domingo, 28 de julio de 2013

Ante la tragedia de Santiago. Claro que la Iglesia estuvo allí. Aunque lo hayan querido ocultar

 

(De la Cigoña) La víspera de la festividad del Apóstol, con Santiago en fiestas, una tragedia ferroviaria, sin parangón en los últimos cuarenta años, llenó de consternación a la ciudad apostólica y a España. Un número elevadísimo de víctimas, entre muertos y heridos, algunos de estos últimos de extrema gravedad, hacen que otros acontecimientos, tan importantes como la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro, pasen en nuestra patria a un segundo plano. Hoy estamos con los muertos, con los heridos, con sus familias. Días habrá para que nos ocupemos de otras cosas.
Semejante catástrofe tiene un evidente impacto social. Y mil respuestas. Importantísimas personalidades, el Papa Francisco, el Presidente Obama, han hecho llegar sus condolencias. La fatal noticia ha sido acogida en todos los medios del mundo. A Santiago llegaron los Reyes de España, el presidente del Gobierno, para sumarse al dolor general. Pero mi página no quiere ser de sucesos ni de pésames, aunque por supuesto vaya a todos los que sufren el mío de todo corazón. Aquí hablamos de Iglesia y de unos hermanos que han comparecido ante Dios. Y la Iglesia es como si no hubiera existido para los medios. Comportamiento ejemplar de los vecinos de la zona del accidente, de policías, bomberos, donantes de sangre, psicólogos, personal sanitario… Y la Iglesia pareció no existir. Nadie se hizo eco de su presencia. Y como era de suponer allí estuvo. Aunque en el mundo secularizado de hoy eso no fuera noticia. Por fin un periódico se hizo eco de que un sacerdote, Ricardo Vázquez, director espiritual del Seminario, se multiplicó con heridos y familiares en presencia agotadora. Y estoy seguro de que con él hubo bastantes más sacerdotes llevando los auxilios de la religión a quienes los necesitaban.
Y una vez más la conveniencia de la identificación. Porque no es lo mismo una persona con clergyman que otro que lo primero que tiene que acreditar es que se trata de un ministro de Jesucristo. Los policías iban de uniforme. Y los bomberos. Y los sanitarios. Triste sería que los sacerdotes parecieran unos vecinos más, como los que llevaban una manta para cubrir los cadáveres o los que ayudaban a sacar a los heridos de aquel infierno. Flaco favor a las víctimas, que alguna podría recabar un sacerdote, y a la misma Iglesia. Ya que si iban camuflados nadie se enteraba de su presencia.
Al día siguiente, en la misa del Apóstol, hubo como no podía ser menos, evocación de la tragedia y sufragio por los muertos. Pero el arzobispo de Santiago, Don Julián Barrio, no estuvo en mi opinión afortunado. Claro que eran momentos trágicos y muy difíciles en los que no cabía aumentar el dolor de los afectados. No era seguramente el día de la homilía sobre los Novísimos. Pero tampoco de pasarse por el otro extremo. Oraciones, consuelos y por supuesto una puerta abierta a la esperanza que Dios es Padre misericordioso. Y los humanos no sabemos el peso de las cosas que Dios mide en sus altas balanzas de cristal.


Telegrama del Santo Padre al Arzobispo de Santiago

Excmo. Mons. Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela

Al ser informado del grave accidente ferroviario ocurrido cerca de Santiago de Compostela, que ha provocado numerosas víctimas y cuantiosos heridos, profundamente apenado, he elevado una ferviente plegaria al Señor por todos los fallecidos y damnificados en este trágico suceso.
Con sentimientos de intenso dolor, ruego a Vuestra Excelencia que tenga la bondad de hacer llegar a cuantos han sufrido esta desgracia y a sus familiares mi cercanía espiritual, mi fraterno afecto y mi emocionada solidaridad, asegurándoles al mismo tiempo que ofrezco sufragios por los difuntos y oraciones por todos los que se encuentran maltrechos en estos momentos de aflicción, pidiendo a Dios su pronta y total recuperación.
En este día, en el que la Iglesia se encomienda a la intercesión del Apóstol Santiago, celestial patrono de España y testigo resucitado, junto a mis expresiones de aliento para todos los hijos de esas nobles tierras, imparto de corazón una particular bendición apostólica, portadora de la esperanza que viene de la fe y del consuelo que ofrece el auténtico amor.
FRANCISCO PP.


 

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