Necesitamos más belleza y necesitamos más razón. Los sacerdotes de la parroquia de Illegio, don Angelo Zanello y don Alessio Geretti, y los miembros del “Comitato di San Floriano”, en las montañas alpinas de Carnia, en Italia, han sabido conjuntar ambas, belleza y razón, con brillantez, en la decimoctava “Mostra di Illegio”, que lleva por título “La bellezza della ragione”. Será clausurada, tras haber estado abierta al público desde mayo en la casa parroquial, a mediados de octubre.
Son cuarenta obras de arte, provenientes de diversos países de Europa, ante las que el espectador se abisma cuando aprecia, a través de ellas, los horrores que comporta la pérdida de la razón; se interroga, con los filósofos, por el origen y el sentido de todo lo que existe; y se sorprende de que los objetos que componen la realidad se dejen conocer por la razón científica y se rijan por sistemas coherentes de leyes.
Lo más interesante, con todo, es que, conducido por el estupendo guion que vertebra la exposición, el visitante logra elevarse a aquellas extensiones en las que la razón se dilata y se trasciende. Porque, más allá del análisis de los datos y de la pregunta por el sentido, el hombre es capaz, por su inteligencia, de adentrarse con la imaginación en otros mundos, establecer conexiones y relaciones insólitas, construir relatos fabulosos, jugar, soñar, crear obras de arte y ser, en definitiva, genial. Es la inteligencia fantástica e imaginativa.
Me parece que fue Thomas Hobbes el que dijo aquello de que, si hubiera dedicado tanto tiempo a leer libros como hacen los que van por la vida de listos, eruditos y sabios, habría sido tan tonto como ellos. Según él, hablarían solo lo que viene en los libros. Y nada más.
En este sentido, conozco un profesor que es de una cultura apabullante, un investigador metódico y sagaz como pocos, un docente magnífico y, además, escritor, en lo suyo, de primera. Goza de un prestigio al que nadie osa ponerle un “pero”, salvo una amiga mía italiana, que dice de él: «Ma non vola». No vuela.
Y no son pocas las ocasiones en las que, tras escuchar a alguien que se jacta de ser racional o cultor de la razón, acabe, al ver cómo discurre ese ego autosobrevalorado, diciéndome para mis adentros: «¡Jesús, qué descerebración la de esta persona!». Ni son pocas aquellas en las que la memoria me traiga a la consciencia actual lo que Marcel Proust escribió en “A la sombra de las muchachas en flor”, segunda obra del ciclo “En busca del tiempo perdido”: «Cada cual llama ideas claras a las que se hallan en el mismo grado de confusión que las suyas». Así mismo.
Mas volviendo a lo que estábamos, y para concluir, me parece tan significativo el que sea precisamente una pequeña parroquia católica de alta montaña en los Alpes la que, al referirse a la razón, la califique de “bella”, que eso lo dice todo acerca de cuál es la apreciación valorativa, positiva, amable, que la Iglesia tiene de la razón.
Como no puede ser de otra manera, pues el momento culminante de la racionalidad no se encuentra en la duda metódica, ni en el escepticismo, ni en el agnosticismo, sino en la apertura a Alguien que, con su sabiduría, ha infundido armonía, profundidad, grandeza y sentido a cuanto existe, ya que, de no ser así, la racionalidad sería un producto accidental e insignificante que emergería del magma de la irracionalidad y del azar que lleva y trae a su albur cuanto cae bajo su intrínseca volatilidad.
De ahí el que, ante esa radical apuesta en favor de la razón por parte de la fe católica, y de su hermosura, el creyente sea, además de inteligente, un devoto admirador de la complejidad del universo y de su esplendor, un contemplativo, que sabe y acepta con humildad que la realidad es siempre superior a nuestros cálculos y medidas, y que, por sus dimensiones, sobrepasa cualquier intento humano de delimitarla y controlarla con parámetros reductores, porque Aquel que con su amor lo ha creado todo de la nada es «Deus semper maior».
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