martes, 29 de julio de 2025

Homilía del Sr. Arzobispo en el Centenario de la A.N.F.E.

Tiene la noche su encanto. Y alberga tantos escenarios en donde las personas atraviesan los distintos avatares que durante el día se viven y expresan de otra manera. Noche de descanso donde nuestros ojos se cierran entregados al sueño que repara. Noche de trabajo donde se velan enfermos en los hospitales, se limpian las ciudades retirando sus basuras, se vigilan las inseguridades para que no haya bandidos que nos asalten. Noche de versos y de besos, donde los amantes se dicen y ofrecen requiebros enamorados para crecer como esposos y como padres. Noches de vigilia donde algunos creyentes comprenden que es la hora preferida del Maestro, y aprenden de Jesús no sólo a estrenar cada amanecer orando, sino también trasnochando cada tarde para escuchar palabras que tienen vida y no engañan.

En esta noche estival, celebramos un centenario especialmente sentido y querido por la Adoración Nocturna Femenina en Asturias. Al poco tiempo de ser iniciada esta corriente espiritual en Valencia por doña Anita Adrién Mur, tras la creación de la Adoración Nocturna Española por el venerable Luis de Trelles casi cincuenta años antes.

Hay muchas presencias cristianas que concretan el mandato apostólico de Jesús a sus apóstoles. La tierra se ha convertido en el mapa de las andanzas misioneras de tantos cristianos que llevaron hasta los finisterres varios la Buena Noticia del Señor. Y no habrá etapa humana sin que cuente con la labor catequética en los niños, en los jóvenes, en los adultos, en los ancianos. Igualmente, jamás faltará ese ímpetu evangélico en la educación, en la sanidad, en las pobrezas diversas de las periferias humanas. Son tantos carismas que el Espíritu Santo ha ido suscitando a través del tiempo durante estos dos mil años.

Pero Dios hizo ver que la noche es un ámbito para adoración. Y se abrirá este cauce para vuestra plegaria: adoradoras en la oscuridad de la noche de la historia, en las tinieblas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. En medio de la oscuridad, os postráis ante quien es la Luz con su presencia eucarística resucitada. Es una preciosa actitud, y bello camino cristiano que en nuestra diócesis de Oviedo también se goza como un don para vosotras en primer lugar, pero para toda la comunidad diocesana a través de vuestro gesto orante y adorante en la noche. Pido al Señor que seáis testigos de esa hora que Jesús también escogió para escuchar y adorar al Padre, en la que oró antes de entregarse redentoramente a su Pasión. Y que nos ayudéis a crecer en esta conciencia agradecida de cómo en la noche de nuestro mundo brilla siempre una luz bendita que jamás nos declina. Santa María de la Luz, alumbre nuestros caminos y tenga encendida la lámpara de nuestra fe que se hace adoración en la noche.

En estas horas vespertinas del domingo, la Iglesia nos proclama la Palabra de Dios que nos permite ahondar en algo que tiene que ver con vuestro camino de adoradoras. Puede parecer una paradoja que hace difícil su comprensión, pero hay ausencias que te queman, precisamente por echar en falta algo que de verdad amas y quieres. Santo Tomás definía la tristeza precisamente como la nostalgia por un bien ausente. Una “ausencia ardiente” es la experiencia orante cristiana: estar ante Alguien que aunque nuestros sentidos no puedan mecer ni abrazar su fi­gura… sin embargo ¡está! Los fantasmas no queman, ni seducen, ni transforman. Hay presencias, que aun en la distancia, son capaces de llenar nuestros rincones cotidianos de una verdadera alegría, y sacarnos de lo banal y frívolo para regalarnos una existencia lumi­nosa y amable.

Estas presencias, incluso cuando físicamente están ausentes, nos col­man y nos alumbran, arden dentro hasta hacernos completamente nuevos… ¿no es éste, acaso, el terruño común de todos los místicos contemplativos y de todos los aman­tes enamorados? No sabes por qué, las cosas siguen estando en el mismo sitio, y la fa­tiga del camino no se nos ahorra, pero, sin embargo, cuando alguien nos habita en los adentros, nos quema en su estar y en su ausentarse; la vida nos parece diferente y nos sabe a nuevo hasta lo que nos cansaba y aburría hasta troncharnos; y un no-sé-qué que nos deja siempre balbuciendo transforma todos nuestros sopores oscuros en estupores de luz, cambiando el hastío en alegría. Este es el proceso de un enamoramiento. ¡Presencia y ausencia… ardientes!

En la primera lectura que hemos escuchado del libro del Génesis, se nos presenta a Abraham que intercede ante Dios para que su presencia venga a salvar nuestras ausencias como humanidad díscola y descolocada. Así porfiará Abraham ante el Dios aparentemente “Ausente” para que tenga piedad de los torpes hombres “presentes” que se despeñaban en el derrotero de su maldad (cf. Gén 18, 20‑32). Es el grito de los orantes que siempre han intercedido ante Dios para bien de su propio pueblo. Así el salmista nos ha dicho conmovido: «Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos» (Sal 137). O más todavía, es el precio que Jesús ha pagado para que nuestra vida tuviera una salida completamente dada en gracia y siempre inmerecida, como ha recordado Pablo en la segunda lectura de la carta a los Colosenses (Cf. Col 2, 14).

Dios siempre sale a nuestro encuentro, jamás nos deja de su mano y sus ojos siguen todos nuestros pasos vayan por donde vayan. No es un Dios distraído y olvidadizo al que tuviésemos que recordar lo inolvidable. Pero orar ante Él, tomar conciencia de su presencia en la aparente ausencia que tanto nos arde, es algo que nos hace bien a nosotros: nos viene a recordar ese amor suyo hacia nosotros que Él jamás olvida.

El evangelio de este día profundiza en esta inquietud. Aquella vez, Jesús arrancó de aquel discípulo ese deseo: «enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Le veían madrugar cada mañana y prolongar cada noche, para ponerse al amparo filial de su querido Padre. Los discípulos intuían que ahí había un secreto en las palabras de vida y en los signos y milagros del Maestro que por doquier veían y escuchaban. Es la seducción de los ojos del Señor que se abrían al sol y al calor del Padre Dios cada día. Y como en toda vivencia amorosa, también el Rostro humano de Jesús volvía encendido y asemejado al del Rostro de su Padre. Son las palabras audaces y hermosas de un místico como San Juan de la Cruz: «los ojos deseados que tengo en mis entrañas di­bujados» (Juan de la Cruz. Cántico espiritual,12). La pregunta del admirado discípulo dio lugar a esa maravillosa respuesta de Jesús: «cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre…» (Lc 11, 2).

El camino que Jesús propone no es un subterfugio espiritualista ni humanitarista, aunque sí sea una propuesta tremendamente humana y espiritual. Es decir, la oración del Señor es el fiel reflejo de su vida, en la cual Dios y el hombre no aparecen como ri­vales: dos amores distintos, pero sencillamente inseparables. Jesús llevará al Padre los gozos y dolores de los hombres, y llevará a éstos el consuelo y la paz que Él mismo escucha en su Padre (Jn 17, 1-26). Estamos ante la manera con la que Dios rezaba a Dios, ante el modo filial con el que Jesús hablaba con su Padre. Son esas siete peticiones en las que la vida entera se hace plegaria.

Esto se refleja en el Padrenuestro desde la invocación inicial: Padre (Abbá), que tiene ese tono cariñoso y confiado propio de los niños ante sus progenitores, un Padre que es nuestro, de cada uno y de todos sin confusión y sin separación. Tres peti­ciones referidas a este Padre: que su Nombre sea santificado, es decir, respetado, pronunciado en se­rio, reconocido y jamás tomado en vano; que venga su Reino, es decir, su proyecto de amor y gracia sobre la historia y sobre cada persona; y que su voluntad y querer sea lo que cada uno de nosotros buscamos. Esta primera palabra más las tres invocaciones siguientes, concluyen con tres peticiones más, relacionadas con los que hacen esta oración: pedir el pan de cada día, la paz de cada perdón (tomando como medida no nuestra tolerancia o generosidad, sino la actitud del mismo Dios: tratar a los otros como nos trata el Señor, es decir, misericordiosamente), y no caer en la tentación del maligno, sean cuales sean sus señuelos y engañifas.

La oración del Padrenuestro es la más genuinamente cristiana. No es la plegaria hermosa de un santo piadoso que nos comparte sus besos orantes a Cristo, ni la de un cristiano poeta sensible con sus inspirados versos, sino la manera con la que el mismo Jesús oraba, que abriéndonos la entraña de su alma ha permitido que aprendiésemos cómo se reza de veras. Llevar en el corazón a Dios y a los hermanos, hablarle a Él de ellos y a ellos de Él.

Es la oración primera que aprendimos de niños, la última que rezarán por nosotros el día que muramos. Aquí tenemos las palabras para que la presencia ardiente de Dios nos alumbre e ilumine en este momento de nuestra vida que tiene los años de nuestra edad y el domicilio de nuestra circunstancia. María, que es madre y educadora, nos enseñará también a orar como hizo con los discípulos en el cenáculo esperando la llegada del Espíritu Santo prometido por Jesús. A ella nos encomendamos para que nos enseñe a rezar el padrenuestro con nuestras lámparas encendidas adorando al Señor resucitado en su santa Eucaristía dentro del misterio de la noche. Amén.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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