sábado, 2 de noviembre de 2013

D. Santiago Pérez, “Xilindrín” (Por Rodrigo Huerta Migoya)

D. Santiago en la procesión de Santa Isabel del año pasado
El tiempo pasa, y mientras va pasando va marcando la llegada, la parada y la partida de todo hombre .Es algo que tenemos asumido teóricamente, aunque en la práctica cueste algo más. Digo en la práctica, porque cuando realmente constatamos las ausencias es cuando notamos que algo falta en el conjunto paisajístico del día a día. Éste es el caso de D. Santiago, cuya partida ha dejado un notable hueco entre los paseantes de la ciudad de Oviedo, en la que residió estos últimos años y donde saludaba a todos con igual afecto y especial escenografía a sus paisanos, a los que llamaba levantando en alto el bastón  con su grito de guerra : ¡Vivan los de Cangas!.
El Reverendo Santiago Pérez García pasará a la historia por ser conocido “internacionalmente” como  “Xilindrín”, mote del que se sentía en cierta medida orgulloso pues le venía de su padre, y que era utilizado incluso por el Sr. Arzobispo emérito, Monseñor Díaz Merchán. D. Santiago era un hombre con mucha historia y siempre tenía tiempo de recordarte alguna de sus mil y una aventuras y batallas. Entre éstas, no se puede omitir la de su “Consejo de Guerra por Alta Graduación”, lo que le llevó  a estar detenido al confundirle con otro Santiago Pérez, natural de Tineo y de profesión minero. Monseñor Lauzurica intervino entonces aclarando el entuerto y salvándolo de ir a parar al penal de Santoña. El buen cangués nunca olvidó aquel gesto en el que el Arzobispo se implicó hasta el final para poder ayudarle. Pero, por si esto fuera poco, Monseñor siempre se mostró disponible para lo que necesitase, y el joven cura, agradecido, siempre que se acercaba a Oviedo pasaba por Palacio a saludar a su Prelado, el cual, al tiempo generoso, también le daba una buena propinilla para ayudarle económicamente pues bien sabía el Ordinario que sus Parroquias eran tan pobres que no tenían ni rectoral, y el cura tenía que vivir en una fonda donde siempre le cobraron la cama, aunque nunca la comida.
Le tocó una época difícil donde los recelos, envidias y denuncias de guerra aún estaban muy presentes y las heridas aún muy abiertas. Don Santiago era un hombre peculiar, sí;  de esos que no tienen copia,  pero con un corazón lleno de una bondad inagotable. Encajaba en su personalidad la brutalidad de la montaña y la sensibilidad de las cosas de Dios. La gente sabía cómo era, y le querían tal cual  y no querían otro, pues éste era de los suyos. Fuerte como un toro. Creo que un día fue a ver en su habitación de la Casa Sacerdotal a su amigo D. Julio Villanueva, y se encontró que éste yacía en el suelo por una caída; D. Santiago ni corto ni perezoso se puso a levantarlo (¡y lo hizo!) sin llamar a nadie antes… ¡Genio y figura hasta el final!
Mientras la salud se lo permitió, siguió pasando temporadas en su querida villa de Cangas del Narcea, donde iba por navidad,  semana  santa  y algunas fechas  destacadas. Nunca dejó de frecuentar sus Parroquias de Leitariegos, cuyo anterior párroco (con el que le unía una gran amistad ) le invitaba para predicar alguna que otra fiesta como la de San Vicente en Naviego, y para las celebraciones del cumplimiento pascual y otras tantas solemnidades… ¡con que alegría presumía él de su carnet de conducir!, pues era toda una fuente de autoestima que le reafirmaba como hombre útil  y activo.
Hay otra simpática anécdota que tampoco quiero olvidar. Un sábado que vino a Lugones a una fiesta, se quedó a comer y, cómo no, a la sobremesa. Era ya tarde y el Párroco tenía la misa de las séis  “encima”, por lo que llamó a un taxi y encomendó a dos fieles colaboradores que acompañaran a Xilindrín para que no se “perdiese” por el camino. Dicho y hecho; subió D. Santiago encantado y hablando con todos. Justo en el momento en que  pasaban por delante de San Juan el Real,  el cura cangués estaba hablando sobre su vinculación familiar a Lugones que dijo: claro yo estoy adscrito a esta parroquia (señalando a los sacristanes que iban en la parte de atrás). Entonces, el taxista le preguntó: ¿En cuál; en ésta San Juan el Real?, a lo que D. Santiago contesto: No hombre, no, en Lugones. Quién le iba decir a Don Santiago que su carroza iría engalanada con una corona sin más texto que ``Parroquia de San Felix de Lugones´´; esa parroquia y su párroco (al que conoció en Cangas) y a los que tan unido se sentía .
Tuvo buena vida Don Santiago,  teniendo en cuenta  sus achaques y goteras. Firme  y consciente  hasta el final, sabía que se moría; y en la soledad y silencio de su habitación de la Casa Sacerdotal, rotos sólo por “el silencio” de un crucifijo y un rosario sobre la mesita de noche, le llamó el Señor en la noche del uno de julio. A pesar de haber pedido auxilio al enfermero a la hora de acostarse, nadie le escuchó; pues a menudo las palabras de un viejo son fruto de “la chochera”. Ocurrió tal vez aquí aquello del cuento del lobo, o quizá el buen Dios quiso reservarse para ambos aquél definitivo encuentro.
Así, en la mañana del tres de julio, volvía D. Santiago a su querida tierra; a su hermoso pueblo de Santa Marina de Obanca, donde todo el pueblo aguardaba la llegada del féretro, el cual pasó por última vez ante su propia casa antes de ser llevado al templo  para su velatorio. Tras el solemne funeral cantado por una coral, era trasladado al cementerio próximo a la Iglesia de Santa Marina, tal y como él tantas veces había manifestado como deseo a sus sobrinas “Fifi” y “Placer”. Allí, en el panteón familiar, situado en la parte baja de la necrópolis, hermoso mirador de la ciudad de Cangas, descansan sus restos a la espera de la resurrección, bajo una lápida de mármol blanca sin  más nombre o indicación que: “Casa la Prieta”. Desde allí, en fugaz visita con D. Joaquín,  vislumbrado la subida hacia el Santuario del Acebo, me vino a la cabeza su himno, el cuál cambié en mi rezo para decir: “Virgen del Acebo, servidora fiel, muéstrale ya a Cristo, llévale a Él”.  ¡Amén!
D.E.P. Don Santiago.
                                                                                                                                                                                Rodrigo Huerta Migoya

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