sábado, 31 de agosto de 2024

¿Sabes lo que es un acto de desagravio?


La mayor riqueza que tiene la Iglesia católica es la Eucaristía, nada más sagrado por tratarse del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo

Cuando nuestro Señor Jesucristo prometió: «He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), nunca lo hizo en sentido figurado. Por supuesto, Él tenía que volver al lado del Padre para que viniera el Paráclito (Jn 16,7), pero ideó la manera de permanecer con nosotros, y lo hizo bajo las especies de pan y vino.

Por ello, San Juan Pablo II escribió en la encíclica Ecclesia de Eucharistia: La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no solo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación.

Todo atentado contra la Eucaristía es un sacrilegio

Entendemos, de esta manera, que cualquier ofensa en contra de la santísima Eucaristía se convierte en un acto gravísimo, cometiendo sacrilegio y mereciendo como castigo la excomunión. El Código de Derecho Canónico lo declara así:

Can. 1382 § 1. Quien arroja por tierra las especies consagradas, o se las lleva o las retiene con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; el clérigo puede ser castigado además con otra pena, sin excluir la expulsión del estado clerical.

El acto de desagravio

Habiendo ofendido al Señor con actos sacrílegos, es necesario desagraviarlo. Por ello, la Iglesia exige realizar actos de desagravio, que son oraciones de reparación, penitencia y perdón por las ofensas cometidas en contra de la santísima Eucaristía.

No hay manera de que, humanamente, podamos compensar a Dios por tanto que le ofendemos, pero algo podemos hacer para retribuir su inmenso amor.

Hay muchas maneras para desagraviar al Señor, como hacer procesiones, horas santas, actos penitenciales, oraciones, personales y comunitarias, frente al Santísimo y Misas, pero lo más importante será siempre demostrar nuestro amor al Señor sacramentado y mantener nuestro respeto a la Eucaristía, procurando inculcar en los demás los mismos sentimientos.

El valor de la Misa 

¿Nos hemos preguntado alguna vez cuánto vale una misa? Muchos santos sí lo hicieron y la Iglesia ha hablado de ello frecuentemente. Llama poderosamente la atención lo que dijo S.Bernardo de la misa: “Más merece el que devotamente oye una misa en gracia de Dios, que si diera todos sus bienes para sustento de los pobres”. Cuando se lee esta frase por primera vez puede alguien tener la tentación de pensar que es una hipérbole para exaltar un acto litúrgico y así provocar la asistencia al mismo. Por supuesto que ya es un buen aval que esta afirmación sea proclamada por quien lo dejó todo (y tenía una cómoda posición social y económica como hijo de los señores del castillo de Fontaines-le Dijon) para marchar a un convento cisterciense. Pero es que además S.Bernardo es uno de los Doctores de la Iglesia lo que añade autoridad y fuerza a sus manifestaciones. Quizá la razón definitiva que nos pueda convencer del gran valor de la misa es tan simple y a la vez tan sublime como la expresada por S. Alfonso María de Ligorio: “Con la misa se tributa a Dios más honor que el que puedan atribuirle todos los Ángeles y Santos del cielo puesto que el de éstos es un honor de criaturas, más en la misa se le ofrece su mismo Hijo Jesucristo que le tributa un honor infinito”. Y. no menos contundente, son las palabras del Santo Cura de Ars: “Todas las buenas obras del mundo reunidas no equivalen al Santo sacrificio de la misa, porque son obras de los hombres mientras que la misa es obra de Dios. En la misa es el mismo Jesucristo Dios y Hombre verdadero el que se ofrece al Padre para la remisión de los pecados de todos los hombres y, al mismo tiempo, le rinde un Honor infinito”. Esta sola razón- la misa es obra de Dios– nos hace comprender de un solo golpe el valor infinito de la misa. Meditando en ello ya no puede parecer exageración lo que dijo S.Bernardo ni tampoco las diversas manifestaciones de otras muchas personalidades católicas. Como ejemplo citamos dos de ellas:

“Oír una misa en vida o dar una limosna para que se celebre, aprovecha más que dejarla para después de la muerte” (San Anselmo)

“Más aprovecha para la remisión de las culpas y de la pena, es decir, para la remisión de los pecados, oír una misa que todas las oraciones del mundo»

Ahora bien, en la frase de San Bernardo subrayamos algo muy importante: devotamente, refiriéndose al modo de oír misa. Este vocablo va más allá de lo que supone una actitud de recogimiento y atención que todo acto litúrgico exige. Juan Pablo II nos lo ha explicado con gran profundidad en su encíclica “Ecclesia de Eucaristía”. En primer lugar, la asistencia ala misa presupone que nos ofrecemos a Cristo por entero, uniéndonos a su sacrificio: …Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecer también así misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que “al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la víctima divina y a sí mismos con ella”… Este ofrecimiento implica una esperanza para todos los hombres y especialmente para los más pobres como el mismo Papa nos dice: “ También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del lavatorio de los pies, en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf.Jn.13,1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como indigno de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11,17.22.27.34).

En segundo lugar, la misa es un acto colectivo de culto a Dios, pues formamos parte de una comunidad, de una colectividad que es la que constituye el Pueblo de Dios. Todos tenemos la obligación de dar culto a Dios y no basta el culto individual que cada uno puede darle individualmente. Así nos lo recuerda Juan Pablo II en la citada encíclica: “La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles.». Esta comunión, no obstante, ha de forjarse en la vida diaria aunque la misa puede consolidarla y perfeccionarla, tal como el Santo Padre nos dice: “La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección”. Por último, en tercer lugar, la participación en la misa implica una total subordinación a la doctrina oficial de la Iglesia manifestada por los Apóstoles y sus sucesores los Obispos: “El sacramento expresa este vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y en la acción del Espíritu Santo, nos una al Padre y entre nosotros, sea la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico”

Como conclusión Juan Pablo II nos dice: La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación. Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto. resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos. Meditando en el valor infinito de la misa y en la verdadera participación en ella, ¿podemos pensar en otra cosa que no sea acudir, si puede ser diariamente, a este don que Jesucristo nos ofrece para nuestra salvación? ¿Nos atreveríamos a decir que es una pérdida de tiempo cuando estamos ante el acto más sublime de nuestra liturgia?

No puede ser excusa dejar de ir a misa porque no tengamos ganas, pues sería como no ir al trabajo cuando no nos apetezca. Vamos diariamente porque sabemos bien su valor, porque nos proporciona el sustento y nos realiza profesionalmente. Lo mismo, sólo que en grado sumo, nos ocurre con la misa. Sabiendo que su valor es infinito no podemos dejar de asistir cuantas veces podamos. Tampoco puede ser excusa no asistir a su celebración porque nos aburre la homilía del sacerdote de turno, pues como dijo el P. Martín Descalzo: “Dejar la misa porque el sacerdote predica mal es como no querer tomar el autobús porque el conductor es antipático”

Nada es comparable, como hemos visto, al valor de una misa. Al hablar de esto nos viene a la memoria lo ocurrido en el siglo XVI. Francia sufría una tremenda lucha religiosa entre los protestantes (partidarios de Enrique IV) y católicos (que querían un rey católico). Como estos últimos constituían un grupo mucho más fuerte, el rey optó por abjurar del protestantismo y convertirse al catolicismo. Así se convirtió en el primer rey de la casa de Borbón. Desde entonces se popularizó la frase: ”París bien vale una misa”. Frase desgraciada, pues ni París ni el mundo entero pueden compararse con algo de valor infinito. Como creyentes hemos de recordar con devoción lo que nos cuenta Santa Teresa de Jesús cuando suplicaba un día al Señor que le indicara cómo podría pagarle todas las mercedes que le había dispensado y Él le contestó: “Oyendo una misa»

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