jueves, 27 de octubre de 2016

Carta semanal del Sr. Arzobispo


Malva de noviembre, oración por la vida tras la muerte

Estamos a las puertas de noviembre, ese mes que tantos artistas y escritores han pintado y descrito como un mes ceniciento en malva, con colores pastel y estrofas de añoralgia en el otoño tardío. En este ambiente sereno comenzamos en breve a tener esa doble memoria: los santos y los difuntos, haciendo un alto en nuestras habituales correrías para encarar una vez más el recuerdo de los santos que en el mundo han sido y los difuntos que no queremos ni sabemos olvidar. A quien hemos querido de verdad jamás sale de la memoria ni del corazón: son palabras, consejos, mil ejemplos que se nos agolpan. Ahí están esas personas que nos han precedido en la aventura de vivir y que han sabido sembrar en nosotros tantas cosas luminosas, tantos sueños compartidos, algún sufrimiento pasajero y tantos buenos ratos por los que brindar conmovidos mientras damos gracias.

Los cristianos no somos solamente gente agradecida que no olvida sus ancestros y las personas que nos regalaron su afecto, su tiempo y su hogar. Esto lo hace con noble sentimiento cualquier persona de bien. Pero llegadas estas calendas, a los cristianos no es que se nos ponga cara de crisantemo vistiendo de violeta nuestra usanza. No se trata de un mes incómodo y tristón que queremos pasar de puntillas para que no nos afecten unos días inevitables antes de adentrarnos en el diciembre de la navidad. La hondura del sentir de nuestro pueblo cristiano, ha querido en ese mes rendir memoria a nuestros difuntos, pero no como se recuerda a alguien con nostalgia triste y plañidera para acabar sólo constatando cómo se pasa la vida tan callando, como decía el poeta Jorge Manrique.

¿Cómo hacemos pues, los cristianos, este recuerdo de nuestros difuntos? En primer lugar, lo hacemos con toda la dignidad de quien sabe agradecer los dones que de otros hemos recibido. Y miramos el álbum de la vida, para recordar con gratitud a esas personas que con su nombre y con su gracia, han sido para cada uno una bendición. Familiares, amigos, compañeros… todos están ahí en nuestro recuerdo más entrañable y lleno de gratitud.

En segundo lugar lo hacemos no como quien recuerda la derrota que ha infligido la muerte en aquellos que jamás quisimos que se nos fueran, sino como afirmación de la vida y su triunfo. Porque hay lágrimas que pueden ser de protesta, de rebelión blasfema incluso, por el imparable golpe frío de la muerte, como sucede en quienes lloran hasta la desesperación. Pero también hay lágrimas –llanto al fin– que sencillamente desahogan un sentir y hasta logran contar humildemente una verdad: que no nos queremos resignar sin más a la muerte, porque hemos nacido para la vida. Son las lágrimas creyentes que logran bañar una exigencia de nuestro corazón: la felicidad para la que hemos nacido y para la que ni siquiera la muerte nos logra separar.

En tercer lugar, y como la más hermosa consecuencia, los cristianos vivimos el recuerdo de nuestros difuntos desde esa virtud de la esperanza. Que la muerte, la de los nuestros más nuestros y hasta la nuestra propia cuando nos llegue el adiós, es tan sólo una palabra penúltima, un hasta luego sin par, un dejar suspendido el tiempo mientras nos adentramos en la eternidad. Por eso, además de la gratitud, además de nuestras lágrimas creyentes con las que el corazón afirma su fe en la vida, también rezamos por el descanso eterno de quienes para ese destino bondadoso y feliz fueron creados. Agradecer el recuerdo, creer en la vida y orar esperanzados. Así hacemos los cristianos nuestro homenaje creyente a los fieles difuntos mientras dura la espera del eterno reencuentro con Dios y con todos los santos.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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