jueves, 11 de febrero de 2016

Carta semanal del Sr. Arzobispo


Una vieja palabra prohibida: la misericordia

Una de las palabras más netamente cristiana y que sólo los labios creyentes se atreven a pronunciarla en tiempos de endurecimiento y de violencia, es la palabra “misericordia”. Para los prepotentes, la misericordia es sinónimo de debilidad, y por ese motivo la evitan, la ridiculizan, mientras maquillan su fortaleza de barro para creer que son inexpugnables, invencibles, imbatibles. La vida luego nos ha enseñado tantos casos, tantísimos, en los que esas enormes figuras construidas sin el sólido fundamento de la verdad y la bondad, terminan siempre de modo trágico cayendo en el abismo que sus propias pretensiones falaces y tramposas se habían imaginado.

La misericordia significa tener un corazón capaz de conmoverse ante cualquier desvalimiento y pobreza, para salir al encuentro de quien necesita precisamente una mirada y un abrazo que lo redima en su triste suerte. Por eso la misericordia en la Biblia es un atributo divino, y como recuerda el papa Francisco en su mensaje para la Cuaresma que acaba de dar comienzo, «la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales».

Si somos hechos a imagen y semejanza de Dios, es bueno saber que viviendo la misericordia es una manera hermosa y verdadera de parecernos a nuestro Creador. Él tiene esa entraña y Él gasta de esa bondad. En esta Cuaresma se nos invita a profundizar en este sentido en lo que el Santo Padre ha querido señalarnos con este año jubilar dedicado a la misericordia. Sin duda que encontraremos tantos motivos para una conversión del corazón, de las actitudes, de la propia vida cristiana personal, cuando en estas semanas que nos acompañarán hasta llegar a la Pascua podamos trabajar en todo cuanto se nos ha podido adentrar e instalar en el alma haciéndonos inmisericordes.

El papa Francisco no usa medias tintas al señalar esa actitud que se esconde en la prepotencia: «el pobre más miserable es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino para sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento… que va acompañado de un soberbio delirio de omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco «seréis como Dios» (Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado. Ese delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo, basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos».

Hagamos este camino cuaresmal abriendo nuestro corazón a la misericordia para ser testigos de la misericordia de Dios. Es un trabajo espiritual para cuidar la imagen de Dios en nosotros que ha podido quedar desdibujada, rayada, irreconocible, cuando tenemos sentimientos, pensamientos y conductas que no llevan el sello entrañable y bondadoso de la misericordia de Dios.


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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