martes, 23 de mayo de 2023

De la banca a obispo franciscano: «Si no alimentamos nuestra fe estamos desarmados ante demasiado acoso y derribo»

Entrevista a Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo

El arzobispo de Oviedo habla de su familia, de su vocación y de los retos que la Iglesia afronta en su misión

(El Debate/ Matilde Latorre de Silva) Jesús Sanz es el actual arzobispo de Oviedo. Pero antes de sus cargos y sus estudios, como para todo cristiano, la familia ha sido el ámbito privilegiado donde ha podido brotar toda su humanidad y con la compañía de la Iglesia, el lugar en el que –para Sanz Montes– están «los amigos de los amigos de Dios».

La familia y la vocación
–¿Cómo fue su infancia, su familia, era muy religiosa?

–Nací en Madrid, un 18 de enero de 1955. Soy el mayor de seis hermanos (aunque tengo dos más en el cielo). Mi familia es cristiana y así fui deseado y acogido, y una vez que nací a la vida, mis padres quisieron que naciera también a la fe con el bautismo que me hizo cristiano. Una familia sencilla con convicciones cristianas cuyos valores se me fueron transmitiendo de mil modos. Fue decisivo el testimonio de mi abuela paterna, una mujer profundamente religiosa. Pero mis padres también me inculcaron la visión cristiana de la vida, no tanto con doctrinas teóricas, sino viéndolos vivir tantas cosas cotidianas, en medio de sus dificultades y momentos gozosos.

Preparé y gané unas oposiciones a la banca privada


–¿Cómo fue su llamada al sacerdocio? Aunque usted es franciscano, es una duda que mucha gente tiene, primero fue franciscano y luego sacerdote diocesano…

–La llamada primera fue a través del ejemplo de los sacerdotes de mi parroquia madrileña, San Jerónimo el Real. Los niños de catequesis teníamos colonias de verano en Noja (Santander), y los monitores eran los seminaristas mayores de Madrid. El testimonio de aquellos sacerdotes y seminaristas fue para mí un primer reclamo, un atractivo que me hizo ser curioso primero y luego pensar en la posibilidad de ser llamado también yo a lo mismo. La vocación siempre la da Dios, pero la pro–vocación nos la confía a los hombres. Ellos fueron provocadores de la vocación divina en mi alma. Tenía entonces 9 años. No obstante, tardé muchos años en responder, a pesar de haberme acompañado siempre esa llamada. Preparé y gané unas oposiciones a la banca privada y comencé a trabajar en ese ámbito, tuve una experiencia afectiva con alguna chica parecido a un pre–noviazgo, pero arrastraba algo pendiente de respuesta. Finalmente ingresé en el seminario con 20 años. Fue allí, en cuarto de teología, cuando en medio de una crisis vocacional que atravesaba, fui invitado a una experiencia pastoral entre leprosos. Los franciscanos y franciscanas que atendían aquella leprosería representaron nuevamente para mí otra pro-vocación saludable que me hará descubrir mi vocación franciscana. Dejé el seminario de Toledo e ingresé en la Orden Franciscana en mi último año de estudios teológicos. Fue algo contrastado y discernido, pero suponía fiarte de Dios otra vez y dejarte acompañar por la Iglesia.

''Trato de ser obispo «al franciscano modo'' (Jesús Sanz)
Toledo y san Francisco
–Esa generación de sacerdotes que dio Toledo, con don Marcelo al mando. Son unos «top 10». ¿Cómo se lo explica?

–Guardo de aquel seminario toledano un feliz recuerdo y mucha gratitud: el señor Arzobispo Cardenal Marcelo González Martín, profesores, formadores, compañeros… Mi director espiritual de entonces va camino de los altares: el siervo de Dios Don José Rivera. Todos eran «grandes», valía la pena mirarlos, admirarlos y dejarte acompañar por ellos. Después de cuarenta años se acrecienta más mi reconocimiento de lo mucho que se me dio. Es una bendición haber recibido ese regalo de personas grandes en tu vida: por su virtud y santidad, por su sabiduría e inteligencia, por su amor a Cristo y a la Iglesia, por su profecía y creatividad en saber situarse ante los retos que nos desafían y las heridas que nos desangran, junto con la esperanza que se derivan de certezas que nos devuelven la verdad, la bondad y la belleza. Si te unes a personas mediocres, terminas siendo también tú mezquino. Si aciertas a mirar a los grandes, tu vida se engrandece ante Dios y ante los hombres, para servirlos con amor verdadero y entrega sincera. Produce vértigo saberte ahora en la edad y con las responsabilidades que ellos tenían cuando se cruzaron contigo. Pides la gracia de seguir esa pauta, no traicionar la gracia que supusieron y no defraudar ni a Dios ni a los hermanos.

–¿Usted es de los pocos obispos españoles que son religiosos? ¿Qué impronta da ser Franciscano?

–Siempre digo que trato de ser obispo «al franciscano modo». San Francisco de Asís es una de las historias de santidad cristiana más hermosas de la Iglesia. Su itinerario humano y creyente es una verdadera aventura espiritual en la que tantas veces te reconoces cuando le descubres buscador de Dios con todas tus preguntas sin resolver que hallarán en el Señor su cumplida respuesta, atento a los hombres que se cruzan ante tus ojos con toda serie de pobrezas materiales, espirituales y culturales, permeable también a la belleza de la creación de la que formamos parte y que hemos de saber cuidar, como fiel hijo de la Iglesia e integrado en el mundo de su generación. Toda esa impronta de fraternidad cristiana nace de la triple filiación que siempre descubrí en San Francisco: hijo de Dios, hijo de la Iglesia de su época e hijo de la historia de su generación. Ensamblar esas tres filiaciones te permite vivir tu propia vocación «al franciscano modo». Lo intenté vivir cuando era profesor de teología en la Universidad, o cuando trabajaba ministerialmente en las parroquias por las que anduve, y ahora como obispo también. Sigo siendo fraile franciscano. Un sucesor de los Apóstoles que pertenece a la familia espiritual de San Francisco. Para mí es una gracia. Espero que para los hermanos a los que sirvo y acompaño, sea una bendición.

–En 2003 fue ordenado obispo de Jaca y Huesca y en 2009 nombrado arzobispo de Oviedo. ¿Qué es fue más emotivo, ser ordenado sacerdote u obispo?

–Yo estaba en un momento «dulce» en mi trabajo como teólogo en la Universidad San Dámaso de Madrid, y en la Universidad Pontificia Antonianum (Roma) donde me doctoré. Cuando me llamó el señor Nuncio para comunicarme que el Santo Padre Juan Pablo II me nombraba obispo de Huesca y de Jaca, me cambió completamente la vida. Me fie de la Iglesia para responder al Señor una vez más. Dios nunca se contradice, aunque tú no lo entiendas. Y Él jamás se repite, aunque siempre te pida lo mismo. Por eso he vivido esos momentos con la novedad que entraña cada circunstancia. La ordenación sacerdotal era algo acariciado desde niño y, por tanto, no era una vocación tardía sino una respuesta por mi parte retardada. Pero viví aquel momento con una inmensa ilusión. La ordenación episcopal fue una sorpresa jamás soñada ni imaginada, con lo cual introdujo una cautela que no siendo temerosa, me impuso lo que dicen los versos de León Felipe: «no sabiendo los oficios, los haremos con respeto». El respeto de quien se sabe llamado a ser maestro sin olvidar nunca que eres discípulo, el respeto de quien se sabe llamado al gobierno eclesial dejándote pastorear en todo momento por quien te llama, y el respeto de quien se sabe llamado a santificar a los hermanos con la conciencia de que de la gracia eres el más mendigo. Tras los seis años en el Alto Aragón (de muy feliz recuerdo), otro Papa también muy querido, Benedicto XVI, me llevó a Asturias como arzobispo de Oviedo. No merezco la alegría y la paz con las que estoy siendo muy bendecido. Sólo tengo palabras de gratitud a Dios y a los hermanos a los que acompaño como pastor diocesano.

Obispo
– ¿Cambia la vida ser obispo?

–Evidentemente que cambia, porque la circunstancia es otra muy distinta a la que te habías habituado y en la que habías crecido hasta entonces. Echas en falta sobre todo la fraternidad, tu vida comunitaria como religioso. No cambia tu forma de ser y temperamento, ni las vivencias vinculadas a escenarios y sus momentos, a fechas y sus épocas, a personas que han ido dejándote una profunda huella. Llevas contigo todo tu bagaje biográfico, pero te asomas a una realidad bien distinta. Máxime cuando se trata de algo que no figuraba en tu agenda particular cotidiana, ni en tus posibilidades acariciadas, y menos aún en tus pretensiones mejor guardadas. Es una gracia con la que Dios te sorprende. Tú te fías de Él y respondes con la Iglesia y con todas tus fuerzas pidiendo a Jesús y a María la gracia de la fidelidad a cuanto se ha puesto en tus manos, en tu corazón y en tu entraña. Voy aprendiendo cada día, y sigo siendo obispo novicio.

– Lumen Dei. Una encomienda extraordinaria que la Iglesia le pide

Las realidades eclesiales como son las órdenes religiosas, las asociaciones de fieles, los movimientos apostólicos, son un don que Dios hace a su Iglesia pensando en las necesidad y desafíos de cada tramo de la historia. San Francisco de Asís, como antes San Benito de Nursia, o después San Ignacio de Loyola (por poner tres ejemplos), representaron ese don del que nació un carisma, una familia espiritual. Pero como todo ser que nace hay que cuidarlo, ayudarlo a crecer sanamente para que responda al cometido de quien lo regala, que es el que Dios señala. Eventualmente, puede nacer con dificultades en el primer momento, o torcerse al poco tiempo de haber iniciado su camino, o complicarse a un cierto momento a pesar de una historia larga. Entonces la Iglesia, como Madre y Maestra, que había agradecido ese nacimiento, debe intervenir para corregirlo si se desvía, animarlo si pierde su ánima, y acompañarlo con paciencia y sabiduría para que no se malogre lo que había sido un regalo del cielo. Esa intervención se ha dado siempre a lo largo de la historia de la Iglesia. También en nuestros días. La Iglesia me llamó, fue el Papa Benedicto XVI quien me confió esa tarea y la ha revalidado el Papa Francisco, para que en su nombre acompañase esa joven asociación de fieles que atravesaba una serie de dificultades complicadas en el orden formativo, espiritual, moral y económico. No ha sido sencillo, pero gracias a Dios se va salvando con su ayuda lo que Él quiso regalar a su Iglesia a través de este carisma que tuvo su origen en el padre Rodrigo Molina, jesuita asturiano que falleció en 2001. Hay mucha esperanza con el grupo que ha quedado fiel a las indicaciones de la Iglesia y vamos haciendo el camino que el Señor marca.

–Cómo ve la fe en España, mucho grupo de jóvenes, pocas vocaciones… ¿Vivimos una fe infantil? ¿Poco sólida?

–Atravesamos un momento delicado con una serie de crisis de diversa índole, que de modo inevitable afecta también a la Iglesia, pero que no se circunscribe únicamente a ésta. Los cristianos estamos en el mundo y formamos parte de nuestro momento histórico, pero además de dar el testimonio que se deriva del Evangelio, también nosotros somos susceptibles de ser influenciados por una mentalidad mundana. El gran escritor Chesterton decía que Dios sorprende a cada generación con los santos que más la contradicen. Y eso significa que hemos de estar vigilantes para que no se nos cuele de modo fatal la mentalidad contraria a la fe. El problema es que no siempre hemos acertado a nutrirla debidamente, y para muchos creyentes que tienen problemas de adultos, heridas de adultos, dudas de adultos, su fe sigue siendo infantil y su último contacto con una formación cristiana se remonta a cuando hicieron la catequesis de la primera comunión o la confirmación. Entonces se da un desfase en donde la mella que se hace siembra la incertidumbre. Es muy importante que haya una personalización de la fe, alimentarnos con los sacramentos y la Palabra de Dios, y dejarnos acompañar por la Iglesia. De lo contrario nos encontramos desarmados ante demasiado acoso y derribo que no es inocente ni improvisado.

''Hay que ser amigos de los amigos de Dios'' (Jesús Sanz)
–¿El estado de la Iglesia es la que no atrae vocaciones o es el mundo que les distrae con nuevos ideales, lujo, riqueza, fama…?

–En su célebre obra Los coros de la roca, Thomas S. Eliot se hacía una pregunta: «¿ha abandonado el mundo a la Iglesia o la Iglesia ha abandonado al mundo?» Y comentando este dilema, monseñor Luigi Giussani respondía: «se han dado las dos cosas». Efectivamente, no podemos pensar que los malos son los demás que se han dejado influir negativamente, que han pervertido su conciencia y se han alejado de la verdad, porque siendo cierto este alejamiento hemos de admitir también que nosotros, como cristianos, quizás no siempre estamos a la altura del testimonio que se espera de nosotros.

''El ejemplo para un cristiano no puede ser un héroe o un divo, sino Cristo'' (Jesús Sanz)
El ejemplo de los santos

Hay, por lo tanto, una llamada a poner nombre a los retos que tenemos delante en una auténtica batalla cultural en curso muy fuerte (Nuevo Orden Mundial, Ideología de género, posiciones políticas beligerantes desde su ateísmo, la sutil masonería que siempre socava la presencia cristiana, y un largo etcétera), pero también hemos de poner nombre a nuestra desidia y mediocridad que nos hace insignificantes, callados y ausentes, no por humildad sino por comodidad y cobardía. Las vocaciones surgen desde esa provocación como explicaba más arriba. Y cuando en una parroquia, en un colegio, en una comunidad religiosa, en un movimiento apostólico hay sacerdotes, religiosas y familias que viven su fe con alegría, con audacia y fidelidad, de ahí surgen vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y a la familia cristiana.

– Su ejemplo vital ¿Cuál es?

–El ejemplo imprescindible es Jesús resucitado, y junto a Él están María y los santos que más han tocado mi corazón. Decía San Juan de Ávila que hay que ser« amigos de los amigos de Dios». Esta especial compañía es la que te despierta, te corrige, te sostiene en la aventura de la vida, a través de los años de tu edad y del domicilio de tu circunstancia. Es una compañía que nos sostiene en aquello para lo cual fuiste llamado a la vida, para la misión que eternamente te fue confiada. Yo he conocido santos cuyas biografías tanto me han ayudado conocerlas, pero también he podido tratar a santos cotidianos que han vivido o viven conmigo, son los «santos de la puerta de al lado», como dice el Papa Francisco. El ejemplo para un cristiano no puede ser un héroe o un divo, sino Cristo y sus discípulos más verdaderos, los santos, que se nos dan como compañía para nuestro destino.

lunes, 22 de mayo de 2023

El Cielo. Por Jorge González Guadalix

(De profesión cura) Ayer, solemnidad de la Ascensión, ya ven por dónde se me ocurrió hablar del cielo. Cosas mías.

No voy a meterme ni con los políticos, los jóvenes, la sociedad de consumo, la agenda 2030, el globalismo mundial, la masonería o el comunismo. Bastante tenemos con lo nuestro. ¿Y qué es lo nuestro?

Lo nuestro me parece que es un catolicismo rastrero, una fe que se arrastra por el barro, una vida cristiana incapaz de despegar de sus miserias, sus limitaciones, su miedo y su vergüenza.

¿De qué hablamos en nuestros consejos, reuniones de curas y laicos, revisiones de vida, programaciones, documentos, subsidios, reflexiones y lluvias de ideas? De cosas, en definitiva, que apenas son capaces de levantarse mínimamente del barro. Podemos poner todos mil ejemplos: la edad de la comunión, el festival de Navidad, la tómbola solidaria, el grupo de Biblia, el campamento de los niños y el campo de trabajo de los jóvenes, cine forum, mercadilo solidario, horario de despacho, las cuentas que nunca acaban de salir.

Me van a permitir que hable ahora de la misa. Más de lo mismo: horario más conveniente, qué cantos elegimos, necesitamos dos guitarras, a ver si consegimos buenos lectores, Menganito que haga las moniciones, homilía larga o corta, si la misa dura mucho o poco, campanilla sí o no, y si ponemos un reclinatorio para comulgar. Seguimos sin elevarnos. Somos como esa avioneta que da vueltas por el aeropuerto pero que no acaba de despegar. Evidentemente, los viajeros se apean.

Se nos olvida la gloria, el cielo, la vida eterna,el gozo que nos aguarda.

La misa. Cristo en el calvario ofreciendose por nosotros. Los ángeles, los santos adorando a su Señor. Cristo que se hace realmente presente en el altar. La misa es como el cielo que baja a cada parroquia para que toquemos, aunque sea con la punta de los dedos, la gloria que un día se nos descubrirá.

Tenemos un gran mensaje que vivir y transmitir: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado". Se nos ha quedado el mandato del Señor en el horario de catequesis, la fiesta parroquial, la excursión fin de curso y un horario de misas celebradas medio decentemente.

¿Y Dios? ¿Y Cristo? ¿La vida eterna, la gloria, el cielo?

Quizá en toda reunión, toda asamblea, todo consejo bastase una pregunta: ¿Cómo llegar al cielo? ¿Cómo presentar el cielo? Y el resto… mejor no hablar del resto.

Carta a un dibujante. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Estimado amigo,

He tenido noticia de que, cuando explorasteis, en Mérida, el interior de una antigua cisterna que formaba parte de una casa romana y encontrasteis en ella los trazos de un crismón, testimonio de que, en aquel lugar, hubo culto cristiano, echaste mano del rosario que llevabas contigo y te pusiste a desgranar padrenuestros, avemarías y gloriapatris.

El arqueólogo jefe no supo qué decir: «Al volverme vi al dibujante de las excavaciones que estaba rezando un rosario y se me pusieron los pelos de punta. Entonces entendí el valor que tenía para mucha gente». Ese que rezaba el rosario en aquella cavidad, en la que parece que se escondieron los cristianos durante las persecuciones, eras tú, que, con toda naturalidad, sin ocultar tus creencias religiosas, le expusiste el motivo de tu devota actuación: «Para mí es importante estar rezando en donde se rezaba hace casi dos mil años».

No creo que haya muchos como tú, confesantes de su fe cristiana, en los equipos de arqueólogos. Sé de alguien que se presentó un día en los trabajos de excavación de una iglesia y depositó allí una vela encendida. Los investigadores de campo, expectantes, seguían con la mirada lo que hacía el hombre, habitante en las inmediaciones, que se había desplazado en coche desde su casa hasta aquellas ruinas, abandonadas desde hacía sabe Dios cuánto tiempo y de las que los arqueólogos trataban de extraer toda la información posible. «Es el sitio en el que rezaban mis antepasados», les dijo el lugareño, dando así razón de su presencia y de su religioso y libre comportamiento.

La sacralidad de un espacio, en el que un día se experimentó el gozo de la oración, de la adoración a Dios y de la comunidad de fe no desaparece jamás. Una de las notas características de nuestro tiempo es la de intentar profanarlos siempre que se presente la ocasión por medio de la blasfemia, la burla, la indiferencia, el uso indebido, la resignificación o la reutilización con fines sórdidos. Lo único que consigue el sujeto que acomete estos intentos es denigrarse a sí mismo, pues Dios es siempre mayor y está por encima de esas ocurrencias excretadas por los bajos instintos.

Tengo casualmente un libro sobre el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988) encima de la mesa. Refiere cómo fue su Camino de Damasco en 1927, siendo estudiante de Germánicas, durante un retiro espiritual en Whylen: «Aún hoy, después de treinta años, podría encontrar en un sendero perdido de la Selva Negra alemana, no lejos de Basilea, el árbol bajo el cual fui alcanzado de improviso como por un rayo… pero no fueron ni la teología ni el sacerdocio lo que entonces vislumbré ante mí. Era únicamente: ‘Tú eres llamado, tú no servirás, alguien se servirá de ti; no debes hacer proyectos, pues no eres más que una pequeña tesela de un mosaico preparado desde hace tiempo’». En 1929 ingresó en la Compañía de Jesús.

Junto a un árbol, en la cima de una montaña, en una oquedad abierta en la roca, en un cruce de caminos, a la vera de una fuente o de un río, en una iglesia, ante un cuadro o una imagen, en el desierto o en un hospital… vete a saber en dónde estará aguardándonos Dios, que siempre nos sorprende. Incluso en el interior de una cisterna excavada para recoger el agua de lluvia, como fue en tu caso.

He de decirte, no obstante, que el arqueólogo jefe se sintió tocado al ver ese gesto tuyo, espontáneo, de tirar inmediatamente de rosario y de ponerte a rezar sin importarte lo que pensasen tus colegas de trinchera, entre los que pudiera haber alguno con corazón impermeable ante cualquier cosa que provenga de la fe religiosa. «A mí, como arqueólogo, me interesa la historia, el patrimonio, pero ese lugar toca la parte trascendental de las personas», le confesó a un periodista.

Cuando tengamos ocasión de vernos, y espero que sea pronto, te hablaré de situaciones muy parecidas a la que has protagonizado tú, pues han constituido el inicio de una nueva vida para quienes supieron vislumbrar en ellas una Presencia, real, amorosa y con una irresistible potencia transformadora.

Nada más por ahora. Cuídate. Tuyo afectísimo en Xro (Cristo) (por lo del crismón).

domingo, 21 de mayo de 2023

''Yo estoy con vosotros todos los días''. Por Joaquín M. Serrano Vila


Nos encontramos en el penúltimo domingo del tiempo de Pascua que, aunque deberíamos llamarlo séptimo domingo del tiempo pascual, lo cierto es que el traslado de la solemnidad de la Ascensión del Señor del jueves -que era su día propio- a este su domingo más próximo, ha hecho que empecemos a llamarlo tan sólo como "el domingo de la Ascensión". Es un día muy hermoso y especial para los católicos, pues esta celebración busca al mismo tiempo elevar nuestros pies del polvo al recordarnos que nuestra meta y aspiración ha de ser el cielo y, por otra parte, que somos llamados a poner en este deseo los pies en la tierra tomando conciencia de que no llegaremos quedándonos plantados mirando arriba y de brazos cruzados, sino escalando cada jornada los pequeños peldaños que nos acercan a nuestra personal pista de despegue sin olvidar que no estamos solos, y que esta espera la vivimos con la paz que da la certeza de que Cristo volverá. Esa indicación que recibieron los apóstoles el día de la Ascensión se nos hace hoy a nosotros: ''El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo''.

I. La esperanza a la que os llama 

En la segunda lectura tomada de la carta del apóstol San Pablo a los Efesios, se hace visible nuevamente el ''anhelo del cielo'' que está presente como hilo conductor de la Ascensión. El deseo del Apóstol para los cristianos de aquella comunidad de Éfeso, es aquí y ahora nuestra súplica más ferviente, la elevamos a Jesús para que Él ''ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos''. Necesitamos sabiduría, pero no la que nos ofrece el mundo sino la que sólo Dios regala a los que son dignos, y ha de ser ésta el conocimiento que nos permita saber decir sí a aquello que nos encamina a la gloria futura, y saber decir no a lo que nos aleja de ésta. Para ese discernimiento hemos de invocar al Espíritu Santo, algo que hacemos insistentemente en estos días en que en tantos lugares del orbe católico celebra la "Novena al Espíritu Santo" como preparación a la solemnidad de Pentecostés, pero lo cierto es que necesitamos invocarle siempre, cada día al comienzo de la jornada, de la faena, del estudio, del deporte... Concédenos Señor los dones de tu Espíritu. Sólo así descubriremos ''cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo''.

II. Fue elevado al cielo

La primera lectura del libro de los hechos de los apóstoles es el texto que nos describe al detalle cómo fue aquel día de la Ascensión del Señor, este misterio cristológico que nos sobrepasa y no llegamos a comprender, pero que forma parte del plan de salvación pensado por Dios para redimirnos... Únicamente comentar por encima que el sentido de que la Ascensión tuviera su día propio en jueves, era buscando la exactitud de fijar la celebración cuarenta días después del domingo de Pascua, aunque finalmente es algo realmente irrelevante, pues los textos dan varias versiones de la posible fecha de la Ascensión. Pero lo que sí nos importa realmente es que este es un hecho que tiene lugar en plena vivencia de la Pascua, poniendo fin a la presencia de Cristo Resucitado entre los suyos. La Ascensión no es otra pascua, es la misma Pascua y su verdad que cada semana proclamamos en el credo: ''y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre''. San Lucas en este caso, insiste en los cuarenta días que viene a ser una cuarentena de preparación para la Pascua del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, cuarenta días para disfrutar de la compañía del Resucitado; sí, pero sin olvidar que su misión pasa por volver al Padre y la nuestra la de continuar sin su presencia física. Es tan fuerte la vivencia de la Pascua que se llegan a acostumbrar los apóstoles y los primeros cristianos a convivir con Cristo Resucitado, pero Jesús no nos ayudaría quedándose aquí para solucionarlos la pesca, salvarnos de las tormentas y sacarnos las castañas del fuego ante nuestras dudas, miedos y desgracias. Ya comentamos el domingo pasado que ante esos miedos a la ausencia física de Jesús viene como respuesta la promesa de la inminente venida del Paráclito. Por ello, tiempo extraordinario de la Pascua llega a su fin el domingo próximo, y una vez recibido el Espíritu Santo volveremos al Tiempo Ordinario sin pena, siendo sus valientes testigos “hasta el confín de la tierra”.

III. Yo estoy con vosotros 

El evangelio de este domingo tiene ya tiene una primera particularidad en su comienzo, pues el sacerdote no dice ''Lectura del Santo Evangelio'', sino ''Conclusión del Santo Evangelio''. No está puesto por poner, sino que además de ser así, es símbolo de que estamos ante un final y un comienzo; el final de la misión de Jesús entre nosotros, y el comienzo de nuestra misión de dar a conocer a Jesús. De algún modo empieza aquí la propia misión de la Iglesia, al tiempo que contemplamos al Señor ascender al cielo, lo que constituye también que la humanidad de Jesús entra definitivamente en la gloria del Padre. Cuando yo fui diácono en Avilés, había un sacerdote recientemente fallecido, Don Ángel Llano, que en casi todas las reuniones utilizaba una frase que se había convertido casi en su lema o convicción más profunda: ''Es la hora de los laicos'', asentía él; y esto es lo que de algún modo nos quiere decir hoy Jesús: este es ese momento, ahora os toca evangelizar a los laicos... La Iglesia celebra también en este día la "Jornada de las Comunicaciones Sociales", y es que todo medio de comunicación para los creyentes constituye un canal privilegiado para responder al mandato que nos da hoy Jesucristo: ''Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado''. Sólo tenemos un problema, se nos pide hablar de Dios a nuestro mundo, pero a veces nos compenetramos tanto con el mundo con el anhelo de llegar a más discípulos que corremos el riesgo de ser engullidos por éste contaminándonos con sus miserias. Quiero concluir con unas palabras de San Pablo a los Filipenses que aportan mucha luz a lo que he pretendido reflexionar; dice el Apóstol: ''nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador''. Esto es, hermanos: el Señor se ha ido pero volverá; trabajemos pues por ser y hacer discípulos para seguir así al Maestro. 

Evangelio del Domingo de la Ascensión del Señor

Conclusión del santo evangelio según san Mateo (28,16-20):

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.

Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».

Palabra del Señor

sábado, 20 de mayo de 2023

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


DE LA IGLESIA DE LOS PECADORES A LA IGLESIA SIN PECADOS. Por Custodio Ballester Bielsa, Pbro.

(germinans germinabit) Es cierto que la Iglesia vivió una fuerte tendencia a ampliar todo lo posible la lista de los pecados, igual que los médicos no paran de alargar hasta el infinito, la lista de las enfermedades. La comparación es pertinente y esclarecedora: los administradores de la salud del alma entendieron que ésa era la manera de tener a los fieles alerta, cuidando su salud espiritual; mientras que los médicos aspiran a tener a los pacientes (a ser posible, a toda la población) pendientes de su salud corporal. Y para ello, acostumbrarlos a echar mano de la lista infinita de enfermedades ante cualquier síntoma, a ver si se incurre en alguna de ellas; recomendando en todo caso, acudir automáticamente al que se ocupa de “curar” (cuidar) la salud de nuestro cuerpo. Y por ese camino, llega el momento en que nos pasamos de rosca, proclamando por decreto las enfermedades (de hecho, sólo “la enfermedad”) de toda la colectividad, con lo que dejan de atenderse las enfermedades del individuo: porque al perder valor, se han borrado de la lista oficial de enfermedades.

Y parece que, por la ley del péndulo, y hartos de tanta virtud, de tanto cuidar la salud del alma, ahora estamos en el extremo opuesto, en el descuido total. En cualquier momento caeremos en la cuenta de que hemos pasado de la confesión diaria porque cualquier cosa puede ser pecado, a declarar la proscripción definitiva del pecado en la Iglesia y a sacar de la iglesia los confesionarios y hasta la misma confesión, porque los pecados lo son de la colectividad: no os lo perdáis, hay quien en el Camino Sinodal se empeña en encomendar el sacramento de la confesión a seglares.

Porque parece ser que el ala más moderna de la Iglesia se ha empecinado en convertir la Eucaristía en un sacramento de sanación; en encomendar a la Eucaristía las funciones del sacramento de la penitencia (e incluso las del bautismo) y abrir el acceso al misterio nuclear de la Iglesia, incluso a los que de una u otra forma se apartan de ella y de su moral. Es más que evidente que estos movimientos no pretenden construir la Iglesia o ponerla al alcance de mayor número de fieles, sino justamente lo contrario: destruirla.

No veo claro cómo ha de acabar esto. Pero si todos somos pecadores, igual que Hacienda somos todos, queda claro que, en virtud de un extraño razonamiento -hoy muy de moda-, todos somos tan virtuosos, tan perfectos y sobre todo tan incuestionables como las autoridades sanitarias, civiles y hasta las religiosas. Queda claro, por tanto, que a partir de ahí queda desdibujada la virtud. En efecto, si todos somos pecadores, ¿qué diferencia hay entre unos pecadores y otros? Si se niega el acceso a la Eucaristía a unos pecadores, ¿por qué no se les tendría que negar a todos los pecadores, porque todos lo somos? Claro, con afirmaciones de ese tipo, vamos a parar a nuestro “o todos moros, o todos cristianos”.

Y al final, si creemos que la Eucaristía no ha de ser el remedio del pecado, puesto que hay que acercarse a ella sin pecado; si creemos lo que dice la Iglesia sobre la Eucaristía (clarísimo lo proclama san Pablo: quien come y bebe el cuerpo y sangre de Cristo en pecado, come y bebe su propia condenación (1Co 11,27), y bellísimamente lo catequiza el Lauda Sion de la fiesta del Corpus); y si, como dicen los voceros del “Camino Sinodal”, todos somos pecadores, si decidimos escucharles y obedecerles, hemos de ofrecer la Eucaristía a toda clase de pecadores; mientras que, si obedecemos a la Iglesia Santa y Católica, hemos de acercarnos a este sacramento con el alma limpia de pecado. ¿A qué nos lleva esta contradicción? ¿A quién hemos de seguir, a san Pablo, al Magisterio de la Iglesia y a la Tradición, o a los corifeos del sínodo alemán? Porque la realidad es que esa batalla por regalarle la Eucaristía a cualquiera (echar piedras preciosas a los cerdos (cf. Mateo 7,6), lo que hace es atentar contra la misma Eucaristía; lo que hace es precisamente trabajar por su extinción.

¿Qué hay debajo de esas humildísimas declaraciones? Pues lo que hay es la igualación del mal con el bien. Si todos somos igualmente pecadores, todos somos igualmente virtuosos. Tan virtuosos y tan pecadores como cualquiera. Si somos declarados virtuosos nos comportemos como nos comportemos, y se nos permite acercarnos a la Comunión en cualesquiera condiciones, (divorciados vueltos a casar civilmente, concubinarios o fornicarios habituales), es porque se está dando por desaparecido definitivamente el pecado de la moral de la Iglesia. Porque lo que se pretende mediante esa “licencia”, no es devaluar el sacramento de la Eucaristía, sino utilizar este sacramento para blanquear unos pecados muy concretos, para acabar al fin blanqueándolos todos: poniendo en el mismo saco el bien y el mal. O afinando más, poniendo el bien y el mal donde los pone el mundo: en la inopia.

Y obviamente, la pregunta que me inquieta, es: ¿qué pasará cuando ya casi nada y al final, nada sea pecado? Nos quedaremos sin pecadores, sin sacramentos (al menos los que lavan los pecados, puesto que ésa es su finalidad) … ¿Es ése el final que le tienen asignado a la Iglesia los nuevos teólogos de la bondad intrínseca del hombre y de todos sus actos?

Vamos a rastras con la teología (finalmente antropología) o moral fundamental, la que define el bien y el mal; la que distingue por tanto a los buenos y a los malos: buenos, los que hacen el bien, los que practican las buenas obras; malos, los que hacen el mal, es decir los que practican malas obras. Pero como estamos haciendo seguidismo de las doctrinas del mundo que proclaman la bondad intrínseca del hombre y de todas sus obras, he aquí que estamos vaciando de todo significado, la religión y sus sacramentos.

Y de paso, vaciamos de sentido la Redención. El Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo y los redime con su sacrificio, deja de tener sentido, hasta tropezar con esas genialidades teológicas, sobre “la crueldad de Dios” al aceptar el sacrificio de su Hijo por salvar al hombre. Es lo que tiene andar jugando con la Eucaristía. Se socavan los cimientos como si eso no importara, y lo que pasa es que se tambalea todo el edificio.

Eso de que todos somos pecadores (sin más), acaba siendo tan hueco y tan trivial como que todos somos justos. Es colectivizar el pecado y la virtud; es negar la responsabilidad moral de cada uno por sus actos; es finalmente ir a parar a la acomodación de la moral a los apetitos de cada uno en cada momento. Es acabar con la existencia del bien y del mal objetivos; es acabar con la moral cristiana para establecer la de este podrido mundo.