sábado, 22 de octubre de 2016

Reflexiones a la Palabra. Por Fray Gerardo Sánchez Mielgo O.P.

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Proseguimos el itinerario que nos conduce a Jerusalén. Seguimos en peregrinación y en el aprendizaje de los discípulos. Hoy proclamamos otra parábola, breve pero particularmente significativa.

1ª) ¡Ay de los que se sienten seguros de sí mismos!

Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás. El talante espiritual y religioso de los fariseos nos es bien conocido. Aunque es cierto que los evangelistas cargan las tintas en algunos aspectos que exageran la situación. Eran un amplio grupo y, en muchos aspectos, selecto en sus prácticas y en su rigurosidad. Practicaban meticulosamente la ley de Moisés en todos sus extremos. Acudían asiduamente al servicio sinagogal porque estaban extendidos por todo el país. Hacían limosnas de sus bienes. Eran rigurosos en las leyes de pureza ritual. Creían en la resurrección de los muertos y en una vida en el más allá feliz y para siempre. Creían en los ángeles. Tenían en gran aprecio la Escritura ( a la que añadían, como una segunda parte, la Tradición Oral que valoraban al igual que la Escritura). Se dedicaban asiduamente a la oración. Pero se sentían los puros, los segregados y los santos. Despreciaban a los negligentes, descuidados y poco practicantes de lo que para ellos constituía algo esencial. Eran pocos los inclinados a practicar la misericordia, la comprensión y la acogida de quienes no pensaban o vivían como ellos. Se consideraban una clase privilegiada y no comunicaban fácilmente con los publicanos y pecadores. Este modo de conducir su vida les hacía orgullosos y muy seguros de sí mismos. La seguridad del cumplimiento riguroso de la ley de Dios y de los preceptos rabínicos que lo tenían todo previsto y ordenado, les hacía estar muy pendientes del mérito y premio de sus obras; llevaban un control meticuloso de las obras meritorias, pero despreciaban a los demás. Este rasgo es uno de los más fustigados por Jesús. Este desprecio por los demás se traducía en la incisiva actitud de murmuración y protesta contra Jesús (hasta convertirse en persecución) por su modo de conducir su vida y su trato con los que estaban en estado permanente de impureza ritual y legal: precisamente los que acompañaban frecuentemente a Jesús. Este desprecio les hacía despiadados, incapaces de practicar la misericordia.

2ª) ¡Éste bajó a su casa reconciliado con Dios y aquel no!

Éste bajó a su casa justificado y aquél no. El fariseo, se encuentra en la parte más visible del templo porque ese era su talante y su costumbre: hacer su oración ostensiblemente. Repasa sus obras; agradece a Dios que no es como los demás; está orgulloso de no ser como aquel pobre publicano (¡lo desprecia!). ¿Pudo hacer una oración mejor? Su conducta parece intachable. Pero adolecía de lo principal: no experimenta la gratuidad de Dios. En el fondo no sabe quién es ese Dios al que ora y adora. No ha descubierto el verdadero rostro de Dios. El publicano, se mantiene lejos, oculto, avergonzado de ir más adelante. Y se limita a citar las primeras palabras del Salmo 51: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Y sigue recitando el Salmo y en él encuentra esta expresión: un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias, Señor. El publicano sólo puede ofrecer a Dios una vida rota, un reconocimiento sincero y un corazón quebrantado y humillado (¡semejante al hijo pródigo!). Dios tiene amplio margen de actuación. Y lo hace: le acepta, le abraza, le perdona y le devuelve a su amistad. Dios se ha complacido en la actitud del publicano. En poco tiempo ha llegado más hondo al corazón de Dios, ha entendido mucho mejor quién es verdaderamente el Dios de Jesús: un Padre lleno de misericordia y dispuesto siempre al perdón. La justificación es un don gratuito de Dios que lo reciben los que se abren a su gracia y misericordia. Andar en la humildad es andar en la verdad. Y en la verdad se hace presente la Verdad Suma. He ahí dos modelos ejemplares que se daban en tiempos de Jesús. Y que siguen siendo una advertencia para los creyentes de nuestro tiempo. Sólo desde ahí podemos ser testigos convincentes en un mundo que los necesita con urgencia.

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