viernes, 20 de mayo de 2016

Las verdaderas diaconisas


(Oriol/ Germinans) La semana pasada fui a buscar una partida de bautismo de mi hijo a una parroquia de un humilde y antiguo barrio barcelonés, a cuyo rector he puesto a escurrir más de una vez en esta página, el cual, debo decirlo, me trató de maravilla, debiendo destacar, además, el práctico y pulcro sistema informatizado que ha confeccionado de sus registros parroquiales. Una vez finalicé la gestión de despacho, entré en el templo y pude observar que sigue contando con ese grupo de mujeres que mantienen la iglesia abierta y procuran que a la Casa de Dios no le falte de nada. Asimismo, los dos últimos domingos he frecuentado una parroquia germinante, situada en la más humilde periferia del extrarradio barcelonés y también hallé a un grupo extraordinario de mujeres, siempre juntas, que pasan el cepillo, participan de la liturgia, se encargan de las labores asistenciales y colaboran eficazmente con su párroco.

mbos casos pensé: ¡Ahí están las verdaderas diaconisas! ¡Qué sería de nuestras parroquias sin estas mujeres! ¡Si a la Iglesia la salvan ellas! Mujeres solas, probablemente viudas desde hace años, con una vida no precisamente fácil, cargadas de problemas e historias personales superadas con esa fe que mueve montañas, humildes, con sus vestidos de dos piezas, venidas muchas de ellas de pueblos perdidos de España, en los que para mantener una conversación con alguien ya solo te queda ir al cementerio. Convertidas, sin ningún afán, en el puntal diario de nuestra Iglesia.

Cuando se instauró el voto femenino en la segunda República, los partidos de izquierda se opusieron al mismo, al considerar que iban a decantar el voto a favor de la derecha, pues solo hacían caso a los curas. A ello les contestó Miguel de Unamuno: “Si son ellas quien manejan al clero”. Tenía su parte de razón, sobre todo en desvirtuar lo que era una desconsideración hacia las mujeres. Las han llamado beatas, filoteas, meapilas o santurronas. Han sido objeto de habladurías y chanzas; pero ellas han seguido impertérritas con su fe del carbonero, dando vida a una iglesia mortecina y permitiendo que nuestras parroquias se hallen abiertas, con el calor y la hospitalidad que les dispensan.

Faltan curas, pero no faltan mujeres. Las mujeres mantienen a la Iglesia. Las declaraciones del papa Francisco en su encuentro con las superioras religiosas han provocado una cascada de titulares respecto a la posibilidad de ordenación de diaconisas. Sin embargo, ha pasado desapercibido un párrafo que me parece fundamental. Dice el Papa: “El otro peligro, que es una tentación muy fuerte, y he hablado de ella muchas veces, es el clericalismo. Y esto es muy fuerte. El clericalismo es una actitud negativa. Y es cómplice porque se hace en dos, como el tango, que se baila de a dos. Es decir, el sacerdote que quiere clericalizar al laico, a la laica, al religioso y a la religiosa, el laico que pide ser clericalizado, porque es más cómodo”. Y contó una anécdota muy elocuente, referida al caso del diaconato: “Es curioso. Yo, en Buenos Aires, tuve tres o cuatro veces esta experiencia: un párroco bueno, que viene y me dice: ¿Sabe? Yo tengo un laico muy bueno en la parroquia: hace esto, hace lo otro, sabe organizar, se mueve, es verdaderamente un hombre de valor… ¿Lo hacemos diácono? Es decir, ¿lo clericalizamos? ¡No!, deja que siga siendo laico, ¡no lo hagas diácono!”

La polémica de las diaconisas parte de esta clericalización que denuncia el Papa. Necesitamos buenos laicos. Tenemos excelentes laicas. Dejémosles en su papel, que tan bien lo están desempeñando. No irá mejor la Iglesia porque los convirtamos en clérigos. Y estas palabras del Papa no deben ser interpretadas únicamente respecto a las hipotéticas diaconisas, sino a esa pléyade de diáconos permanentes que se han venido ordenando los últimos años, sobre todo en las diócesis catalanas. El papel del laico es primordial en la Iglesia. No los convirtamos en clérigos, en base a una supuesta falta de sacerdotes.

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