miércoles, 4 de mayo de 2016

En el Tanatorio . Por Jaime Varela


Hace unos días tuve que ir al tanatorio, lo que empieza a ser habitual. La verdad es que estaba lleno. No exagero si podría haber unas mil personas en total. 

Al terminar de saludar a los allegados del difunto, entré en la capilla para rezar un rato. La capilla en cuestión -más bien un oratorio, por el tamaño- tiene capacidad para unas 400 personas y está situada en uno de los pasillos centrales del tanatorio. Vamos, que no hay que buscarla para encontrarla. 

Pues allí me puse a rezar. 40 minutos a media distancia entre el Sagrario, al frente y la puerta a mi espalda. Según pasaba el tiempo, empecé a pensar en cuánto tiempo tardaría en entrar la próxima persona, pero allí no entraba ni un alma. Por fin al cabo de un rato entró un grupo de seis o siete personas de mediana edad. ¡Qué sorpresa cuando entraron! y… ¡Qué sorpresón cuando pregunté! No, no, no iban a rezar, ni a celebrar una misa, sino a hacer una cosa que se llama despedida civil. Allí entraron todos juntos, pasaron por delante del sagrario como si nada y -en este momento me hicieron salir- abrieron el féretro para despedirse del difunto. Pocos minutos después salieron todos, en silencio y cabizbajos. Luego entraron unas señoras a limpiar, que se llevaron un susto de muerte al ver a alguien en la capilla (lo digo de verdad, gritaron y todo) y, pasando por delante del sagrario varias veces, terminaron su faena. Poco después me fui. 

Al salir vi otra vez lo de antes, las mismas caras tristes, la misma gente desgarrada de dolor, familias destrozadas sin saber qué decirse y mucha, pero que mucha gente, sin esperanza. Vidas rotas que no encuentran consuelo porque no tienen una razón para vivir y porque no tienen una razón para morir. 

Y es que con Dios ya no compartimos ni las tristezas. ¿Quién nos ha llevado a este extremo? ¿Dónde ha quedado la esperanza? ¿Quién dejó de creer primero, tu generación o la mía? ¿Quién rompió la cadena de la fe, lo mayores o los pequeños? ¿Los de dentro, o los de fuera? Los jóvenes tenían derecho a conocer a Dios, pero los mayores se lo ocultaron y así, en aras de no «truncar su libertad» cometieron el bien intencionado error de truncar sus vidas, de crear individuos sin esperanza. El derecho a decidir se ha convertido en obligada indecisión, porque la estupidez humana no tiene límites y, tal vez, no tiene cura. 

Me dieron ganas de gritar a todos: ¡Ciegos! ¡Despertad! ¡Salid del ruido diario y constante de la absorbente vida moderna! ¡Dedicad ratos de sosiego y de paz a pensar en qué es la vida y en quién os la regala, segundo a segundo! ¡Pensad, y descubriréis que Dios es más real que vosotros mismos! ¡Pensad, y entenderéis que no ver a Dios detrás de todo es no ver nada en absoluto! ¡Hablad! ¡Hablad, con ese amigo creyente de verdad! ¡Con ese cura que te ayudó aquella vez! Y sabed que Dios es un caballero que no entra en la casa del que no le invita pero que, como dijo Jesucristo, al que le da paso Él y su Padre lo amarán y harán morada dentro de Él y su alegría llegará a plenitud. 

Y nosotros rezar, y rezar y rezar para que todos despertemos, cada vez un poco más, de nuestro letargo. 

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