sábado, 14 de mayo de 2022

Memorias de D. Gabino ''De niño viví la alegría de mi casa por la llegada de la República''. ''Para mí Franco fue un liberador''














Recuperamos las memorias que Monseñor Díaz Merchán relató al periodista Javier Morán de lne en septiembre de 2009 con motivo de los cuarenta años de su llegada a la diócesis. Seguimos orando por su recuperación.

En estas «memorias» relata los episodios más importantes de su vida, desde su infancia y la ejecución de sus padres (actualmente en proceso de canonización) hasta su llegada a Asturias, cuando experimentó cierta soledad por la complejidad de la Iglesia de aquel momento. Hablará también de la experiencia transformadora del Concilio Vaticano II o de su defensa de los derechos humanos.

Ancestros manchegos y franceses. «Mis abuelos paternos eran toledanos; una familia humilde. Mi abuela paterna, Isabel, quedó viuda muy joven, con cinco hijos, y después volvió a quedar tocada otra vez cuando mataron a sus hijos, a mi padre y al marido de una hija. Mi madre era de Consuegra, un pueblo manchego a unos 30 kilómetros de Mora. De allí era también mi abuelo materno, pero mi abuela materna era de Jaén y probablemente con ascendencia francesa, por el apellido, Goubert, aunque también el Merchán podría proceder de «merchant». Mi abuelo materno quedó viudo también, con cinco hijas; se casó con una viuda que ya tenía una niña y tuvieron dos hijos más. Mi abuelo vivía en Consuegra cuando la inundación de 1903, que arrasó el pueblo. Entonces, mi abuelo se fue a vivir a Madridejos, y las hijas, todas mujeres, regañaron con la madrastra, aunque no de mala manera. Las mayores se fueron a vivir a Campo de Criptana y allá se fue mi madre cuando era todavía soltera. Una de sus hermanas, Teresa, vino a Mora, porque su marido era secretario del Juzgado, interino. Mi madre, María Paz Merchán Goubert, conoció entonces a mi padre, Gabino Díaz Martín».

Un primo anarquista. «Esa estancia en Mora es también el origen de un primo hermano mío, Manuel Rey, hijo de Teresa, que era anarquista y que se hizo en Mora muy amigo de un chico, Carlos Torres, que luego fue el jefe del Partido Comunista (PC) en Mora. Cuando comenzó la guerra y empezaron a matar a gente, una cosa que fue impresionante, mi primo el anarquista vino de Criptana a Mora con la idea de llevarse a mis padres, pero Carlos Torres le prometió a mi primo que no les pasaría nada y se volvió a Criptana. Sin embargo, en menos de 15 días los mataron. Yo creo que no fue por una traición de Carlos Torres, sino porque alguien que estaba por encima de él le obligó a matar a mi padre».

Padre próspero comerciante. «Mi padre era un hombre con iniciativa. Cuando se casó puso un comercio e hizo lo mismo otro hermano suyo que murió muy joven. Mi padre se hizo cargo de la familia de su hermano y juntó los dos establecimientos. Empezó a trabajar al detalle, pero al mismo tiempo abastecía a los pueblos de alrededor, a otros comerciantes, y les favorecía dándoles crédito que pagaban cuando podían. Eso le llevó a prosperar y en 1936 tenía un comercio bastante bueno; compraba en cantidades grandes y tenía un almacén».

Republicano melquiadista. «Mi padre era republicano y de niño viví la alegría de mi casa por la llegada de la República. Había sido monárquico, pero con la Dictadura de Primo de Rivera hubo muchos monárquicos que se pasaron a trabajar por la República; el Rey era inaguantable para ellos. Mi padre había hablado muchas veces con mi primo sobre el anarquismo y él defendía una autoridad en el Estado, y mi primo no: creía que los problemas se arreglaban mejor con cuanta menos autoridad fuera posible. Concretamente, mi padre era melquiadista. Tenía un amigo desde la escuela, Hipólito Jiménez, al que quería como si fuera su hermano, o más. Don Hipólito, abogado, venía a veces a visitarnos porque vivía en Madrid, donde tenía un bufete. Trabajó también con Melquíades Álvarez. De Hipólito Jiménez dice Azaña en sus memorias que si quería casarse con una hija de Melquíades. Bueno…, lo que fuera. Hipólito fue director general de prisiones en la República, con un ministro de Justicia católico, Ramón Álvarez Valdés, asturiano, como Melquíades».

«Los del moco atrás». «Melquíades Álvarez e Hipólito Jiménez habían fundado el Partido Republicano Democrático, y en Mora los de izquierdas les llamaban «los del moco atrás», porque lo de democrático no era aceptable entonces por los partidos de izquierda, que defendían la revolución y la dictadura del proletariado. Mi padre no tuvo actividad política, ni era líder del melquiadismo, pero sí facilitó en Mora unos locales para el partido y en algún momento le propusieron que fuera alcalde. Era muy estimado y querido en el pueblo porque lo que hacía con los comerciantes lo hacía también con las personas que no tenían trabajo. Iban a comprar a casa y pagaban cuando podían».

 «Quiero morir con mi marido». «Mis padres murieron el 21 de agosto, de modo que vivieron un mes desde que en julio empezó la revolución. Y digo esto porque viví el comienzo de la guerra como si fuera una revolución de izquierdas. Se apoderaron del comercio de mi padre y se incautaron de la vivienda. En el comercio había dependientes de mi padre, pero todos los géneros los daban bajo la fórmula «UHP. Lo paga el comité» (UHP era el lema Uníos Hermanos Proletarios). Mi padre no salió de casa en todo ese tiempo porque estaban matando a todos sus amigos. Se fue viniendo abajo y tuvo un problema con una pierna, una embolia decían, así que andaba con dificultad. Cuando fueron a por él le dijeron que querían arreglar cuentas del comercio y que se lo iban a devolver. Mi madre, como él estaba cojo, dijo que lo acompañaba hasta el Ayuntamiento, que era donde le habían citado. Pero al llegar al Ayuntamiento le dijeron que la reunión iba a ser en «el Convento», que era como se llamaba a la cárcel, y donde había cantidad de personas esperando a que los liberaran o los ejecutaran. Entonces, mi madre se dio cuenta de que mi padre no iba a recibir cuentas, sino que iban a matarle y les dijo a los milicianos: «Si matáis a mi marido, yo quiero morir con él, quiero acompañarle hasta el final»».

Una mujer valiente. «Mi madre era muy valiente. Lo que mi padre tenía de abatido lo tuvo ella de valentía. Les dijo: «Así no ganaréis la guerra, matando a hombres de bien». Debieron de convencerle de que no iban a matar a mi padre y mi madre se vino para casa. Yo estaba jugando en la calle y no vi lo que sucedía, pero me lo relataron después. No llegó a la hora cuando vienen a por mi madre. Ella creyó que le soltaban y se fue contentísima. Pero la realidad es que estaba mi padre ya metido en un coche para llevarle al fusilamiento y a mi madre le dijeron que montara. Todo lo que pasó en aquel coche lo sé por testigos, los propios ejecutores, a los que nunca conocí, pero lo contaron a otras personas».

La noche aciaga. «Mi madre pudo ayudar a morir a mi padre, que llevaba el ánimo muy caído acordándose de nosotros, los hijos. Mi madre le fue confortando por el camino. Le decía que pensara en Dios, que él no quería más a sus hijos que Dios, al que iba ahora a dar cuenta de su vida. Y que la providencia y los tíos ayudarían a sus hijos, que era su gran preocupación. Mi madre le vendó los ojos ante el pelotón y le cogió del brazo. Ella no quiso vendarse. Dijo: «¡Viva Cristo Rey»!, y así murieron. Aquella noche, mi familia no sabía todavía lo que había sucedido, pero el padre de la novia de un tío mío, que no era político, sí tenía un hijo del PC. Era Esteban, a quien yo siempre he llamado hermano y fue mi chofer durante muchos años. El padre de Esteban fue a la cárcel para llevarles a mis padres un colchón y comida. Le dijeron que ya no hacía falta. Vino entonces a contárselo a mi abuela. A mí me mandaron a dormir a casa de mi tía. Esa noche hubo un tiroteo en el pueblo porque algunos se escaparon de la cárcel. Fue una noche aciaga. Se me pasó por la cabeza que eran mis padres los que habían escapado. Al día siguiente vi a mi abuela llorando y me lo contaron todo. Era el 22 de agosto. Por la mañana temprano habían ido con dos ataúdes a recoger los cadáveres, a Orgaz».

Experiencias de cariño y persecución. «Nunca tuve ansia de vengarme, pero sí pasé una confusión enorme, y en parte religiosa. Yo ya era creyente a mi modo. Mi madre era muy cristiana y había rezado conmigo desde que yo era muy niño. En el mes de guerra que vivió, como habían matado o echado del pueblo a los sacerdotes, nos reunía en una habitación, encendía unas velas, cogía el misal y leía la misa del domingo. Recuerdo que mi estructura espiritual interior era de preguntarle al Señor «Esto, ¿por qué?». A mi modo, como un niño. Me rodeaba un gran cariño de toda la gente de Mora, que lloraban por la calle cuando me vieron con una camisita negra que me pusieron. Lloraban y me abrazaba incluso la gente del campo, de tradición de izquierdas. Pero, por otro lado, había pequeños grupo agresivos que me perseguían por la calle. Así que tuve esas dos experiencias. Me perseguían por la calle los chicos, que salían de los partidos de izquierda. En aquellos momentos había palos en cada esquina. Los partidos pegaban en las paredes sus carteles y pasaban los otros arrancándolos, así que tenían que ponerse señores con un bastón para defender la propaganda. A mí me habían obligado antes a ir al PC y me dieron carné de pionero, e íbamos a una especie de catequesis».

A Campo de Criptana. «Mi hermana tenía 4 años y yo 10 (ella, Francisca Isabel, vive en Madrid y tiene ya nueve nietos). Fuimos a vivir con mi abuela y esto fue providencial, porque mi hermana quería a la abuela a rabiar. Ella no notó la falta de sus padres hasta que fue mayor. Pero mi abuela no podía mantenernos. Las cuatro perras que tenía en el banco se las habían quitado. Teníamos que vivir yendo a comer a casa de la novia de un tío mío, que tenía una fonda. Allí hacía mi abuela algún trabajito. Pero nos queríamos mucho, mi hermana, yo y los tres hijos de la hermana de mi madre, a cuyo marido, que era guarda de prisiones en Ocaña, habían matado también. Los cinco vivíamos con mi abuela y ella, entre que no podía darnos de comer y que veía que a mí me perseguían y me pegaban, pensó que yo me fuera a Campo de Criptana, a vivir con otra de las hermanas de mi madre».

Otra guerra: CNT contra PC. «Mi abuela me llevó primero a Ciudad Real, donde estaba la familia porque habían metido preso a mi primo el anarquista. Pistola en mano, había defendido las sedes del anarquismo en Campo de Criptana contra el PC. Aquello fue una lucha a tiros. La Policía de Alcázar de San Juan detuvo a los de un lado y a los del otro. Mi primo se había hecho responsable de los anarquista y estuvo un mes y medio en la cárcel. Luego volvió a Criptana. Antes y después de estar en prisión, a todos los que estaban amenazados de muerte mi primo les daba carnés de la CNT y armas para defenderse. Los comunistas veían que entraban en la CNT todos los «carcas», como decían entonces. Viví en Criptana prácticamente hasta que acabó la guerra y allí contemplé esa otra guerra: la CNT y el PC».

Un gabán cargado de pistolas. «Mi primo no tenía estudios especiales, pero escribía obras de teatro y se estrenó una suya en el teatro del pueblo. Yo no tenía ropa de invierno y me habían hecho un gabán, arreglando el de un mayor, con lo que las manos no me llegaban al fondo de los bolsillos. Me llevaron a aquel estreno y se presenta la Policía del Ejército, que vigilaba a las fuerzas armadas y a los partidos. Los de mi primo llevaban pistola y me las metieron todas en los bolsillos del gabán. «Tú te sales ahora tranquilamente, que no te van a decir nada». Me vi en esa encrucijada, pero, más que miedo, lo que pasaba es que no podía con el abrigo porque era un niño delgadín, que estaba en los huesos. Pero salí entre los policías. Salí al ambigú del teatro hasta que se fue la Policía y entré de nuevo con el armamento. Me sacaron las pistolas, se las guardaron y yo quedé a gusto. Y eso pasaba porque se mataban en la calle. Si un anarquista iba solo y se encontraba con unos cuantos del PC, que tenía la Alcaldía, lo mataban en la calle, y los anarquistas, igual si veían a un comunista solo».

La traición de Andreu Nin. «Mi primo no respiraba venganza por lo de mis padres, pero a los comunistas no los podía ver, y llevaba escolta porque se exponía a que le mataran. Pero deploraba que siendo alcalde de Mora su íntimo amigo del PC hubieran matado a su tío y a mi madre, y siendo así que quince días antes le había dicho que no se los llevara. Eso fue lo que nunca comprendió mi primo. Recuerdo haberle oído también hablar mal del PC por la muerte de Andreu Nin. Decía que eran unos traidores. Mi primo sobrevivió a la guerra. Se fue del pueblo y vivió en Valencia bastante tiempo. Le fui a ver siendo ya sacerdote. No cambió de ideas y seguía siendo anarquista. Había salvado a mucha gente de Criptana y cuando acabó la guerra se portaron bien con él y le aconsejaron que se fuera a vivir fuera».

Diabluras y consentimientos. «En los años en los que estuve en Criptana me enfrié religiosamente. Recuerdo que en los primeros meses fui a una catequesis clandestina que daban unas mujeres que eran unas santas y recibían a los niños en su casa y se exponían a morir. Les quitaron la casa y siguieron recibiendo niños allí donde iban. Me rodeaba un cariño grande de mi familia; tan grande que no era natural. Recuerdo de esos años el estar pisando un terreno de consentimientos y eso que yo hacía verdaderas diabluras. Mi tío tenía cinco hijos, chicos y chicas, y era calderero. Fabricaba depósitos o tanques para transportar el vino. Tenía unas láminas de cobre y se las cogí para hacer una pila de Volta y encender bombillas. He sido siempre muy aficionado a los aparatos, pero le fastidié las planchas. Él también tenía un martillo que llamaban de rebatir, para afinar un caldero. Era como un espejo, pero yo lo usé para clavar clavos y lo rompí. «¡Qué es esto, qué es esto!», exclamaba. «Ha sido Gabino», decían mis primos, pero a mí no me tocaba. Esto hizo que creciera un poco salvaje en Criptana. Me trataron como si fuera un hijo especial. Cuando iba a casa de mi primo anarquista, su mujer, Dolores, me daba leche con huevos batidos porque yo estaba anémico. Llegué a pesar poquísimo. Iba al peluquero y me mareaba de verle dar vueltas alrededor mientras me cortaba el pelo. Mi prima Dolores me alimentaba bien y me sacaron adelante».

De guardia en la cárcel. «Cuando ya acababa la guerra, mis tíos me dicen que me vuelva con la abuela, así que cuando entraron en Mora las tropas nacionales yo ya estaba allí. Alguien de mi familia hizo una denuncia de los que, según decían, habían matado a mis padres. Fui a la cárcel porque me llamaron a declarar o algo así. Tenía 13 años. Vi que los presos estaban allí hacinados y les daban con una fusta. A mí me dieron un fusil para que hiciera servicio de custodia. No podía con el fusil, que pesaría siete u ocho kilos. Además, sentí una repugnancia enorme a esa situación, aunque los encarcelados allí estaban acusados de muerte. Antes habían muerto en mi pueblo 200 o 300 personas miserablemente, sin proceso ninguno. Al acabar la guerra hubo denuncias. En aquella situación, me impresionó ver a hombres hechos y derechos llorando, diciendo que no habían hecho nada… Vi que ese no era mi sitio y dije que no podía estar allí y lo comprendieron. Nunca sentí el odio del rencor».

Una impresión crucial. «Antes de que entraran los nacionales en Mora hubo un grupo de presos a punto de ser fusilados. Estaban en una cárcel que era el colegio de monjas donde yo había estudiado. A estos los salvó el director de la cárcel porque los armó y cuando llegó el piquete que quería fusilarlos, ya en huida, el director les dijo que ni autorizaba ni dejaba de autorizar las ejecuciones, y les advirtió de que están armados en el interior. El piquete decidió irse. Entraron los nacionales y los encarcelados salieron. La gente los agasajaba por las calles y se dirigieron a la casa de la madre de Carlos Torres, el alcalde del PC. Yo fui con ellos. Íbamos vociferando y al entrar en la casa, donde ya no estaba Carlos Torres (que huyó a Madrid pero le cogieron y lo ejecutaron), vimos a su madre, que era una mujer de edad, pero no anciana. Algunos empezaron a romperle los muebles, pero uno de los presos se subió a una silla y arengó a los presentes de modo inesperado para mí. «Esto no se puede hacer, ¿qué culpa tiene esta mujer de lo que haya hecho su hijo? Si lo ha hecho, que él sea juzgado, pero lo que estamos haciendo con esta mujer no es cristiano». Aquel hombre se confesó cristiano y el caso es que acabábamos de oír misa en la cárcel, la primera tras la guerra, con un cura que había venido de Toledo. «Y ahora nosotros, cristianos, estamos haciendo sufrir a esta mujer», añadió aquel hombre. La gente bajó la cabeza y salió de la casa. Yo con ellos. Aquello me impresionó muchísimo. Entonces comprendí que había que tomar una actitud distinta y que la revancha no era cristiana. Fue muy grande aquel impacto para mi vida».

Novias en cada puerto. «La vocación me surgió con el obispo Modrego, que fue a mi pueblo a ordenar sacerdotes a unos veinte diáconos que habían sobrevivido a la guerra. Tenía 14 años y estaba allí casi a la fuerza, vestido con la camisa azul y correajes. Pero salí impresionado por la misión que asumían aquellos sacerdotes. Entré en el Seminario de Toledo. Antes, en el colegio, había cambiado mucho en algunas cosas, pero en otras? Era muy aficionado a las chicas, muy enamoradizo, y tenía un amor en cada puerto. Me enamoraba en seguida. Tuve novias en Criptana, con 13 años, cosas de niños, y en Mora. Por eso causó mucha sensación que me fuera al Seminario. Una de las faenas que hice antes de ir al Seminario fue que me encontré un fulminante en la iglesia, en un viejo depósito de armas. Creí que era una bengala y la machaqué con piedras. Pegó una explosión enorme y me hirió en todo el cuerpo, de modo que venían las chicas a verme a casa y mi abuela quedaba impresionada».

Tesina atómica. «El Seminario me marcó mucho, con diez años de formación, en Toledo y en la Universidad de Comillas, de la Compañía de Jesús, a la que quiero como si fuera mi madre espiritual. Nunca pasó por mi cabeza hacerme jesuita porque yo tenía el más profundo deseo de ser cura diocesano y mi oración era pedir al Señor sacerdotes santos diocesanos. En Comillas fui feliz. Estudié mucho, tal vez demasiado. Fui muy amigo del padre Del Barrio, profesor de Física. Ya que yo era muy aficionado a los cacharros y todo eso, estuve encargado de los aparatos de meteorología. El padre Barrio estaba muy al día en Física y recibía revistas inglesas. La teoría atómica y todo lo de la bomba lo conocía de pe a pa. Hice una tesina para la licenciatura en Filosofía sobre la transformación de los elementos, cosa que era escandalosa para los escolásticos puros, eso de que un cuerpo pasara a ser otro simplemente porque se habían eliminado o añadido protones o electrones. Tuve también de profesor al padre Domínguez, exageradamente escolástico. Y al padre Salaverri, en Teología Fundamental, con el que hice la tesis».

Un cuerpo seco. «La tesis la iba haciendo de tarde en tarde, porque cuando me ordené entré de lleno a una actividad frenética, durante 15 años en Toledo. Yo creo que estuve demasiado ocupado. Trabajé mucho en la Acción Católica (AC), fui profesor del Seminario, capellán mozárabe, canónigo, responsable de la Casa Sacerdotal? No tenía descanso y cuando volví a hacer los cursos de doctorado a Comillas, en 1959, tuve un impacto espiritual muy fuerte porque me había despistado mucho. La acción es importante, pero si es demasiada y no hay reflexión y oración personal (que no deje de hacerla, pero la hacía de mala manera) te vas quedando vacío y entonces reaccionas, pero por intereses personales o de quedar bien, de que te aplaudan y eso produce un vacío interior muy grande y es muy peligroso. Al volver a Comillas fui como un cuerpo seco al que le metes en un líquido y se empapa».

Horas en un segundo. «Ese año murió Francisco Miranda, el obispo auxiliar de Toledo, en accidente de coche. Fue para mí una gran tribulación porque le quería como si fuera mi padre. Fui a Toledo, al funeral, y me sucedió una cosa curiosísima. Me quedé solo velando el cadáver de don Francisco y se me pasó un día entero sin darme cuenta. Ni dije misa, ni comí ni nada. Me sacaron de aquel trance los que venían del entierro del sacerdote que había muerto con el obispo. Las horas habían pasado como un segundo».

«Gabino, obispo». «El cardenal de Toledo era Pla y Deniel y me imagino que fue quien propuso mi nombre cuando me nombraron obispo de Guadix, en 1965. Hay una anécdota. El día del nombramiento, un sábado, a las doce, él estaba con otras personas. Era ya muy mayor. «¿Qué hora es?», preguntó. «Las once y media». «¿Falta media hora para las doce, verdad?». «Sí, claro». Pla esperó ese rato y volvió a preguntar. «¿Qué hora es?». «Las doce». «Sí, pero ¿en todos los relojes?». «Hombre, en todos, todos?», le respondieron. Pasaron cinco minutos y volvió a decir: «¿En todos los relojes han dado ya las doce?». «Seguramente». «Pues Gabino, obispo de Guadix». Había que hacer un juramento ante Franco antes de que te ordenaran obispo, pero era algo que ya se hacía con la Monarquía. Pla y Deniel modificó las promesas. Una era, por ejemplo, «prometo respetar la ley», y el cardenal agregó «sicut decet episcopo», según diga el obispo».

Leyes de escaparate. «Pla y Deniel era un hombre íntegro, justo, tal vez excesivamente frío. Alguna vez que me saludó con efusión, lo más que hizo fue darme un par de golpecitos en la mano. Eso significaba que estaba muy contento, pero nada de abrazos. Quería mucho a Franco, pero me llegó a decir que aquel Gobierno «ha hecho cosas como nunca de buenas para la Iglesia, pero otras igualmente malas, como nadie las había hecho antes». «Explíquese», le pedí. «Las buenas son que ha devuelto a la Iglesia la libertad». Un libertad apoyada, aunque condicionada, y eso lo notaba él también. «Las malas son que no reconoce la libertad de prensa, ni la libertad sindical ni la libertad de asociación», agregó. Es decir, derechos humanos. Esto me lo dijo el cardenal siendo ya sacerdote y estando encargado de la AC, porque líos los teníamos continuamente y él siempre defendió a la AC en el sentido de que tenía que hacer un juicio sobre la realidad política. Pla y Deniel colaboró en la ley Fundamental del Movimiento, en la que se reconocían los derechos humanos, pero como esto no se llevaba nunca a leyes operativas, fue a hablar personalmente con Franco, que le dijo: «Mire, hemos tenido que hacer esta ley para no aislarnos del mundo, pero, claro, España necesita un tiempo para poder dar los pasos sucesivos». El cardenal le replicó, según me contó después: «Excelencia, yo he colaborado con esta ley por el bien de la nación; creo que era mi deber, pero no me pidan más consejos para leyes en el escaparate». Periodistas del extranjero le pedían entrevistas pero él nunca accedió a hablar mal del régimen, y por eso ha pasado como el sostenedor de Franco. No es verdad. Eso la gente lo tiene que saber: Pla y Deniel pasó horas hablando con los ministros, particularmente los de los sindicatos verticales, pero Solís nunca comentó lo que el cardenal le decía reservadamente».

El Papa quiere que pensemos. «A Pla y Deniel le tenían un respeto enorme todos los obispos. Cuando comenzó a crearse la Conferencia Episcopal Española, en 1966, no quiso ser el primer presidente y alegó su enfermedad, pero presidió las primeras sesiones. En Roma nos habían dado un esquema de estatutos, para elaborar los de la CEE. No era obligatorio atenerse a ello, pero había obispos muy mayores que decían que había que obedecer a Roma y utilizar el esquema tal cual. Los más jóvenes defendíamos un estatuto propio, tomando en cuenta el esquema. Hubo discusión y Pla y Deniel se enfadó. Dio un puñetazo en la mesa: «Hermanos, el Papa no nos ha dado ninguna ley, nos ha dado una falsilla para que hagamos nosotros unos estatutos. ¡El Papa lo que quiere es que pensemos, que pensemos!». Se acabó la discusión».

Obispos franquistas. «En España había obispos muy franquistas y yo he de decir que para mí Franco fue un liberador. Imaginen una diócesis como Toledo, en la que matan a la mitad del clero y la otra mitad está en prisión tres años. Allí ejecutaron a unos trescientos curas en un mes o mes y medio. A algunos les obligan a subir al púlpito a blasfemar; como se negaban, les disparaban. A otros les cortan sus partes... Hubo sadismo en algunos casos. ¿Cómo no íbamos a ver en los nacionales unos libertadores?».

Los derechos humanos. «Pero llegamos al Concilio Vaticano II y al decreto sobre la libertad religiosa. Hubo oposición a ese decreto en el propio Concilio y un grupo de obispos españoles, unos 20, que dieron conferencias y escribieron en los boletines diocesanos dando por sentado que no se iba a aprobar. Pero la mayoría del Concilio fue favorable, y los obispos españoles, en su mayoría, también. Los que esperaban que no se aprobase era porque defendían la doctrina de la Iglesia, que creyeron estaba en contradicción con el decreto, pero el Concilio aclaró esto. Lo que más confundía era si los derechos del hombre eran contrarios a la soberanía de Dios. Es decir, que defender los derechos humanos lo consideraban como desconocer los derechos de Dios. Aquí, en Asturias, tuve problemas como obispo para hablar de los derechos humanos y eso que yo no soy extremista; nunca lo he sido. Pero el Concilio ya aclaró que se trataba de los derechos del hombre en la sociedad humana, y que no se ponía en tela de juicio de ninguna manera la soberanía de Dios».

Una ovación para Ottaviani. «Recuerdo que no cabíamos todos los obispos en el aula conciliar de la basílica de San Pedro. Nos hicieron una especie de plataforma encima de los cardenales y allí nos colocaron a algunos. Era un sitio muy bueno, porque los cardenales tenían preferencia para hablar. Yo estaba cerca de Ottaviani, el prefecto del Santo Oficio, y le veía desde arriba hasta las notas que llevaba escritas. Fue un defensor acérrimo del decreto de libertad religiosa: "Algunos se extrañarán de mí; ¿cómo este cardenal dice estas cosas? Y lo hago porque mi deber es defender a la Iglesia, y antes la he defendido manteniendo su magisterio; y ahora, la Iglesia nos propone este magisterio más comprensivo y soy el primero en defender los derechos humanos". Hubo una ovación enorme. Ottaviani terminó cayendo simpático a todos. Le traté siendo yo obispo de Guadix, en mi primera visita "ad limina" a Roma. Después del Concilio cambió mucho el ambiente romano con los obispos; era una evidencia eclesial del sentimiento de comunión».

Una diócesis de emigrantes. «Guadix era una diócesis con una emigración terrible, que en los cuatro años y pico que estuve allí pasó de 200.000 a 150.000 habitantes. Eran los años de la emigración, a Barcelona, a Asturias, a Alemania, a Francia. Había unos 200 sacerdotes, pero 100 estaban fuera; algunos habían emigrado con los que se habían ido. Las personas eran muy acogedoras y me dejaron una impresión buenísima, pero la escasez de medios era total. Pase unos años muy angustiado. El Ministerio de la Vivienda había aprobado unos fondos para que construyéramos un nuevo seminario menor. Hice gestiones en Madrid y en el Ministerio me dijeron: "Está todo aprobado; solo falta la firma del ministro, pero no la va a dar porque hay otras obras más urgentes"».

Universidad de Covadonga. «Vengo a Oviedo, en 1969, y me encuentro con que hay 60 millones para hacer una universidad en Covadonga, y esos millones están en el mismo departamento donde me habían negado 30 millones para hacer el seminario menor. Me entero que eso de la universidad era una idea de los tiempos de don Vicente Enrique y Tarancón, que no la obstaculizó, pero la dejó pasar sin ejecutarla. Una universidad en Covadonga, donde no había espacio ni personas que quisieran ir a vivir allí...».

Confrontación con el gobernador. «En Guadix había escrito una carta pastoral sobre los derechos humanos. Defendía, dentro de lo que entonces se toleraba, la libertad de asociaciones y, por tanto, las políticas, aunque no utilizaba esa palabra. Y la libertad sindical también, dentro de lo que el Concilio había dicho. Al llegar a Asturias, el gobernador, Mateu de Ros, me dijo que le había gustado esa pastoral y que él pensaba igual. No hice mucho caso, la verdad; creo que él estaba deseando marchar de Asturias. Luego tuvimos enseguida una confrontación muy grande por un documento que elaboró un grupo que se reunía en una parroquia de las Cuencas mineras. Con ellos había estado antes don Vicente y yo también les visité. Ellos no daban la cara con sus documentos, o no podían darla porque les hubieran metido en la cárcel. Había laicos y sacerdotes. Cada uno que aportaba algo al documento ponía una cosa más dura. Como no iban a figurar sus nombres al final del texto? Porque los que figurábamos éramos los curas que lo iban a leer en las parroquias y el obispo que autorizaba el documento, que era a propósito de unas huelgas mineras».

Publicación con enmiendas. «Yo les propuse varias enmiendas, porque no me parecía justo decir algunas cosas, como que todos los gobernadores civiles y todos los jueces eran unos sinvergüenzas. Es como si hoy día dijera que todos los políticos son unos desgraciados; pues no. Pero ellos no admitían que el obispo hiciera una enmienda, aun cuando era él el que iba dar la cara, el que iba a aprobar su publicación. Visto aquello, les dije: "Yo no firmo", y empezaron a decir: "Ya lo sabíamos... ¿qué íbamos a esperar de usted??". Entonces respondí: "Ustedes piensen lo que quieran, pero cuando yo firmo algo tengo que saber lo que firmo; pero voy a hacer una cosa. Esto ¿lo han mando ustedes a los periódicos o a las radios?". "No, no nos lo admiten". "Pues yo lo voy a publicar en el boletín diocesano haciendo una introducción en la que dejaré constancia de que no es un documento mío, pero que lo publico porque no tenéis donde publicarlo y eso me parece intolerable". Les agradó mucho y ellos también lo difundieron antes de que saliera el boletín».

Requisado el boletín. «El documento se iba a leer en las misas. Yo salía de viaje, a la ordenación de obispo de don Teodoro Cardenal en Burgo de Osma. Antes de salir, repasé el texto, le puse la introducción y lo mandé a la imprenta. Cogimos el coche y nos fuimos a Osma. Al llegar, me dice Tarancón: "Pero ¿qué has hecho Gabino; te has metido en un lío y están preguntando por ti varios ministros". Yo no sabía a qué se refería, pero era que el gobernador había mandado requisar el boletín que estaba editando la imprenta de la diócesis, y mandó a Correos y la retiró también. Era una separata de dos hojas, pero las parroquias la leyeron porque tenían el texto, pero sin la introducción mía. Cuando volví a Oviedo, nada más llegar, me llama el gobernador muy temprano y le recibo inmediatamente. Quiso dorarme la píldora diciendo que era una maniobra de los sacerdotes: "Han esperado a que usted se fuera para publicar ese texto". Le replique: "No, no han esperado a que yo me fuera porque ese texto lo envié yo personalmente a la imprenta". Cogió un berrinche enorme; creí que le daba un ataque, una cosa tremenda, porque padecía del corazón».

Preso en palacio. «El gobernador puso guardias de asalto alrededor del palacio episcopal, que pedían el carnet de identidad a todos los que querían entrar. Según el gobernador, había un grupo de falangistas que querían venir a pegarme y por eso había puesto esa guardia. No obstante, vino bastante gente a verme, entre ellos el presidente de la diputación, José López-Muñiz, una gran persona. Le saqué al balcón y le enseñé la plaza de la Corrada. "Mire usted, estoy preso; ni con los rojos me he visto así". Le hizo mucha impresión y fue a decírselo al gobernador; y retiraron enseguida a los guardias».

Fiarse del obispo. «Aquellas situaciones me causaban preocupación y dormía mal. Además, nadie te creía. El gobernador no se fiaba porque quería que yo no protestase si había algún problema; me decía que yo estaba mal informado. Luego, con los encierros, él quería que yo llamara a la fuerza pública para que desalojaran, pero nunca la llamé. Nunca autoricé la entrada de la policía en las iglesias, ni siquiera por encierros en mi casa, porque se metían en el palacio, en la sala de visitas. El gobernador no se fiaba de mí, pero, además, los sacerdotes que había en esos grupos, que estaban trabajando muy bien, como yo era reticente y ponía comas y filtraba algunas palabras de los documentos, decían que "así no se puede fiar uno del obispo". Y, por otro lado, sacerdotes que yo estimaba mucho, y estimo, porque viven todavía, no se fiaban de mi y mandaban seminaristas a Toledo, o a Burgos, ya que creían que yo no era lo suficientemente seguro. Así que me encontraba sólo a veces; esta es la realidad».

Cada día un conflicto. «Por eso, cuando iba de visita a Cangas de Narcea, me decía don Francisco Martínez, que era secretario de cámara y hoy cardenal: "Usted va a la Arcadia feliz", Aquella era otra Asturias, distinta. Pero las cuencas mineras y Gijón eran terribles. Sin culpa de nadie; simplemente era así. Los cinco o seis primeros años en Asturias fueron muy difíciles, hasta la muerte de Franco. Aquí cada día teníamos un conflicto. Pero después me sentí muy bien siempre, como en mi sitio. Pero todo aquello no hay que revolverlo. Después, la transición fue muy importante como fenómeno social porque el pueblo español demostró ser sensato y tener un fondo de formación pacífica a la que había contribuido la Iglesia».

Con el Evangelio en la mano. «Uno siempre ve defectos y tal vez pude haberlo hecho mejor, o mucho mejor. Pero no he sido un líder, ni quise serlo, de movimientos políticos o sociales. Soy un obispo de la Iglesia y nada más. Y creo que la Iglesia tiene que ir por el camino de servir a las personas, sobre todo a los más pobres y abandonados, y de servir a la verdad, que nos hará libres; y esa es la verdad que puede liberar a la Iglesia también. Actué en conciencia y con el Evangelio en la mano, y sin presiones de nadie, ni del Papa, ni de obispos, ni de nuncios. Me ha impresionado que nunca nadie de mis superiores me presionara en la Iglesia, ni me han hecho críticas de nada. Otra cosa es que se fiaran de mí plenamente, o no fuera de su agrado. Como dice el salmo, cuarenta años pasan para el Señor como un soplo. Estoy contento de haber venido a Asturias, ha sido mi segunda patria».

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