viernes, 1 de julio de 2016

Eukaristomen. Por Guillermo Juan Morado


Me ha dejado con la boca abierta el breve discurso pronunciado por el papa Benedicto XVI con motivo del 65 aniversario de su ordenación sacerdotal.

Es muy difícil decir más en tan poco tiempo. Y es muy difícil decirlo mejor. A Benedicto XVI se le ve frágil, por su edad, pero es evidente que su cerebro funciona a la perfección.

Entre los motivos de credibilidad de la Iglesia, entre las razones que mueven a pensar que lo que anuncia el Cristianismo es bastante razonable, tanto como para ser digno de ser creído de modo responsable, están los grandes hombres.

Y la lista es enorme. El primer puesto corresponde a Nuestro Señor – que es el Hijo de Dios hecho hombre - . Pero, dejando a parte a la Virgen, ya que no es cuestión de igualarla a nadie, encontramos a san Pedro y a san Pablo. A san Francisco y a santo Domingo. Y a santa Teresa y a san Ignacio. Y al beato Newman, a santa Teresa Benedicta de la Cruz, a san Juan Pablo II. Y a tantos y tantos. Entre ellos, a san Agustín y santo Tomás.

Entre esos grandes hombres – no me obliguen a tener que usar el lenguaje inclusivo, especificando “hombres y mujeres”, ya que las mujeres son seres humanos – yo cuento al papa Benedicto XVI.

No solo es el mejor teólogo vivo, sino que es, asimismo, un maestro de la palabra, tanto en el lenguaje oral como en el escrito.

Yo le oí a un profesor portugués comentar que los mejores teólogos-escritores de la época moderna eran, a su juicio, tres: Newman, Guardini y Ratzinger. Estoy plenamente de acuerdo. A Guardini le conozco menos, pese a haber leído muchas cosas suyas. A Newman y a Ratzinger, les he leído bastante. Siempre, ambos, al borde de lo humanamente soportable.

Tendemos a soportar – yo, al menos – lo mediocre. Lo que va más allá de esa triste medida no lo soportamos, sino que nos maravilla. Pero esa capacidad de sentir una gran admiración nos recuerda, pese a todo, nuestro origen y nuestro destino.

Y es un don de Dios poder experimentar esa admiración. Es como una huella que Dios ha imprimido en nuestras almas. Algo así como la “potencia obediencial”, la capacidad, puramente pasiva, de ser elevados, por la gracia, a un orden nuevo que nos sobrepasa a todos.

Me siento agradecido por los grandes hombres. Cuando se le hace espacio a Dios, cuando se abre el corazón a Él, nada se pierde, sino que todo se gana.

El dar gracias se transforma, desde la visión de la fe, en algo nuevo e inesperado:

“Eukaristomen nos dirige a esta realidad de agradecimiento, a esta nueva dimensión que Cristo ha dado. Él ha transformado en agradecimiento, y así en bendición, la cruz, el sufrimiento, todo el mal del mundo. Y así fundamentalmente ha transustanciado la vida y el mundo y nos da cada día el Pan de la verdadera vida, que supera el mundo gracias a la fuerza de Su amor” (Benedicto XVI).

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