Francisco y Teresa, lo que más querían no era ser santos, sino felices. Y buscando esta felicidad, encontraron la perla por la que vale la pena dejarlo todo.
(omnesmag.com) El inicio del mes de octubre trae consigo las fiestas de dos pequeños grandes santos, pequeños porque se distinguieron por su humildad y pobreza, pero grandes porque su testimonio continúa impresionando al mundo entero: Francisco de Asís y Teresa de Lisieux. ¿Qué nos dicen hoy?
Cuando me preguntan sobre el mensaje de los santos en general, suelo responder que su principal característica es que eran felices. ¿Qué otra cosa produce el encuentro personal con Jesucristo sino felicidad y plenitud? ¿Qué es la fe sino la convicción de que existe Dios y que nos ama tal y como somos satisfaciendo de forma extraordinaria nuestros anhelos? «¡Cuántas cosas tengo que agradecer a Jesús, que ha sabido colmar todos mis deseos!», exclama la joven doctora de la Iglesia en su célebre “Historia de un alma”.
Francisco y Teresa, lo que más querían no era ser santos, sino felices. Y buscando esta felicidad, encontraron la perla por la que vale la pena dejarlo todo. Aunque la vida de ambos discurrió por senderos muy distintos, los dos encontraron su camino hacia la felicidad (hacia la santidad) en su desapego de las cosas materiales y de sí mismos.
La carrera hacia el ser y el tener es una de las trampas mortales en las que el ser humano se empecina en participar sin darse cuenta de que está trucada. Como hámsters en su rueda giratoria, corremos y corremos para llegar a ningún sitio, porque no conozco a ningún rico que esté satisfecho y no quiera ganar un millón más; y no conozco a ninguna personalidad que, por muy alto que haya llegado, no quiera subir un peldaño más.
La prensa del corazón ha convertido esta carrera cruenta en su particular negocio. En la arena del circo mediático, los gladiadores ricos y famosos se baten en duelo. Un día se les encumbra y proclama campeones, mientras que al día siguiente se les hunde en la miseria. Sus vidas se abren en canal a la vista de todos y, al público, envidioso de su éxito, le encanta verlos caer y fracasar.
A pequeña escala pasa también. En los pueblos, en los vecindarios, el seno de las empresas e instituciones, en las grandes familias, entre los propios compañeros de clase, en cualquier grupo humano hay quien sube y quien, muy a su pesar, baja. Pero ¿bajar por gusto? ¿buscar ser el último? ¿Rechazar la tentación de ganar más, de ser más que el otro? ¿Y todo ello, no por masoquismo sino porque les hace más felices? ¡A ver si va a ser verdad que el dinero no da la felicidad!
Estoy convencido de que esta verdad que nos revela el Evangelio (y que como verdad objetiva sirve tanto para cristianos como para ateos) está detrás, aunque solo sea como intuición, del fenómeno que se ha venido a llamar “la gran renuncia”. Se trata de un movimiento detectado sobre todo en EE.UU. pero que se está extendiendo por todo el mundo occidental tras la pandemia, por el que millones de trabajadores están abandonando sus puestos de trabajo, en ocasiones extraordinariamente bien remunerados, renunciando al carrerismo y apostando por formas de vida más sencillas y satisfactorias.
Quizá ninguno lleguemos a ser como il poverello de Asís que describía la “perfecta alegría” como llegar a uno de los conventos de la congregación que él fundó en una gélida noche, cansado, muerto de hambre, mojado y aterido y, tras suplicar ser acogido, recibir un portazo en la cara; pero sí que es sin duda el ideal evangélico que Jesús nos enseñó y que tan bien cantó San Pablo en su famoso himno de la epístola a los Filipenses.
Teresa y Francisco, Francisco y Teresa, nos enseñan que la pobreza y la humildad, el “no obrar por ostentación” y el “considerar a los demás como superiores” no son vicios de débiles buenistas, sino virtudes heroicas de quienes son capaces de dar el salto de la mentira de la competición por ser más, a la verdad de la humildad inscrita en el corazón del ser humano y manifestada en Cristo Jesús. Frente a nuestras insignificantes pero necesarias renuncias, Él dejó clavado en la cruz, el mayor mensaje de amor que jamás se haya escrito. Aquella sí que fue la gran renuncia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario