domingo, 9 de septiembre de 2018

«Effetá». Por César Franco

¿Hizo Jesús sacramentos? La pregunta puede parecer ociosa o meramente retórica, ya que los sacramentos fueron instituidos por él, como afirma la Tradición cristiana. ¿Cuándo, cómo, dónde? Son preguntas a las que responden los estudiosos mediante el análisis de las fuentes cristianas. Pero si tomamos la palabra «sacramento» en sentido amplio, Jesús hizo muchos sacramentos: gestos sensibles que trasmitieron la gracia, bien en el orden del espíritu o en el orden físico. Hoy, en el evangelio, Jesús parece que realiza un rito semejante al que hacemos sus ministros en la liturgia sacramental. Dice san Marcos que presentaron a Jesús un sordomudo y le rogaron que le impusiera las manos; le metió los dedos en los oídos, con la saliva le tocó la lengua, y, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», palabra aramea que significa: «ábrete» (Mc 7,34). Y quedó sanado.

No encuentro en los evangelios mejor descripción de un sacramento. La imposición de manos, el gesto que se sirve de la materia (en este caso, la saliva), la oración presentada como un gemido o suspiro y la palabra que trasmite la gracia de la salvación. Un sacramento es Cristo en acción, Cristo salvando. Es cierto que aquí no tenemos ninguno de los siete sacramentos instituidos por Cristo, pero sí aparece el fundamento mismo de los siete: la persona de Cristo que pasa por la vida de los hombres haciendo el bien, restaurando las heridas del pecado y cumpliendo la misión del Mesías: «Hace oír a los sordos y oír a los mudos» (Mc 7,37). No es extraño, pues, que la Iglesia introdujera en el rito del bautismo este gesto de Cristo, que, aún hoy, puede hacerse a discreción del ministro: tocar los oídos y la boca del neófito y decirle: «ábrete». ¿Hay signo más elocuente que éste para explicar qué es un sacramento?

Por el pecado, el hombre ha quedado cerrado en sí mismo. Vive en la sordera y en la mudez de la incomunicación con Dios y con el hombre. Todo pecado deja al hombre incomunicado. Nos cuesta reconocerlo, pero es así. Adán y Eva quedaron cerrados en su mutua soledad cuando pecaron. Se terminaron los paseos con Dios en el jardín al caer la tarde. Cada uno se cerró al otro privándose de una relación armónica, bella, libre de toda esclavitud. Y se cerraron a la misma creación, que se convirtió para ellos en fuente de sufrimiento, violencia y esterilidad. El pecado les sumergió en un caos que sólo Dios abrió a la esperanza con el anuncio de la salvación.

Cristo ha venido a vencer el caos del pecado mediante su acción sanadora. Y ha tomado los elementos de la naturaleza, hasta su propia saliva, para ungir al hombre y restaurarlo en la gracia perdida. Cada acción sacramental de Cristo es un retorno al orden de la creación, a la paz de Dios. Las últimas palabras del evangelio de hoy recogen la admiración de la gente ante el acción de Cristo: «todo lo ha hecho bien». Estas palabras recuerdan las del libro del Génesis, al concluir Dios la creación: «Vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1,31). Dios ha enviado a su Hijo para ofrecernos una nueva creación tomando los elementos de la primera y sanándola en su misma raíz. Cristo pasó haciendo el bien, y sigue pasando por la vida de los hombres en cada sacramento. Su misión es abrirnos a la bondad y belleza de todo lo creado que nos habla del Creador. En cada gesto suyo nos dice las mismas palabras que al sordomudo: «Ábrete», no te cierres en ti mismo, escucha la verdad, haz el bien, contempla la belleza. Ábrete a la gracia que pasa a tu lado y déjate sanar. Entonces los cielos nuevos y la tierra nueva brillarán en ti mismo con el esplendor del inicio y Dios, volviendo su rostro a ti, te iluminará con su luz increada y entenderás que su Hijo Jesucristo ha hecho bien todo, absolutamente todo; es decir, ha renovado la creación.

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