en el que el ser humano se ha declarado a sí mismo totalmente autónomo e independiente: “Hace muy poco tiempo que el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro, sin contar con los dioses, con Dios, con alguna forma de manifestación de lo divino”, escribía María Zambrano. La Humanidad moderna se entiende a sí misma como la Humanidad adulta y se considera superior a la Humanidad de las fases anteriores de la historia, a las que califica de infantiles, por ignorantes e incapaces. El hombre moderno habría tomado por fin conciencia de su propio poder. Un poder que sus predecesores no habrían sido capaces de reconocerse a sí mismos, atribuyéndoselo erradamente a la divinidad. Piensa que el ser humano se basta él solo, llegando a creer que se hace y se configura a sí mismo de modo absoluto.
En el origen de esta supuesta emancipación, equivalente a la secularización radical de la cultura, se hallan dos circunstancias históricas que concurren en la Europa de hace quinientos años.
Por un lado, acontece efectivamente un magnífico y acelerado desarrollo de la ciencia empírica y de la técnica. Desarrollo que genera la ilusión de que la conquista absoluta del mundo como lugar de la vida humana en plenitud es sólo cuestión de tiempo, de no mucho tiempo. Surge así lo que Karl Popper ha llamado “el materialismo prometedor”, hoy en plena vigencia. Nombres emblemáticos: Comte, Nietzsche, Marx, Freud… Hawking. En realidad, el hombre moderno deja de creer en Dios para convertirse en un supersticioso de la ciencia. Se imagina que la ciencia empírica lo puede todo. Es un crédulo.
Por otro lado, en el origen de la secularización de la cultura se halla la crisis del Cristianismo causada por la ruptura de la unidad católica: primero entre Oriente y Occidente y luego, y sobre todo, la fractura de Occidente en catolicismo y protestantismo. Estas rupturas fueron también políticamente utilizadas y dieron lugar a las llamadas “guerras de religión” de los siglos XVI y XVII. La Iglesia se debilitó, perdió prestigio social y, en parte, perdió capacidad para evangelizar los innegables avances de la ciencia y de la técnica y sus consecuencias culturales.
La sociedad secularizada no resultó más humana ni más humanitaria. Por el contrario, las tensiones sociales se agravaron, a veces también con implicación de cristianos, clérigos y seglares. Se abrió así el camino a las revoluciones violentas, instigadas por ideologías impulsadas por la hibris antropocéntrica que había divinizado la razón y el poder humanos como motores de un progreso supuestamente indefectible.
El “Progreso” se ha convertido en el ídolo de la cultura moderna, al que, con diversos matices, reverencian casi todas las ideologías políticas. Todo resulta posible en su nombre. Porque según la ideología del progreso, el mundo global -producido por la ciencia y por la técnica- en virtud de una supuesta ley inmanente de la historia humana, acabará por ser necesariamente el reino de la razón y de la libertad completas, el cielo que la religión proyectaba indebidamente a otro mundo. El único dios del homo technicus moderno se llama “Progreso”. Un único dios, en dos “personas”: el bienestar y la autonomía moral del moderno hombre superior.
3. Causas eclesiales particulares: la secularización interna de la Iglesia.
La Iglesia se había mostrado capaz de evangelizar las culturas. Ahora, por primera vez, parece que resulta incapaz de evangelizar una cultura: la moderna. Esta es una novedad que merecería un estudio serio que, en mi humilde opinión, no ha sido afrontado con el coraje y el rigor necesarios. Comprenderán que no pueda hacerlo yo aquí esta tarde. Me limito a plantear el tema y a lanzar el guante. ¿No merecería la pena estudiar a fondo por qué, por vez primera, una cultura cristiana se vuelve pagana sin que la Iglesia acierte al menos a frenar esta deriva?
Ciertamente en el Concilio Vaticano II la Iglesia católica ha tratado de hacer las cuentas con este problema. Quiso ponerse al día, aggiornarse. Actualizarse no para adaptarse al mundo moderno, para “modernizarse”, sino, por el contrario, para evangelizar la cultura moderna empleándose a fondo, con todas sus capacidades renovadas. Seguro que el Concilio no ha hecho ni ha podido hacer todo lo que será necesario para lograrlo. Pero su enseñanza constituye un hito decisivo en la dirección correcta. Su “discernimiento” de la cultura moderna ha de ser recibido y continuado.
Sin embargo, lamentablemente, el discernimiento conciliar no siempre ha sido bien recibido. Al contrario, la idea del aggiornamento ha sido tomada con demasiada frecuencia como excusa para una reinterpretación inmanentista de la fe cristiana que ha debilitado profundamente la capacidad evangelizadora de la Iglesia. Es decir, después del Concilio, se ha producido un extendido proceso de secularización interna de la vida de la Iglesia que le ha abierto las puertas al influjo letal de la cultura antropocéntrica moderna.
Había que salir al encuentro del mundo moderno para evangelizarlo con fuerzas renovadas y con objetivos aquilatados por un discernimiento más afinado de la presencia de Dios también en este mundo, pues no es que los modernos se hayan vuelto demonios. Pero ha sido el mundo moderno el que ha irrumpido en el corazón de muchas instituciones eclesiales con toda su fuerza destructiva. Quiero decir que cualificados católicos han empezado a confiar más en las reales o supuestas conquistas de la cultura moderna que en el Evangelio transmitido y vivido por la Iglesia. Son los católicos modernizados, que se conciben a sí mismos, de hecho, más como colaboradores del progreso de la Humanidad que como portadores de la salvación de Jesucristo para todos los hombres y todos los pueblos.
Las consecuencias destructivas de esa inédita pérdida de confianza en el Evangelio, de ese deterioro sustancial de la identidad católica, no se han hecho esperar. Muchas congregaciones religiosas están casi en proceso de desaparición, por autodisolución, no por la fuerza de poderes externos, como había sucedido antes en algunos casos; la transmisión de la fe en las parroquias resulta cada vez más deficiente, con la consiguiente merma de bautismos y de participación en la vida de la comunidad cristiana; muchas instituciones educativas católicas han perdido casi por completo su carácter apostólico y no son capaces de transmitir o cultivar la fe junto con la cultura; las instituciones de apostolado y de formación específica de los seglares, cuando no se han extinguido, suelen carecer de vigencia y de influjo en la vida social y política; notables instituciones de acción caritativa tienden a confundirse con meras organizaciones no gubernamentales de ayuda al desarrollo.
II. LA URGENCIA DE LA MISIÓN: LA SALVACIÓN DE DIOS, TAN DESEADA COMO SIEMPRE Y MÁS NECESARIA QUE NUNCA
Pero el amor de Cristo urge a la Misión, hoy como siempre. El Señor ha enviado a sus testigos a comunicar la salvación de Dios a sus contemporáneos, de modo que la cultura resulte ser en cada momento de la historia lo más posible germen del Reino de Dios y lo menos posible colaboradora del poder del Maligno.
1. Nuestros contemporáneos están a la espera.
La urgencia de la Misión es hoy tal vez mayor que nunca, pues la cultura paganizada de nuestros días dificulta mucho a nuestros contemporáneos la vida en plenitud que Dios quiere para ellos: el gozo del alma de compartir la vida divina. Porque se trata de una cultura no solo pagana, sino paganizada. No es una cultura que aún no hubiera conocido a Cristo, sino que se concibe a sí misma con diabólico orgullo como emancipada del Evangelio.
La tarea es difícil, pero es posible ¡Claro que es posible! Es posible, en primer lugar, porque se trata de colaborar con el verdadero protagonista de la Misión, que es el Espíritu de Jesucristo; no es cosa solo ni principalmente de los enviados. En segundo lugar, porque el mejor aliado del Evangelio sigue siendo el corazón de cada ser humano. Nuestros contemporáneos, como los hombres de todos los tiempos, esperan la salvación de Dios y la desean, aunque no sepan formularlo así: ¡Buscan una esperanza que no defraude!
El virus mortal de la secularización que ha infectado a tantas instituciones eclesiales incapacita a los afectados para confiar en la fuerza de la Misión de Cristo. Han sucumbido al mito moderno del progreso económico/ moral y, más o menos conscientemente, han llegado a creer que la secularización es una fuerza invencible, más potente que la providencia y el poder divinos. Entonces, se rinden a la paganización de la vida y a la desaparición de la esperanza escatológica, y llegan incluso a pensar – obra manifiesta del falaz Luzbel – que las esperanzas sólo mundanas y la vida arbitrariamente autorregulada del hombre moderno serían el verdadero cristianismo, un supuesto “cristianismo adulto”, propio de nuestros tiempos, el hoy querido por Dios.
Es el derrotismo que, salvadas las buenas intenciones personales, se esconde detrás de tantos papeles, planes pastorales y métodos catequéticos de ineficacia comprobada desde hace tiempo. El derrotismo que, a la postre, funciona como el álibi que proporciona la recurrente y falsa explicación de los fracasos en la evangelización de nuestro tiempo. Se constata un problema y, en lugar de afrontarlo a fondo, se recurre al consabido supuesto argumento final: “Es que hoy las cosas son así”, “es la secularización…”. Otra forma de invocar al dios “Progreso”, al que también se reverencia tantas, demasiadas veces en la Iglesia.
2. La Misión: anunciar el Reino de Dios.
Pero la Misión de la Iglesia, hoy como siempre, es la misma misión de Jesucristo: anunciar el Reino de Dios, confiados en la fuerza del Espíritu, sin miedo ninguno a los administradores de los poderes del mundo: ni a los fariseos, ni a los saduceos, ni a los celotas… Ni a los falsos profetas de la muerte de Dios, ni a los pontífices de la “nueva Humanidad”, supuestamente adulta, autoerigidos en jueces implacables de la Humanidad del pasado, a la que también condenan a muerte cultural.
El Reino de Dios no es naturalmente un territorio ni un espacio limitado por fronteras ni muros de ningún tipo: geográficos, étnicos o de adultez histórica. El Reino de Dios no admite límites: es el poder verdaderamente infinito y salvador de Dios en el mundo.
A la Iglesia se le ha dado parte en ese poder. Ella no es el Reino de Dios. La Iglesia no es Dios. Pero es como el sacramento, el signo eficaz del encuentro con Él. En su pobre visibilidad y humanidad, ha recibido del Señor la misión y el poder de conducir a los hombres y a los pueblos a la unión con Dios y a la unión entre ellos, según enseña el Concilio Vaticano II.
El Concilio está diciendo así que la misión de la Iglesia es la salvación y santificación del mundo y de cada uno de los que venimos a él. Porque en la unión con Dios, el único santo, consiste precisamente la santificación. La misión de la Iglesia es comunicarnos la salvación y hacernos santos. Por el bautismo nos hace efectivamente santos y sigue capacitándonos para serlo por la confirmación, la eucaristía y la penitencia. Algunos bautizados, por el orden sacerdotal y por el matrimonio, reciben capacidades y misiones específicas en el Pueblo de Dios y en el mundo. Por la santa unción la Iglesia fortalece a los bautizados para el combate y la victoria finales.
La misión propia de quienes han recibido el orden sacerdotal es santificarse representando a Cristo cabeza en y ante todo el Pueblo santo y, con él, ante el mundo. La misión específica de los seglares es santificarse en la construcción del mundo, normalmente en la vida matrimonial y familiar; en el trabajo profesional y en las tareas sociales y políticas.
Ser santos es ser, al mismo tiempo e inseparablemente, ciudadanos del Cielo y buenos ciudadanos de la tierra: es vivir en íntima unión de amor con Dios, cultivando con cuidado este mundo según la santa Ley divina, de modo que resulte humanamente habitable para cada generación.
3. La Cruz: la señal del combate cristiano de la salvación.
Pero ¿cómo sucede en concreto la unión con Dios que la Iglesia ofrece? Por medio de la Cruz gloriosa. Es decir, por medio de la configuración con Cristo en su muerte y en su resurrección. La configuración con Cristo es la esencia del bautismo y de toda la vida sacramental.
“En la Cruz está la vida y el consuelo / y ella sola es el camino para el Cielo” – versos inolvidables de la primera doctora de la Iglesia, santa Teresa de Jesús. Realidad inolvidable para san Pablo y para todos los santos, pero muy olvidada por los cristianos modernizados. Tan olvidada, que algunos de ellos jamás utilizan la palabra “cruz”, llegando a sustituirla, incluso en las oraciones oficiales de la Iglesia, por otras parecidas, pero tal vez más asumibles, como “muerte”.
Es que el camino hacia la Utopía que promete el dios “Progreso” no es el camino de la Cruz. Pero hacia la patria verdadera de la Humanidad, de la que somos ciudadanos, no hay otro camino. No hay Cielo, no hay vida plena sin salvación. No hay salvación sin Cruz.
Es muy deseable que la historia de la Humanidad se configure bien y acabe bien. Los cristianos tenemos que trabajar por la justicia y por la paz. Pero no está escrito en ningún lugar, más que en los ingenuos devocionarios del dios “Progreso”, que la historia de los hombres en este mundo vaya a acabar siendo hecha buena por ellos mismos y vaya a terminar bien. Ni siquiera uno de los padres más conspicuos de la Modernidad, aunque todavía creyente, Immanuel Kant, pensaba que la historia no pudiera terminar con un “final perverso”. Hoy en día sabemos bien cómo puede ser eso. Ya tenemos cierta experiencia de ello. El apocalipsis atómico o químico es una posibilidad que la ciencia y la técnica han puesto a fácil disposición de los señores de este mundo ¿Y si así fuera? ¿Qué salvación habría proporcionado el dios “Progreso” a sus adeptos?
El dios “Progreso” no es capaz de proporcionar ninguna salvación verdadera. Ni siquiera en el caso de que todo acabara relativamente bien. Porque ese fin sólo sería un fin relativamente bueno ¿Cuál sería entonces el destino de todos los muertos de la historia que no habrían podido disfrutar de ese final relativamente bueno? ¿Dónde se habrían quedado? Además, ¿quién resarciría a las innumerables víctimas del odio y de la violencia que han hecho y siguen haciendo de esta historia un mar de lágrimas y de sangre?
Los católicos no creemos que la salvación se reduzca al perfeccionamiento de la historia que la acción humana puede lograr. Porque también la acción humana la puede frustrar. Y porque, aunque no la frustrara, la perfección conseguida sería absolutamente insuficiente. Creemos más bien que necesitamos no sólo un animador que nos impulse con su ejemplo de hombre benéfico, justo y solidario, a trabajar por un mundo mejor. Sabemos y creemos que necesitamos, sobre todo, un Salvador.
Sabemos, y la fe nos da la certeza de ello, que sólo Jesucristo puede ser el salvador que necesitamos y deseamos. Porque sólo un Dios puede llamar a los muertos a la vida, como ha llamado y llama al ser a lo que no es. Sólo el Dios creador y providente. El Dios creador que ha querido hacerse hombre para salvarnos. La persona humana, dotada de libertad para conocer y amar a Dios, no podía ser salvada más que por una obra de perfecta libertad, divina y humana: La libertad de quien ha asumido las consecuencias del apartamiento de Dios, la muerte, para reconducir a los muertos a la Vida. El amor creador, que Dios es, es la única fuerza capaz de salvar de su propio fracaso a quien rechaza libremente ese Amor.
Pero el Amor es combatido en esta historia nuestra por el enemigo de Dios y de los hombres, el “padre de la mentira”, y por sus aliados: el mundo y la carne. La fuerza divina del amor parece débil y sufre la Cruz, el rechazo violento, que se alimenta de la mentira originaria: “seréis como Dios”. Los autoproclamados dioses de este mundo llevaron a Cristo a la cruz y lo siguen llevando a la cruz en sus santos.
Por eso, la vida cristiana es una batalla. Los cristianos modernizados no hablan del combate de la fe, porque no creen en el poder salvador de la Cruz de Cristo, sino en la utopía de la autosalvación humana. En cambio, los santos sí. Los cristianos son verdaderamente santos, cuando viven el combate de la fe, con san Pablo y todos los santos. Es un combate espiritual, no primariamente político ni cultural. Pero si los cristianos no libran ese combate contra el “padre de la mentira”, contra el mundo y contra la carne, la cultura y la política no salen del paganismo o vuelven de nuevo a él. Entonces, en contra de las falsas promesas del dios “Progreso”, es más probable que la historia acabe en un final perverso, después de haber producido odios y violencias sin cuento.
FINAL. LOS MÁRTIRES DEL SIGLO XX, ESPERANZA DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO
Termino con una referencia a los santos del siglo XX, que son mártires en su inmensa mayoría.
En los santos, según enseña el Concilio Vaticano II, Dios manifiesta al vivo a los hombres de cada época su rostro y su presencia. Por eso, como decían Arintero, von Balthasar y Ratzinger, los santos son “el Evangelio vivo”. Es decir, en ellos Cristo mismo hace presente su fuerza salvadora en cada momento de la historia de modo perfectamente adecuado a su situación cultural.
¿Por qué el siglo XX ha dado a la Iglesia y al mundo más mártires que todos los siglos anteriores juntos, al menos tres millones? ¿Por qué el martirio es la forma de santidad más específica de nuestra época, de nuestra cultura?
Porque el siglo XX, con sus guerras totales, sus genocidios y sus campos de la muerte, ha sido el más violento de la historia. Porque en el siglo XX el dios “Progreso” se ha cobrado el tributo de sangre que suelen reclamar los ídolos. Un tributo dramáticamente proporcionado a su actual poder mundano. El siglo XX es el siglo de las víctimas.
Por eso es también el siglo de los mártires. Pero sobre todo, si lo miramos con la mirada de la fe, el siglo XX es el siglo de los mártires, porque el Dios providente, que muestra su rostro y su presencia a los hombres en sus santos, no podía dejar de enviarnos en estos tiempos la traducción más impresionante de la Cruz y de la resurrección del Señor. Los mártires son el signo por excelencia de que el poder salvador de Dios se muestra en la muerte violenta iluminada por la resurrección. Ellos son el signo más fuerte de que en el corazón de la catástrofe anida el poder de la gloria.
Algunos filósofos contemporáneos, como Vladimir Jankelevitch, han dicho, no sin cierta razón, que el perdón ha muerto en los campos de la muerte del siglo XX. Los crímenes monstruosos del hombre moderno son imperdonables.
Pero no deberíamos pasar por alto la realidad histórica y teológica del martirio del siglo XX. Precisamente en los campos de la muerte de la Europa contemporánea y en los paredones de fusilamiento de la España revolucionaria, fueron centenares de miles quienes entregaron sus vidas con palabras de perdón en los labios. Casi todos, uniendo sus voces a la voz del Maestro y Salvador, que un día se oyó desde la Cruz invocando y trayendo el perdón de Dios.
Los mártires del siglo XX son los testigos supremos de la esperanza para un mundo enfermo de desesperanza; son los portadores de la misericordia divina para el mundo inmisericorde de la cultura neopagana.
La encrucijada en la que se halla la Iglesia en nuestros tiempos salta a la vista en la cruz de los mártires del siglo XX y también de los de este siglo, que sigue un camino parecido. Pero con ellos y como ellos es posible la urgente Misión: ofrecer sin miedo ninguno la salvación que Dios quiere especialmente para los hombres de hoy: una esperanza que no defrauda.
CODA: REALISMO CRISTIANO
Es posible que estas reflexiones, que he tenido el privilegio de compartir esta tarde con ustedes, les den a algunos la impresión de que proceden de un pesimismo innato o de una decepción adquirida. No me extraña que los modernizados más convencidos piensen así, pues ellos juzgan siempre desde un ingenuo optimismo utópico bastante peligroso. Les confieso que, de joven, un servidor no andaba demasiado lejos de ese optimismo. Pero también les digo que, si el supuesto pesimismo denunciado supone hallarse cerca del realismo cristiano de san Agustín y si la adquirida decepción debelada es algo parecido a la desilusión de las vanidades del mundo que espoleó a san Ignacio de Loyola y a tantos otros a la conversión, entonces, aunque indigno, me siento en muy buena compañía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario