miércoles, 3 de febrero de 2016

Feminismo cristiano. Por Pedro Trevijano


Cuando pensamos en el feminismo, inmediatamente nos acordamos del feminismo radical de los últimos años, y nos olvidamos de que las mujeres siempre han pretendido, como es lógico y humano, hacerse respetar. De hecho, el Diccionario de la Real Academia nos da esta doble acepción de feminismo: 1) Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres. 2) Movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres.

Está claro que los procesos de democratización han ensanchado las posibilidades de participación de la mujer en los diversos ámbitos, como pueden ser la educación, la economía, la cultura y la política. El feminismo moderado insiste en lo específicamente femenino y defiende sus derechos y libertades, afirmando que las mujeres tienen derecho a intervenir en los diversos campos, sin por ello poner en peligro ni la maternidad, ni la familia, ni su promoción personal y profesional.

La lucha por los derechos de la mujer forma parte del proceso de transformación que busca la igualdad, la justicia social y la libertad. Exigen igualdad de oportunidades y salarios, pero al mismo tiempo cultivan su personalidad de mujeres. El progreso femenino no consiste en asemejarse al varón, sino en desarrollar libremente sus posibilidades. Este feminismo defiende la dignidad de la mujer en la familia, en el trabajo y en la vida social, siendo cada vez más frecuente la existencia de mujeres de indiscutible prestigio que consiguen combinar en sus vidas estas tres realidades.

Pero es evidente que el gran paso adelante de las mujeres ha sido obtener el derecho a la cultura y al estudio. Y es que la educación se halla a la base de cualquier otra reivindicación, pues las posibilidades de rebelarse a su suerte de manera efectiva disminuyen en la mujer inculta o analfabeta. En todo caso “aumenta en la conciencia común el debido reconocimiento de la dignidad de la mujer. Indudablemente queda aún mucho camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir”(Juan Pablo II, Carta a los ancianos, nº 4, 1-X-1999).

Pero hoy quiero hacer referencia a dos grandes mujeres feministas cristianas: Santa Ángela de Merici y la Venerable Mary Ward.

El 27 de enero la Iglesia conmemora a Santa Ángela de Merici, fallecida en 1540. Se preocupó de enseñar el catecismo ante la ignorancia religiosa de las niñas, lo que le llevó a fundar la primera compañía religiosa dedicada a la educación de niñas y jóvenes pobres, sin pronunciar votos y sin clausura, lo que no le hizo las cosas más fáciles. Comprendió que su vocación era la de la asistencia espiritual y material de las jóvenes.

En ese tiempo la escuela era sólo para las familias distinguidas y reservada también a los hombres. Dios le concedió el don de consejo y el de retener aquello que leía, lo que le permitió ser una gran educadora a pesar de sus escasos estudios. La transformación de la Compañía en Orden religiosa después del Concilio de Trento (1545-1563) obligó a las Hijas de Santa Ángela a entrar en un claustro.

Herederas de Santa Ángela, las ursulinas, nombre que tomaron por la devoción de Santa Ángela a Santa Úrsula, se han dedicado a la tarea educativa de la juventud a través de los siglos. Santa Ángela fue canonizada por Pío VII en 1807.

En cuanto a Mary Ward (1585-1645), de la que hay una muy buena biografía por José María Javierre titulada La Jesuita y publicada por LibrosLibres, nacida en una familia católica inglesa en plena persecución religiosa, emigra a San Omer, entonces en los Países Bajos españoles, donde funda una comunidad religiosa que se dedica a la enseñanza de niñas, tanto ricas como pobres, enfocada a apoyar la fe católica en su patria formando a niñas inglesas. Apoya el quehacer de la congregación en virtudes religiosas y la inspira en la espiritualidad y organización ignacianas. Abre varias casas, pero es el abandono de la clausura lo que más controversia causaba con las instituciones eclesiásticas. Por lo demás, para llevar a cabo su misión apostólica, pretende suprimir la clausura, el coro y el hábito, gobernarse por sí mismas, con obediencia al Papa pero con exención de la jurisdicción episcopal y masculina. Estos dos últimos puntos decía haberlos aprendido de San Ignacio, y de ahí el nombre de «jesuitisas».

En Roma fue acogida en una atmósfera cordial, pero las acusaciones del clero secular inglés, que hacían hincapié en la ausencia de la clausura, molestos además por una fundación femenina de carácter jesuita, retrasaron la decisión papal, que con Urbano VIII fue contraria, ordenando el Papa en 1625 el cierre de las instalaciones del instituto en Italia. Siguieron unos años en que con el favor del Elector Maximiliano de Baviera abrió un colegio para niñas en Múnich y se dieron otras fundaciones en Centroeuropa.

El 13 de enero de 1631, Urbano VIII publicó la Bula Pastoralis Romani Pontificis, de la que proceden estas palabras: “Decidimos y decretamos con autoridad Apostólica que la pretendida congregación de mujeres o vírgenes llamadas jesuitisas y sus modos de vida y estado han sido nulos e inválidos desde su mismo comienzo y sin ninguna fuerza ni valor. Y porque se produjeron de hecho, con la misma autoridad suprimimos y extinguimos de raíz y completamente, sometemos a perpetua abolición y enteramente quitamos, borramos y abrogamos, y queremos y mandamos que por todos los fieles se tengan y reputen por suprimidos”. La Bula de Urbano VIII supuso el cierre de todos sus colegios, y a ella le costó la cárcel en Múnich bajo acusaciones de "herética, cismática y rebelde": "Sufrir sin culpa no es carga... Iré gustosa a la cárcel que deseen"...

Despues de unos meses el mismo Papa ordenó sacarla de la cárcel en cuanto supo que la habían apresado, y la recibió poco después en Roma. En su entrevista con él, ella le dijo: “Ni he sido, ni soy hereje”. Mary recomenzó abriendo una nueva casa en Roma bajo la protección del Papa aunque no eran reconocidas como “religiosas”...

Murió catorce años más tarde (1645) en York, su país natal, con sensación de fracaso, pero su obra siguió adelante y fue además motivo de inspiración para muchas fundaciones femeninas posteriores. Su obra continuó sobre todo en Alemania y hoy está en los cinco continentes. Gracias a la fidelidad de sus primeras compañeras sobrevivieron varias casas bajo la protección de algunos obispos. A comienzos del siglo siguiente, Clemente XI aprobaría definitivamente las Reglas (1703) y el Instituto de la Bienaventurada Virgen María sería reconocido en 1877.

Tanto la una como la otra se vieron sostenidas por visiones, que les llevaron a permanecer siempre en la obediencia y en la práctica de virtudes heroicas. Ángela está canonizada. María Ward, superados ya los prejuicios y reconocida como fundadora por Pío X, fue declarada Venerable en el 2009 por Benedicto XVI, que había hecho el Jardín de Infancia con las religiosas de María Ward y por tanto las conocía bien.

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