viernes, 3 de junio de 2016

Dios tiene Corazón. Pon Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre



Celebrábamos la Solemnidad del Corazón de Jesús, y nos hemos introducido en el mes de junio, tradicionalmente dedicado a la devoción al Corazón de Cristo.

El amor de Dios, presupuesto de la autoestima

La imagen del Corazón de Cristo y su mensaje de Misericordia, se presentan en el inicio del Tercer Milenio como auténtica “profecía” y “terapia” providencial. En esta cultura laicista en la que algunos afirman no tener más religión que “el hombre”, paradójicamente, somos testigos de tantas carencias afectivas, heridas necesitadas de sanación, desequilibrios psicológicos, dramas interiores… Me impresionaron mucho unas palabras pronunciadas por el cardenal de Viena, Mons. Christoph Schönborn, en el contexto del Congreso de la Divina Misericordia realizado en Roma: “Cuando los agnósticos enarbolan al “hombre” como bandera frente al sentido religioso de la vida, hagámosles ver la radical necesidad que éste tiene de misericordia”.

La experiencia nos está demostrando que la línea divisoria entre la presunción y la desesperación es prácticamente inexistente. Cuando más reivindicamos la autonomía del hombre frente al hecho religioso, más fácilmente caemos en el vacío interior, que nos conduce a la inevitable falta de autoestima. El paso de la jactancia y de la soberbia profesada en público, a la desesperación y al autodesprecio confesado en privado, es muy fácil y, de hecho, se da con mucha frecuencia.

En nuestros días, no son pocos los que han aprendido a aceptarse, a valorarse y a amarse a sí mismos, desde la experiencia del amor incondicional de Dios hacia cada uno de nosotros. ¿Si Dios me quiere, quien soy yo para despreciarme?

Dios goza y sufre con el hombre

Con frecuencia, nos hacemos una imagen de Dios fría e insensible hacia la suerte del hombre. Nos cuesta creer que nosotros seamos algo importante para Él. En efecto, si dejamos de lado la revelación bíblica, estamos condenados a referirnos a Dios en términos impersonales –cual si se tratase de una energía cósmica- y con una inevitable sensación de lejanía. Si Dios está tan “distante” y es tan “distinto” a nosotros, ¿en qué le puede afectar nuestra vida: nuestros aciertos y nuestros pecados; nuestras alegrías y nuestros sufrimientos?

En la encíclica Spe Salvi, el Papa nos recuerda una preciosa cita de San Bernardo de Claraval: “Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis” (Dios no puede padecer, pero puede compadecer). En efecto, el Dios infinito y omnipotente –en palabras de Benedicto XVI- “se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios” (Spe Salvi, n. 39).

Corazón: entrañas regeneradoras

En aquel Congreso Mundial de la Divina Misericordia celebrado en Roma, uno de los ponentes de habla portuguesa, el brasileño P. Marcial Maçianeiro, realizaba una hermosa e interesante disertación de teología bíblica, en la que explicaba que en el lenguaje bíblico se da una equivalencia entre los términos “corazón” y “entrañas”.

El corazón (“leb”, “kardia”) es sinónimo del útero (“rahamin”, “splanchana”); de manera que cuando confesamos el amor de Dios en la imagen del Corazón de Jesús, en el fondo, estamos manifestando nuestra fe en que el amor de Dios nos “gesta” a una vida nueva. El Corazón de Cristo es la imagen del amor materno de Dios que, en su potencia regenerativa, nos sana, nos rescata, nos rehace, nos perdona… Por ello, no nos cansaremos de confesar: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Ti confío!”

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