«Fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura contra el orden del concilio tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que San Pablo enseñó mandando que las mujeres no enseñasen».
Tal rapapolvo le cayó a Teresa de Jesús de parte del nuncio de Su Santidad en España, Felipe Sega, durante la tormenta que sacudió el Carmelo a finales de los 70 del Siglo de Oro. La guerra civil carmelitana, entre los descalzos y los de paño es de muy interesante consideración. Fue una colisión de las dos espadas, de la jurisdicción civil con la eclesiástica. Un choque que ha causado muchos sufrimientos a la Iglesia en su larga historia. Sin embargo, en esta ocasión ─como en no pocas más─, ¡bendito brazo secular! que supo tener tino para las cosas de mayor servicio de Dios, mientras que el canónico estaba cegado por las pasiones humanas. Sin Felipe II, la obra de Teresa habría desaparecido.
A la vez que se clausuraba el Sagrado Concilio de Trento, leyéndose en su última sesión los 22 capítulos sobre la reforma religiosa, llegaba a Roma el plan propuesto por el Rey Prudente. Si Roma no le tomaba en serio, levantaría algunos monasterios, pues estaba convencido de que «el poco recogimiento y suelta vida de los religiosos» era causa principal de la relajación de la Iglesia. Él «prefería ver las dichas casas despobladas que llenas de personas viciosas y escandalosas, como agora lo están». El rey desconfiaba de las reformas romanas, por suaves y diplomáticas, y prefería medidas más estrictas. Esta era la situción y afectaba, especialmente, a la orden del Carmen.
Del lado romano, el general de la orden, Rubeo, visitó España. Hizo lo que pudo, enamorado de la primera fundación teresiana en san José de Ávila, pero escandalizado de muchos frailes, especialmente en Andalucía. Animó a la santa a «que hiciese tantos monesterios como pelos tenía en la cabeza» y ésta, antes que se marchase, alcanzó de él licencia para fundar también rama masculina. Al general consoló haber encontrado a «la sua figlia», Teresa de Jesús. La obra de la doctora mística comienza a crecer: fundaciones de sus palomarcitos de la Virgen Nuestra Señora, y poco más tarde, y aún con más número de religiosos, crecían los conventos de frailes.
Envidias, malentendidos, venganzas... el caso es que estalla una contienda. Al general de la orden, responsable de seguir las indicaciones del papa en la reforma, le envenenan contra «la sua fliglia» y, odios de amores, pasa a ser «la monja rebelde». Rubeo escribe cartas incendiarias a Teresa, descargando sus furias sobre su padre Gracián, descalzo. Y es que le han puenteado desde Madrid, pues Nicolás de Ormaneto, entonces nuncio en España, ha dado poderes de visitador apostólico al padre Gracián, incluso sobre los calzados de Andalucía, que no reconocen su autoridad. Se va a celebrar capítulo general de la orden en Piacenza, al que todos estarán sujetos, monjas y frailes. Se sabe que lo dominarán calzados rabiosos contra nuestra Santa.
Teresa no se duerme. A prisa contesta en cuanto conoce la indisposición de Rubeo. No quiere estar en contra de su general, pues sería darme en los ojos dar a vuestra señoría nengún desgusto, pero, a la vez, hace una tierna apología de la reforma por ella emprendida y de su Gracián. Además, obedecen al nuncio y tienen el apoyo del Rey. Termina su misiva con la libertad interior de un alma grande: mire vuestra señoría que es siervo de la Virgen y que ella se enojará de que vuestra señoría desampare a los que con su sudor quieren aumentar su orden.
La cosa se pone tensa. Teresa aconseja a Gracián paso lento y mano blanda con su visita apostólica. Gracián, valiente y con buen celo, pero joven e impulsivo, aprieta. En Sevilla casi lo matan y sólo un fraile le presta obediencia. Al resto los excomulga por desobedientes. Los enemigos braman y lo llenan de calumnias: «murmuraban contra mí diciendo estaba sujeto a una mujer (entre ellas, la misma Teresa), y otros decían otras cosas feas (mejor no saberlas)».
El padre general y sus calzados remataron el capítulo. Hay un plan estratégico: guerra de exterminio total. Mandan desde Piacenza cerrar los conventos de Andalucía en tres días. A Gracián se le niega toda jursidicción; ordenan que Teresa de Jesús, «apóstata» y «descomulgada», deje de fundar y se recluya en un convento para no salir más. Mandarán a un fraile, Jerónimo Tostado, como vicario general para cumplir con todo. Tostado cuenta con apoyos en la corte. Pero Gracián se mantiene firme y manda a Teresa quedarse donde está, mientras que el nuncio hace lo propio: no acepta las órdenes del capítulo y dice, incluso, que Gracián puede reclamar el apoyo del brazo secular, pues tiene el respaldo del rey. Madre Teresa vuelve a tomar la pluma y escribe a Rubeo con cariño filial para aplacar ánimos: es de los hijos errar, y de los padres perdonar y no mirar sus faltas, y le emplaza para la eternidad que no tiene fin, adonde verá vuestra señoría lo que me deve. No hay tiempo que perder. Ella acude al nuncio y al rey: la solución es crear una provincia independiente de descalzos.
Uno se queda boquiabierto del espíritu teresiano. En medio de toda esta tormenta otras no paran. Han denunciado a Teresa a la Santa Inquisición de Sevilla. Gracián está inquieto, y madre sosiega: calle, mi padre, no haya miedo que la santa Inquisición, a quien tiene puesta Dios para guardar su fe, dé disgusto a quien tanta fe tiene como yo. La Inquisición inicia su mecanismo y reclama de Madrid el Libro de la Vida. Gracián teme y quiere adelantarse. Madre sosiega: ojalá, padre, nos quemasen a todas por Cristo. Mas no haya miedo, que en cosa de la fe, por la bondad de Dios, falte ninguna de nosotras. Antes morir mil muertes. El santo tribunal entra en el convento, preguntándose si serán verdad las acusaciones tan turbias de las que han sido informados. Quedan encantados. Le piden que escriba una relación sobre su trayectoria y acaban por decir que esta mujer tiene «unos deseos de Dios tan vivos y tan descolgados que no se pueden decir». Tan amigos.
La guerra sigue. Rubeo tiene un as en la manga. Ha elegido como protector de la orden al sobrino del papa, cardenal Buoncompagni, para aniquilar la descalcez. Y el joven cardenal, con mucha voz ante Su Santidad, carga una y otra vez urgiendo al nuncio Ormaneto. Mientras, ella sabe que su capitán de campo es Gracián. Tostado ha comprado gentes para asaltar su correspondencia y Teresa y Gracián inventan todo un sistema de nombres en clave y código cifrado para que no supiesen qué o de quién hablaban. Tostado manda apresar a descalzos en cárceles de sus conventos. De vez en cuando desaparece un fraile y nadie sabe donde se ha perdido. Uno de esos será famoso: fray Juan de la Cruz. La cosa se pone cada vez más fea. Teresa no pierde el buen humor. En sus cartas cifra a Ormaneto, ya anciano, como «Matusalén». Tan así, que el santo nuncio muere de viejo. La reforma de Teresa pende ahora de un hilo. ¿Quién vendrá a la nunciatura?
En apenas un mes había nuncio nuevo. Roma no se durmió esta vez. Pariente del papa y más pariente de su sobrino, inteligente, fino diplomático, pisa con fuerte prepotencia. Felipe Sega se llama. Es el que echó aquel piropo a la madre Teresa: «fémina inquiera y andariega...», y ha sido elegido para que ejecute la liquidación de esa «pandilla rebelde indecorosa». Presionados, ciertos frailes han inventado un memorial difamatorio de Gracián, que al final cede y queda preso del nuevo nuncio ─que, no olvidemos, actúa en nombre del Papa─. Todo va de mal en peor. Algunos antiguos descalzos, muy conocidos de la madre, se someten a Tostado. Otros, aunque pocos, se enrocan ─entre ellos fray Juan de la Cruz─ y celebran un capítulo «rebelde» para nombrarse provincial propio de descalzos, pues Gracián ya no está. Lo que faltaba. Todo está perdido.
Pero Teresa no se rinde. Acude al rey y despierta a sus amigos. Llegan al nuncio numerosos testimonios de personas muy principales apoyando la reforma de la Madre. Incluso tuvo lugar un serio conflicto diplomático, pues Don Luis Hurtado de Mendoza, conde de Tendilla, le reprocha a Felipe Sega la falta de honor. Alzó el tono el caballero español. El nuncio, escocido, no se achicó. Y Felipe II, el Rey Prudente ─y la prudencia es saber actuar con determinación según las circunstancias─ aprovecha, entra en medio y propone una comisión que estudie el asunto. Convence al nuncio con sentido práctico. Y Teresa ve el Cielo abierto: los sabios comisionados eran amigos suyos. Terminado su trabajo, el rey envía su informe a Roma, pidiendo ─y ya sabemos como piden los reyes de España─ que se conserve la descalcez, una de las joyas más preciadas de su corona. Felipe II salva la obra teresiana. Una novela.
Grosso modo, así fue la lucha. Los santos no se han plegado sin más a la voluntad de sus superiores. Han sabido hacer «sus trampas» para salirse con la suya, cuando entendían que era la de Dios. Callar o hablar cuando toca. Con humildad, pero con firmeza y alma grande, libre de remilgos. Son innumerables las anécdotas que ilustran el espíritu de Teresa y como desarmaba a los que sospechaban de ella. Una muy simpática, que haría reír a Teresa, aunque bufar a las femibobas de nuestro siglo, es el lance precioso entre el sesudo teólogo de Salamanca, Domingo Báñez y su provincial, Juan de Salinas. Éste le tomaba el pelo porque le veía prendado de la monja: ─¿Quién es una Teresa de Jesús que me dicen es mucho vuestra? No hay que confiar de virtud de mujeres─. Báñez, picado: ─Vuestra paternidad va a Toledo, véala─. Efectivamente, Salinas visitó a la Madre en Toledo. Amistaron mucho. Meses después se encontraron los dos dominicos, y Báñez le recordó con ironía: ─¿Qué le parece a vuestra paternidad de Teresa de Jesús?─. El provincial no disimuló su entusiasmo: ─Oh, habíadesme engañado, decíades que era mujer; a la fe no es sino hombre varón, y de los muy barbados─.
Y ya cuando son asuntos que están bajo su mando, la cosa se pone seria. Siendo priora en la Encarnación, un caballero muy galán de la más alta alcurnia frecuentaba en demasía a una monja en el locutorio, prendado de ella. Lo supo Teresa y presentado el caballero, se tenía que marchar sin ver a «su carmelita». Airado por las continuas negativas, echó por la boca una riada de insultos y amenzadas sobre la priora. Jadeante y erizado él, toda serenidad ella, escuchó de madre Teresa que no quería verle más por allá. Si volvía «haría con el rey que le cortasen la cabeza». ¡Toma ya con la amiga de Felipe II! Marchó asustado el señor «y comenzó a echar voz entre todos los que solían ir al monasterio, diciendo que buscasen ya otros entretenimientos». ¡Cuánto te necesitamos, Teresa!
¡Menuda fémina ésta! ¿Verdad, señor nuncio?
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