miércoles, 19 de noviembre de 2014

Santidad, conciencia y el fuego del Amor en el siglo XXI. Por Rodrigo Huerta Migoya


Nuestra vida está marcada por el trabajo y el día a día y con éste compás nos asociamos a la creación. No ha de ser esto una rutina, sino tiempo edificante hacia mi persona y hacia los demás, pero, ¿se puede ser santo en el siglo XXI?; ¿Es en verdad posible? El cardenal Ángelo Amato nos recordó una herramienta imprescindible para ello: la humildad, sí; no hace ni dos meses que nos lo recordó en Madrid al decir que un burro fue el trono de Jesús en la entrada a Jerusalen, al hilo de esa bella cita de San José de Calasanz:``Si quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si quieres ser muy santo, sé muy humilde´´. 

Que mejor definición de lo que es un santo que la antífona del salmo de esta fiesta: “éstos son los que buscan al Señor”. Los santos no son seres de otros planeta sino personas de carne y hueso que ante las adversidades del mundo supieron mantener el timón sin desorientarse nunca del auténtico guía: Jesucristo, y sin dejar de vislumbrar el final de dicha travesía cuya meta no es otra que la herencia eterna.

Los santos nadie podrá decir nunca que vivieron mejor que nosotros, para nada. De las muchas riquezas que sus admirables biografías nos ofrecen está sin duda la entereza con la que afrontaron las mayores calamidades, sufrimientos y desgracias abrazados a la Cruz de Cristo. Pensemos en San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, San Pío de Pietrelcina y tantos otros condenados y calumniados injustamente. Qué decir de nuestros mártires de todos los tiempos, que fueron tratados como alimañas y tirados a las cunetas con el único delito de creer en Jesús y ser sus testigos. Cuántos nombres que en cada Eucaristía actualizamos, esos hombres y mujeres que como dice la plegaria eucarística II “vivieron en tú amistad a través de los tiempos”

En el evangelio de este 1 de noviembre Jesús nos da la clave de la vida del cristiano, clave que nos ha de servir de termómetro para saber a qué distancia nos encontramos en lo que significa ser discípulo del Señor. Podría servirnos también este pasaje como modelo actual para hacer un examen de conciencia como Dios manda; claro, que hay que seguir teniendo presentes los mandamientos de la ley de Dios, pero lo que no sirve de nada es reducirlo todo al “yo no mato, yo no robo, y ya he cumplido”.

 Cristo nos dejó un mandamiento nuevo, como a menudo nos gusta cantar, pero a veces lo tenemos un tanto olvidado. Debemos amar incluso a los enemigos (¡ahí es nada!) y debemos de llevar amor a los que no le conocen. El problema, ¿y cómo darles amor?, pues llevándoles el Amor por excelencia, el de Dios. Nunca seremos auténticos discípulos del Maestro si en nuestro corazón no hay llama, no hay ardor ni interés por dar a conocer aquello que particular y personalmente hemos conocido: He venido a prender fuego al mundo, y ojalá ya estuviera ardiendo (Lc 12,49). Se refiere al fuego del Amor.

Al hilo de esto me viene a la memoria una historia muy apropiada para la ocasión:
Había en una Parroquia un cura mayor que a pesar de su edad mostraba una gran vitalidad así como  una gran preocupación por que sus jóvenes feligreses no se desligaran de la comunidad parroquial. Así fue el caso de Pablito, el cuál una vez confirmado no volvió a poner pie en el templo. Don José, el Párroco, sufría cada vez que se daba una situación de estas entre sus fieles, así que con Pablito no iba a hacer una excepción. Una tarde de invierno Don José se presentó en casa de Pablo, tras el saludo pasaron ambos al salón dónde se sentaron en unas butacas que había frente la chimenea, el silencio se apoderó de la sala y ante la incomodidad de la situación ninguno tomaba la iniciativa. Después de media hora Don José se levantó y  sacó de la lumbre una brasa que posó sobre el suelo de piedra del salón. El cura se puso el abrigo y cuando iba a salir pablo le dijo: Don José, no lo entiendo, no le entiendo... A lo que el párroco respondió: es muy fácil hijo, cuando la brasa se aleja del fuego grande se acaba apagando sola y perdiendo todo su brillo, así es también nuestra vida, y tú te estás apagando. El sacerdote, sin darle más detalles se fue dejándolo pensativo. Al domingo siguiente Pablito estaba puntual a la Misa dominical. Ojalá nosotros sepamos acercar a nuestros hermanos, convecinos y prójimos al que es la luz de la vida, el fuego que no se apaga.


Pidamos en estos días a los Santos, Beatos y, en especial a los desconocidos, que sin estar reconocidos por la Iglesia forman parte de los coros celestiales que sean nuestros fieles amigos y compañeros en ésta carrera cuyo destino es vivir eternamente en su casa. Le pedimos también a María, Reina de todos los Santos, que ruegue porque nuestra parroquia de Lugones también sea una escuela de santidad y de ardiente celo misionero en pleno siglo XXI. 

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