Lo bello es lo que, por la perfección de sus formas, complace a la vista y al oído y, también, al espíritu. Lo bello es lo bueno y lo excelente. La vida está dotada de momentos de indudable belleza; de atisbos de lo divino, de lo que vale de verdad, de lo que, más allá del tiempo, querríamos prolongar para siempre.
Hay un texto de la “Ética a Nicómaco”, de Aristóteles, que no deja de sorprenderme: “el mal se destruye incluso a sí mismo, y cuando es completo resulta insoportable”. Debo profundizar en el sentido de estas palabras, pero, en una primera aproximación, las entiendo como si se reconociese que es insoportable, literalmente, cohabitar con el mal, solo con el mal, sin una mínima chispa de bien.
Si el mal destruye, y no hace otra cosa, al final tendrá que destruirse también a sí mismo. Y ese apogeo de la destrucción conduce a la nada, a la aniquilación, que es incompatible con la vida. Donde hay vida no puede haber solo mal. Tiene que subsistir, al menos, un átomo de bien y de belleza.
Esta intuición de Aristóteles, si yo la entiendo correctamente, la veo confirmada por una frase de Benedicto XVI: “Es la misericordia la que pone un límite a mal”. O sea, la misericordia es la fuerza que impide que el mal lo destruya todo, incluso a sí mismo. Y que no permite que el mal sea completo.
En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI ejemplifica este límite del mal en la muerte del Señor en la Cruz. En esa muerte se cumplen las palabras del Salmo 34: “Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará”. Cuando el mal parece que es absoluto, no lo es. Se destruye a sí mismo y, a pesar de todo, no ha sido capaz de quebrar ni un solo hueso de Jesús. Ahí estaba el poder limitador de la misericordia.
Es muy significativo que se puedan encontrar tantos acuerdos entre un pagano – Aristóteles – y un Papa – Benedicto XVI - . Pero no debe causar extrañeza este acuerdo. La sinfonía de Dios es armónica. Dios nos habla en su creación y nos da la capacidad de interpretarla rectamente, gracias a la razón. Nos habla en su revelación, y nos permite descifrar las claves de su mensaje mediante la fe. Y, en cualquier caso, Dios pone límite al mal. Hasta tal punto que limita incluso el poder de la muerte – la aniquilación sería el triunfo del mal, de la destrucción - , convirtiéndola en vida.
La belleza de la fe radica, a mi modo de ver, en esta coherencia entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser; en la afinidad entre naturaleza y gracia; entre razón y fe. Rahner hablaría de lo trascendental y de lo categorial. Pero eso es, ya, el lenguaje de la teología, más alambicado que el lenguaje más simple de la fe.
La fe es bella porque es coherente con lo real, porque no niega nada de la dramaticidad de lo real, pero no se detiene en el absurdo de la destrucción, sino que abre un camino a la esperanza. No un sendero imaginario, sino ya transitado por Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
La belleza de la fe es innegable para quien la haya gustado, aunque sea mínimamente. Y, en el universo de la fe, que no es un universo paralelo, sino el fondo más sensato del mundo que todos compartimos, lo más convincente es la comunión de vida con Dios. Entre Dios y nosotros no hay un vínculo exterior, sino profundamente interior. La vida de Dios es nuestra vida. Y nuestra vida es, gracias al Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, la vida de Dios.
El Cristianismo es una realidad profundamente espiritual. Todo, absolutamente todo, las estructuras, las enseñanzas, los sacramentos, los mandamientos, tienen un solo fin: La unión con Dios; la vida en Dios. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Dios habita en nosotros, si no nos apartamos de Él por el pecado, como en un templo. Y así pone el mayor límite al mal. Así hace concreta su misericordia. Así hace resplandecer en el mundo la chispa de la belleza.
En muy pocas palabras: La santidad, que culmina la verdad del ser - la obediencia del ser -, es lo que frena el mal.
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